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Ya se ha dicho que había en él licenciados, algebrista, boticario, médico, escribanos y muchos otros que sabían leer, pero exceptuando al bachiller Sansón Carrasco, al cura don Pedro Pérez y a maese Nicolás, nadie más quiso leerlo, unos por envidia y otros por despecho o ignorancia; a unos les molestaba que se gastasen papel, dineros y trabajo en propalar las tonterías y repentes de un loco, y otros consideraban que sus vidas, mucho más atenidas a la razón y a los buenos usos de la república, eran más merecedoras de celebridad que la de un mentecato que había dejado arruinar su hacienda. Así que en el pueblo la mayoría de la gente, al oír las campanas a media mañana, no creyó que fuese por don Quijote, sino por alguien que habría dejado buenos ducados para misas y responsos. Y don Quijote era más bien tirando a pobre y ya se murmuraba que su hacienda estaba en bancarrota. De todos modos no tenía dineros para soltarlos en misas ni endechas. Ni en pagar al campanero. Más Carde, cuando la gente supo que doblaban por don Quijote, algunos lo explicaron de esta manera maliciosa: era amigo del cura.

El caso es que amigos o enemigos de don Quijote, partidarios y detractores no ceñían la menor idea de lo que se les iba a echar encima con aquella muerte.

Más aún, no había muerto y ya habían empezado a verse no sólo por la Mancha, sino por buena parte de España y en algunos lugares de Inglaterra, Francia, Alemania, Portugal e Italia locuras más o menos parecidas de gentes que en traje de don Quijote salían al campo para emular sus gestas, y otros, sin llegar a tales excesos, se habían puesto en camino, un poco a ciegas, para topárselo y manifestarle su admiración y su respeto o, bien al contrario, para reírse un poco a su costa, como de hecho habían hecho tantos. También en los corrales de comedias habían empezado a menudear las salidas de representantes vestidos en trazas del caballero y del escudero manchegos para amenizarlos entremeses, y bastaba que un comediante dejase asomar unas piernas escuálidas y un morrión sobre las tablas, para que, antes incluso de abrir la boca, la gente se desternillase de risa.

Y ocurrió también otra cosa. Al morir don Quijote, los más ingenuos pensaron que se cerraba su historia, de la misma manera que, aunque sea mala comparación, decimos: muerto el perro, se acabó la rabia. Los que sabían que la locura y las graciosas extravagancias de don Quijote eran la causa de que Cide Hamete BenengelL el cronista árabe a cuyos oídos llegaron, las pusiera por escrito, y de que Miguel de Cervantes las mandara traducir, los que sabían esto, es posible que pensaran que, muerto don Quijote, todo había concluido. Pero no fue así, porque las historias responden al conocido símil del cesto-de las cerezas, las cuales, cuando alguien quiere sacar una, se eslabonan, hasta arrastrar a todas las demás, no sólo de ese cesto, sino del mismo mundo de los cerezos, y de ese modo, tras la historia de don Quijote, estaba esperando la historia de Sancho Panza, y con la suya, la de Teresa Panza y la de sus dos hijos, Teresica y Sanchico, y la del cura don Pedro, y la de maese Nicolás, y la de Sansón Carrasco, y la de la sobrina y la del ama del hidalgo, y todas las historias de aquellos que en algún momento tuvieron que ver con el caballero, la historiador ejemplo, tanto o más increíble, tanto o más aventurera que la del propio don Quijote, de Gínés de Pasamonte, el canalla galeote a quien liberó aquél y que no estaba resignado a desaparecer de la vida de Cervantes, o la del noble bandido Roque Guinard, que agasajó al caballero manchego en su manida, o la de Cardenio, conocido como El Roto o enamorado, o la de la dulce Dorotea, que el azar llevó a las profundidades de Sierra Morena, o las de la hermosa Luscinda y don Fernando, o la del cautivo capitán Ruy Pérez de Biedma y la morisca Zoraida, o la de su hermano, don Juan de Biedma, oidor que iba proveído a la Audiencia de Méjico con doña Clara su hija, o la del morisco Ricote, vecino de Sancho, que dejó enterrados dos tesoros en el pueblo cuando lo expulsaron de España como a todos los de su nación y a quien el propio Sancho y su familia iban a estarle eternamente agradecidos, o la de aquellos duques estúpidos que acogieron a don Quijote y Sancho durante un par de semanas con el único propósito de proporcionarle a sus tediosas vidas un poco de entretenimiento, como suelen hacer a menudo los ricos sin novela con los pobres con ella, o la novela de don Álvaro de Tarfe, que creyó que don Quijote era quien no era, y que luego se enmendó sin que le dolieran prendas en cuanto lo vio, o la historia de la pobre Dulcinea… La dulce, la triste, la abandonada Dulcinea, que tanto llegó a odiar a don Quijote, la trágica y un poco cómica historia de Dulcinea…

De modo que la historia de don Quijote, el mismo día que murió, despertó, a cada cual más admirable, otras cien historias que estaban a su lado haciendo la guarda para ser contadas, y que de no haber sido por don Quijote habrían permanecido eternamente en su limbo.

Y ni siquiera la novela de don Quijote se abrochó al morir él. Tampoco supo, cuando murió, los innumerables problemas que su mala cabeza dejaba concernientes a la hacienda. «Feliz don Quijote que se ha muerto en la completa ignorancia», llegó a decir don Pedro, haciendo referencia a tanto desarreglo. Sin saberlo y sin quererlo murió arruinado y lleno de deudas y con acreedores y voraces logreros dispuestos a despedazar aquellos bienes muebles e inmuebles que fueron tic sus bisabuelos, de sus abuelos y de sus padres y que él creyó dejar limpios de paja y polvo, como se los dejaron a él, a su única sobrina, Antonia Quijano. Y así, ¿quien diría que la historia de Antonia Quijano era diferente de la de su tío y que podía empezarse sin que antes se contase, toda entera, la de su tío?

Pero no hay nada que llegue a mucho que no empiece por poco. He aquí, pues, los detalles exactos de lo que ocurrió ese día.

El día que murió don Quijote fue inusitadamente caluroso para ser octubre, acaso uno de los días más opresivos y pegajosos del año, como si se tratasen de unas secuelas del veranillo de san Martín.

¿A qué hora exactamente transió don Quijote de ésta a vida más favorable? Nadie puede asegurarlo. Ninguno de los que se hallaban presentes llevaba encima un reloj. No eran principes ni reyes para tener uno. Únicamente don Pedro, por aquella coincidencia del breviario, hubiese podido saber la hora exacta, pero tampoco deja de ser una suposición que a don Pedro le interesara tal pormenor.

«Para morir no hay hora buena», dijo Sancho Panza, un poco antes de que se supiera que don Quijote había muerto. Apenas acababa de opalescerse el cielo con las primeras luces. Las agonías suelen ser lentas. Como nadie de los presentes se tomó la molestia de responderle, añadió otro refrán: «Para todo hay maña, sino para la muerte». Quería decir que salía sobrando el dar coces contra el aguijón, y más cuando el aguijón era el de la muerte.

Quizá cuando Sancho Panza se acordó de este segundo refrán, su amo ya no estaba entre los vivos. No obstante, podría certificarse que la muerte de don Quijote tuvo lugar, como se ha apuntado, en el cuartel de tercia, la hora más risueña de esa mañana. Parecía harta de trinos y olores finísimos y campesinos, y pájaros y perfumes hacían coro a la tenebrosa sentencia de Sancho con otra bien diferente: «Para vivir, todas las horas son buenas», después de que durante unos segundos no se oyera nada, ni pájaros ni perros ni cabras. Como si el mundo se hubiese acabado. Y, cosa extrañísima, después de tales trinos y olores al rato, dejó otra vez de oírse nada y de perfumarse. Como si el mundo no existiera.

Pero a pesar de que don Quijote muriese esa mañana, la vida continuó para aquellos que con él la habían compartido.

CAPITULO CUARTO

Cuando murió, hacía algo más de un año que había hecho su primera salida a lomos de su rocín, el famoso y molido Rocinante. Esa vez salió solo. Todavía no había tomado a Sancho Panza a su servicio, porque no sabía aún lo necesario que era un escudero para la vida que pensaba llevar.

De no haberse marchado de casa se habría muerto de pena. Le consumía la melancolía. No se entiende bien esto, porque el pueblo que muchos creían pequeño era bastante grande, lleno de gente, con todos los oficios, ideal para un hidalgo que no tenía que trabajar y podía pararse hablando con unos y con otros, mientras los veía trabajar, con el herrero, con el carpintero, con el jubetero, hasta la hora del almuerzo. Luego la siesta, algo de lectura y a última hora, después de la cena, una tertulia con el cura, el barbero, otro hidalgo amigo suyo, en fin, Lis fuerzas vivas.