Aunque lo de los libros en el fondo le dio lo mismo, porque se los sabía al dedillo todos, y hubiera podido recitar de carrerilla, de la cruz a la firma, más de la mitad de los que tenía, sin equivocar una sola palabra, porque su memoria era tan portentosa como su locura.
A continuación buscó por el pueblo quien quisiera ir con él. Preguntó a unos y otros, y así fue como dio con Sancho Panza, que tenía unos cuarenta años, diez menos que él, y que vivía en la calle de Zurradores, cerca de la Alameda, en una de las casas pobres del barrio, a la salida ya del pueblo.
Todo lo flaco y cecial que era don Quijote, era Sancho craso y lucido. Tenía una figura extraña. Era largo de piernas, pero de brazos cortos, y con un abultado abdomen. Por las piernas se le hubiera tomado por alto, pero en todo lo demás parecía achaparrado, con aquella cabeza suya de una esférica perfección y pegada al tronco por un cuello ancho y corto. Su ojos, grandes, negros y abultados, le hacían la mirada triste, no obstante la fama de gracioso y reidor que se había granjeado. La fama era cierta, desde luego, pero si permanecía en silencio, su expresión era de tristeza, como la de algunos sabuesos.
Siempre vestía de la misma manera, porque sólo tenía un traje, sayo corto, camisa, calzones abiertos y alpargatas. Eran ropas viejas, con chafallos y soletas por todas partes, exhumaciones de otros andrajos. Se cansaba mucho al andar y se quedaba sin fuelle en cuanto hacía el menor esfuerzo. Le habría gustado ser barbero, todo el día hablando y sin mover las piernas. Para muchos Sancho era un gandul que no valía para nada, incluso sin gracia, pero fue empezar a trabajar para don Quijote y descubrió su grandísimo talento para la conversación, como uno de esos elementos de alquimista que sólo pueden probar y precipitar su verdadero valor en contacto con otro elemento extraño.
En un primer momento Sancho Panza no supo muy bien qué es lo que le estaba proponiendo su vecino el hidalgo, ni cuáles iban a ser sus cometidos ni su salario. Tras mucho perorar y extrema filatería, quedó concertado que el escudero se ocuparía de ensillar y desensillar a Rocinante y darle el pienso, y de ayudar a su amo a ponerse y quitarse ¡a armadura, lo mismo que a llevar la maleta con las mudas y el matalotaje. De los gajes no habló, pero sí de que don Quijote le haría gobernador de una ínsula en la primera ocasión que se terciara, porque era lo que les solía sobrevenir a los personajes que salían en las novelas que leía.
Sancho halló el trabajo, en principio, atractivo: decapitar dragones y ensartar endriagos, enamorar doncellas y administrar ínsulas. Por eso al escudero, con tales perspectivas, le pareció una niñería concretar salario.
Los que conocían a Sancho Panza, empezando por su mujer, no se explicaron cómo un hombre receloso como él; que ajustaba los tratos al cuartán, se dejó convencer de ese modo. Tampoco entendieron que Teresa Cascajo de Panza, una mujer fuerte y de muchísimo argumento, se lo hubiera consentido, y más de, uno llegó a la conclusión de que se había avenido con don Quijote porque, aunque no lo pareciera, estaba ya tan loco como su amo, y hubo quienes maliciaron otras causas, como que por entonces no estaba a bien con su mujer, cosa de todo punto falsa, porque diecisiete años de casado le ponían en ese particular por encima del bien y del mal, y se llevaba con su mujer, y su mujer con él, ni peor ni mejor que la inmensa mayoría de los que hayan apurado hasta ese punto los cálices del casamiento.
La realidad fue otra, sin embargo. Don Quijote le propuso la salida a Sancho en mitad del estío, cuando empezaban las labores del campo más duras. Todo el pueblo vivía volcado en la cosecha. Se segaba, se trillaba, se aventaba, se ahechaba, se llevaba el trigo a los alhorines o al molino, se dormía en las eras junto a las parvas para disuadir a los ladrones, se trabajaba de sol a sol en días ya de por sí de noches muy cortas, y se comía en los campos, al aire libre, aplastados por el calor, acosados por los mosquitos y desconcertados por la fanfarria de las chicharras. Sancho, de por sí algo poltrón, vio la posibilidad de orillar esas fatigas, y de apañarse con un amo que no le iba a mandar otra cosa que la de acompañarle y servirle de réplica, y le dijo: «De acuerdo, incluso sin jornal, sólo con la promesa de la ínsula esa famosa, me conviene; y si aquí o allá vamos despertando tesoros, mejor que mejor».
Así que salieron y anduvieron errantes menos de dos semanas, sin meta precisa y con ilusionismo vario.
En esos casi quince días les pasó de todo, bueno y malo, sucesos de gentes que entraban, que salían, que tan pronto se manifestaban sin historia como se desvanecían con ella. Entre lo bueno Sancho Panza encontró una maleta que parió más de cien escudos, y para lo malo hay que referirse a la mañana en que unos mozos guasones lo mantearon con malas artes. Ahí, según el escudero, don Quijote no estuvo ni a la altura de su nombre, ni detrás de su valeroso brazo, ni a la par de su mote, porque cobardeó y no lo socorrió, contra el parecer del propio don Quijote, que sostuvo haber hecho lo que había podido. Conocieron igualmente a otras muchas gentes, algunas muy granadas, pero también villanos y mujeres del partido, arrieros y clérigos, enamorados, cuerdos, locos, en fin, el vistoso surtido del mundo.
Las aventuras que tuvieron lugar durante esa breve salida fueron muy celebradas, principalmente la de los molinos de viento, la de los carneros y la de la bacía de barbero que don Quijote creyó yelmo, aunque acaso la que más alarmó a las gentes de aquellos lugares fue la de Ginés de Pasamonte, galeote de muy malas pulgas a quien liberó don Quijote junto a otros penados, contra el consejo de Sancho y de los alguaciles que los llevaban custodiados a galeras.
Estas gestas se propalaron en uno o dos meses por toda la comarca. Y en dos o tres meses más llegaron a conocimiento de un tal Cide Hamete Benengeli, un zapatero de Toledo, muy amante de los cuentos, que las trasladó al papel por pasar el rato él y hacérselo pasar a sus amigos.
Pero no todo en la vida viene bien trabado, y al zapatero se lo llevaron por delante unas fiebres furiosas que le atacaron la vejiga. Lo primero que hizo la viuda, una cristiana llamada Casilda Seisdedos, en cuanto lo enterraron, fue vender los libros y papeles de su mando.
Y aquí es donde entra en escena Miguel de Cervantes, vecino del pueblo de Esquivias.
Se encontraba éste mercando una pieza de seda para su mujer Catalina de Salazar en la tienda de un sedero del Alcaná, donde se situaba el mercadillo o rastro toledano, cuando llegó allí vendiendo unos cartapacios un muchacho. Era el hijo del zapatero.
Cervantes compraba aquella pieza de seda para su mujer porque quería enternecer los enfados que presumía iba a tener con ella. Se había pasado en Sevilla más de cuatro años sin haberse dejado ver por el pueblo, y ése era el día en que regresaba. Todo el mundo hablaba cosas. Les parecía muy extraño que aquel hombre que doblaba casi en edad a Catalina, se hubiese ido por ahí, sin llevaría consigo. Decían: eso no se hace con una recién casada, tan joven. Y la gente se puso, en general, y aunque no conocían la rebotica, de parte de Catalina, que era del pueblo, y no de Cervantes, que era el forastero. Venía a pedir unos avales sobre el patrimonio de su mujer, que le eran requeridos para poder seguir con su empleo de alcabalero o recaudador, y no sabía muy bien cómo hacerse perdonar las dos cosas, el haber tardado cuatro años en volver a casa y el tener que hacerlo únicamente porque necesitaba unos avales por valor de cuatro mil reales. Por eso se le ocurrió viniendo de Sevilla detenerse en Toledo, en casa del sedero, antes de llegar a Esquivias, y llevarle aquella pieza de seda. En ese momento fue cuando apareció el lujo del zapatero con los cartapacios.
Cervantes amaba más que ninguna cosa todo lo que tuviera que ver con papeles. Se detenía incluso en medio de la calle cuando se tropezaba uno caído, por no pasar sin leerlo, y quiso echarles un vistazo a los que traía el chico. Cuando advirtió que todos ellos estaban escritos en arábigo, salió y volvió con un morisco aljamiado que sabía leer tan angostos caracteres. Éste hojeó los papeles y leyendo aquí y allá algunos trozos, se topó con un pasaje donde se hablaba de Dulcinea del Toboso, Fue oír ese nombre y saltársele los pulsos a Cervantes con el hallazgo, porque se le alcanzó que ésa no podía ser otra que la historia de don Quijote, de la que habían llegado ya a sus oídos muchas, entretenidas y variadas anécdotas. Mandó entonces esperar al morisco y se llevó con disimulo al hijo del zapatero a un rincón, y puenteando al sedero, le compró todos aquellos papeles por medio real, encubriendo en el trato su excitación como un consumado zarracatín. Aunque le pagó al chico lo que el chico le pidió, ni un maravedí menos, no hubiera estado mal haberle dado un poco más, porque el chico qué sabía. Le costó más traducirlos que los papeles propiamente. Luego se llegó donde el trujimán y apalabró con él la traducción completa, sin faltar palabra, a cambio de dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y en poco más de un mes, aquél le devolvió los papeles vertidos a lengua romance. De su coleto añadió Cervantes algunos episodios más que él había oído referir y que Cide Hamete o no los conocía o no había querido ponerlos o no pudo, porque se murió antes, como por ejemplo el de la liberación de Ginés de Pasamonte; y debió ser que Cide Hamete conocía a ese matachín, y sabía cómo se las gastaba, y prefirió ni en broma incluirlo en la relación general, por si acaso llegaba a sus manos publicada aquella crónica, y le buscaba las vueltas. Cuando Cervantes tuvo listos y traducidos los papeles, los llevó a un impresor amigo suyo de Madrid. El impresor los leyó, y acordó quedárselos. Cervantes no tenia hacienda propia y además de necesitar los avales (que Catalina, por cierto, aconsejada por su hermano, un cura avariento, no firmó), había contraído unas pequeñas deudas, no todas de juego. No quiso satisfacerlas con la tantas veces tentada bolsa de su mujer, y pidió al impresor dos mil reales por el libro. Después de un breve regateo en un bodegón de puntapié de la Costanilla de los Desamparados, cerca del famoso Mentidero, habitual en las gentes de ese mundo, quedó fijada la suma en mil seiscientos reales. Como se ve el negocio que hizo Cervantes fue pingüe, porque lo que le costó medio real, dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, se centuplicó de tal modo.