No quiso Sansón Carrasco dejar a aquella mujer seguir con sus amargas letanías, y quiso saber si su marido tenía aún más papeles, y si no convenía venderlos a algún librero o impresor, por socorrerse con ellos.
– ¡Más le hubiese valido no haber escrito tanto y haberse ocupado en negocios de más provecho! Lo último que le llevé al librero Villarroel, que es una garduña, fueron unas cuartillas para ese libro de Persiles, y no me dio nada, porque todo se lo había adelantado ya a mi marido. Le llevé la semana pasada otras cosas más que aparecieron por casa, ya terminadas, hasta cuatro libros tan gruesos como esos que ha publicado, y me dijo que no podía comprármelos y que probase con otro. Vi a otros dos mercaderes de libros, y uno me aseguró que ninguno de los cuatro estaba terminado y el otro, que no corren buenos tiempos para esa clase de obras, y que solicitara en otra parte.
Pidió verlos por curiosidad Sansón Carrasco. -Los cuatro los he vendido a un zarracatín del Rastro -confesó Catalina con un rictus amargo en el que era difícil saber lo que había de resentimiento, de tristeza o de incomprensión.
– ¿Os acordáis de qué eran los libros? ¿Sabéis si alguno tenía que ver con don Quijote?
Se levantó Catalina y volvió al rato con una arquilla, que abrió delante de los manchegos. Extrajo de ella unos papeles, sellados y firmados, testamento de Cervantes, y leyó la parte que correspondía a los libros:
«Dejo también a mi mujer Catalina de Salazar hasta tiento diez libros de diversos autores y propios, así como los cartapacios que contienen las obras Las semanas del jardín, El engaño a los ojos, El famoso Bernardo y El fin de Sancho Panza, para que mi mujer los venda y mande publicar con el impresor que más conviniere.»
Conmocionado y alborotado quedó Sancho al oír que uno de aquellos libros que Miguel de Cervantes había escrito versaba sobre él, pero más le inquietó aquel «fin», que no sabía a qué podía referirse, teniendo en cuenta que él era un hombre fuerte y saludable. ¿Moriría, como algunos auguraban ya, advirtiendo su extraña delgadez?
Volvió la mujer a encerrar el testamento en la caja de madera, donde acomodó también la bolsa con los ducados que le había entregado Sancho, y lamentó no haber podido conservar aquellos papeles y libros, dada la suma necesidad y hambre que se pasaba en la casa, aunque les facilitó las señas y nombre del estacionero que se los había llevado, por si querían rescatarlos, que se los daría a buen precio, teniendo en cuenta lo muy poco que les habían dado por ellos.
Se despidieron de las Cervantas Sansón y Sancho, y cuando ya iban las mujeres a cerrar la puerta tras ellos, se acordó de preguntar el bachiller:
– ¿Y pueden vuesas mercedes decirme el día exacto en que murió Miguel de Cervantes?
– El veintitrés de noviembre.
– ¡El veintitrés de noviembre, Sancho!;Lo has oído? -dijo el bachiller cuando se hallaron de nuevo en la calle, solos-. ¡El veintitrés de noviembre! No debió de tener Cervantes tiempo mis que para ultimar nuestra historia, escribir esos prólogos que le faltaban, arreglar su alma para el tránsito, y morirse. Y por eso, muriéndose él como se estaba muriendo, entendió tan bien la muerte de nuestro amigo.
– Así me lo pareció a mí cuando lo leía. Y ahora, visitando esa casa, más me desespero yo de no haber conocido a tiempo sus estrecheces para poder remediarlas.
– ¡Qué tristeza ha sido venir aquí! ¡Y cómo hubiéramos debido hacerlo mucho antes! Apenas lleva muerto dos meses y pico nuestro señor Miguel, y esas pobres mujeres han tenido ya que vender su alma para poder sostenerse, pues estoy seguro de que Cervantes había puesto el alma en todos y cada uno de esos papeles. Cómo debió de sufrir aquel buen hombre, juzgando lo que penan ahora ellas. Vamos a por esos libros, Sancho. Saquémoslos del purgatorio.
– Ay, no sé si yo me hallo con ganas de saber más de lo que sé, tan apocado me dejó esa noticia. ¿Qué me dice de que haya escrito Cervantes un libro sobre mi acabamiento? ¿Quiere decir que he de morirme pronto? Me ha metido el miedo en el cuerpo, bachiller. Olvidemos ese mal negocio, y volvamos a casa, con nuestra ignorancia.
– No, Sancho. Corramos a la tienda de ese aljabibe y traigámonos esos papeles, y leamos en ellos qué podía querer decir y qué dijo, porque el que sabe, precabe, y quién sabe si está en tu mano, amigo, el torcer tu destino como aquellos prohombres de la antigua Grecia a quienes los dioses otorgaron el don de esquivar las flechas que sus enemigos les lanzaban.
– No me convence.
Pero allí dirigieron sus pasos, porque no era el bachiller Sansón Carrasco persona a la que se hiciese olvidar algo que se le hubiera metido en la cabeza, y a eso del mediodía llegaron al Rastro, donde hallaron al aljabibe jugando al pídola con otros regatones y cicateros de ese barrio.
– Señores -les dijo el zarracatín-, no hay por qué molestarse. Los papeles esos los compré, los tuve en mi tienda dos meses, y hace dos días pasó un gentilhombre que dijo conocer a su autor, quien era único, aseguró, en hacer reír a la gente, y me los pagó como le pedí.
Le preguntó entonces Sansón Carrasco si por casualidad se acordaba quién era ese autor, y el aljabibe se encogió de hombros:
– Un cómico sería.
Y si sabía quién se los había comprado.
– Os lo he dicho, un gentilhombre, pero no de aquí, sino de fuera, puede que inglés. Lo declaraba su habla, llena de tropiezos y gangosa, y la de su criado, que aún sabía menos de nuestra lengua que su amo.
CAPÍTULO TRIGÉSIMO SÉPTIMO
Se volvieron a su posada, dejaron allí los obsequios del librero Cuesta y después de comer en un figón cercano, pasearon la Corte aquella tarde y el célebre Mentidero, admiraron sus edificios, palacios e iglesias, se asombraron de ver a tantos hombres importantes en sus coches y a tantas mujeres embozadas en su belleza, hallaron incontables el número de los pajes y criados y el de las mujeres públicas, mesones y casas de juego solapadas, y hasta vieron en su jaula, en el Retiro, los dos leones que el gobernador de Oran mandó al Rey, y a los que don Quijote retó a combate desigual, venciéndolos por hastío del contrincante.
– Vámonos pronto a nuestro pueblo, señor bachiller, que no está hecha para mí la ciudad ni este andar de un lado para otro sin saber por dónde. La visita esta mañana a las Cervantas me ha entristecido lo indecible y el saber que hay por ahí corriendo un fin de Sancho Panza me tiene el ánimo encogido, y ya empiezo a sentirme mal por todo el cuerpo, que me duele aquí, y aquí y aquí…
Y se iba señalando Sancho todos aquellos puntos en los que le punzaban sus males imaginarios y por donde barruntaba se le iba a meter la muerte con su aguda segur.
– ¿Y advertiste, Sancho, la tristeza de aquellas tres mujeres? Hubiera asegurado que se necesitan tanto como se detestan, y que se quieren tanto como se aborrecen. ¡Y aquellos aposentos, sin una alcatifa, sin un repostero, sin otro adorno que las estridencias de la calle y aquel olor hediondo del guisote!
La pesadumbre de no haber hallado con vida a Cervantes se quitó con la alegría de dejar atrás Madrid, y las apreturas y estrechos callejones de la ciudad hicieron mucho más limpios y manifiestos los estrechísimos caminos de su regreso, porque ninguno de los dos sabía qué les esperaba.
– Mira, Sancho, que no sé qué pasará a mi vuelta. Casado estoy con Antonia, pero mi padre no lo sabe, y temo que cuando lo sepa, cometerá cualquier desaguisado. Ni toleró a don Quijote ni mira con buenos ojos a la sobrina ni va a aceptar que yo me haya casado con tal prisa.
Llegaron al pueblo por la mañana y allí se despidieron, con promesa de juntarse aquella tarde y de que contara Sansón a Sancho en qué había parado el negocio con su padre, y Sancho a Sansón lo de su tesoro.