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A partir de ese día las prensas del librero no reposaron ni de día ni de noche, y unos componiendo, otros corrigiéndolo, otros imprimiendo los diferentes pliegos, el libro quedó listo para los libreros y mercaderes en menos de un mes.

Uno de los ejemplares encontró incluso a don Quijote, cuando se reponía de su segunda salida.

Estaba a la sazón el hidalgo esperando que llegara el buen tiempo para volver a armarse. La vida de los caballeros se lleva mejor con buen tiempo que con malo, mejor en verano que en invierno, teniendo en cuenta que la mayor parte de los días han de dormir al raso y que la lluvia o la nieve deslucen cualquier alarde caballeresco. Aquel invierno se le hizo larguísimo, y no se le cocía el pan, como suele decirse. Ya no salió a cazar, porque después de haber conocido aventuras reales, lo de cazar conejos le parecía un ejercicio pueril, y sin libros, que era su único entretenimiento, no veía el modo de que amaneciese el día de la salida, que al fin llegó y lo hizo para los anales de esta historia con la inmarchitable fecha del cinco de junio del año del Señor de 1614, octava del Corpus.

Esta tercera salida, segunda de Sancho, duró mucho más que la anterior. Anduvieron caballero y escudero tres meses, día más o menos, y el destino les llevó hasta Barcelona, donde les aguardaban el fin de las aventuras, la derrota y, sin que nadie pudiera predecirlo, una herida mortal que llevaría a la tumba a don Quijote y el desconsuelo a parientes y amigos, por una muerte, que fue, para los amantes de los detalles exactos, como sigue.

CAPITULO QUINTO

El mechinal donde murió don Quijote no fue propiamente su aposento, sino otro de la parte baja al que le trasladaron para que no sufriera aquellos calores tan desusados. El cuartito se había llenado de moscas otoñales que zumbaban enloquecidas y pegajosas, sin resignarse a morir. Se le posaban en los labios entreabiertos, en los párpados, le recorrían el cuello, y en eso se veía que estaba bien muerto, porque lo sufría todo sin mover una pestaña. De todos modos no fue suficiente para el ama, que espiaba a su amo por el rabillo del ojo y esperaba quedarse a solas con él para verter, cuando nadie la viera, cera caliente en sus párpados y unas gotas de aceite hirviente por el oído.

La expresión que el hidalgo había tenido en vida, de combate interior, el cejo fruncido, el rictus melancólico de la boca, así como la mala color del rostro, un tanto olivácea, habían desaparecido, y su semblante sugería una inconmensurable paz, al fin alcanzada, de magnífica estatua de alabastro.

El ama Quiteria corrió a buscar un pañizuelo orlado de randas, más tenue que el humo, lo perfumó con unas gotas de algalia, y-cubrió con él el rostro de su amo, que quedó a resguardo de las moscas y no oculto, sino velado, proporcionándole aún mayor serenidad.

Se diría que todos sabían lo que tenían que hacer, y en un momento quedó armada una escena como si fuese la de un retablo.

A los diez minutos se presentó el médico. El de toda la vida, el que supuso que todo aquello estaba motivado en parte por comer lechuga, no el de ideas novedosas que había dicho lo del culantro verde. Era un hombre de unos setenta años, alto, de rostro cetrino y ojos pequeños, sagaces y algo erráticos. Traía ropa de levantar negra por donde asomaba el cuello no demasiado limpio de la valoncilla. Parecía llegar con prisa, anunciando sin duda que no se quedaría allí más que los minutos precisos. Al saludarlo todos le llamaban don Frutos.

A diferencia del aposento habitual en el que siempre había dormido don Quijote, y antes que él don Bernardo Quijano y justa de Arce, padres de don Quijote, y aun antes que éstos sus abuelos y tatarabuelos, a diferencia de aquél tan ancho y despejado, aquella improvisada enfermería era angosta y algo tenebrosa, y apenas cabían en ella tres personas, de modo que cuando llegó don Frutos, tuvieron que salir dos para que el galeno pudiera acercarse al lecho donde las formas del difunto sobresalían del fazoleto de randas. Ni siquiera le tomó el pulso. Se limitó a preguntar cómo y cuándo había ocurrido todo, y aunque no era propiamente un amigo de don Quijote, a pesar de conocerlo de toda la vida, parecía sincero queriendo averiguar esos pequeños e insignificantes detalles.

Era una persona seria, que detestaba las novelas y sólo leía tratados de medicina, sobre todo el Díoscórides y al doctor Laguna. Cuando don Quijote cayó enfermo después de volver de Barcelona, les dijo: «Déjenme morir en paz, no quiero ver ningún médico,y menos que a ninguno a don Frutos».

Entonces el ama hizo venir al joven, que se llamaba don Servando, que salió con aquello del culantro verde. El ama hizo en ese momento propósito de no volver a llamarlo en la vida, y ordenó que avisaran a don Frutos.

Para entonces don Quijote estaba ya tan mal que cuando vio aparecer a don Frutos no dijo nada, se dejó reconocer y ni siquiera se molestó en preguntarle qué tenía.

– ¿Cataléptico?

Don Frutos no era un hombre sutil, y tranquilizó al ama con irrevocables palabras, molesto de hablar con una ignorante:

– Créeme, Quiteria, éste no resucita hasta el día del Juicio.

Maese Nicolás, animado por la presencia de su rival, se decidió a cruzarle al muerto las manos sobre el pecho, subrayando de ese modo ya que no su jurisdicción sobre los enfermos del pueblo, sí al menos sobre las manos de su amigo.

Las manos de don Quijote no eran ya más que un montoncito de palos secos, largos y descarnados, con las uñas no demasiado coreas ni limpias, aunque manos desde luego delicadas y finas, de persona decente que jamás las había puesto en cosa que no fuese la espada, la escopeta o los libros. También en esas manos husmeaban las moscas, que Quiteria espantaba con una pluma de ganso, la misma con la que don Quijote había escrito tantos versos, la misma de la que se sirvió para poner su rúbrica a las disposiciones testamentarias que redactó el señor De Mal.

Parece que ésas fueron las últimas palabras del hidalgo: «No me dé vuesa merced su pluma, porque no me hallo con ella. Quiteria, vete a mi oficina y tráeme de allí la mía, acaso peor cortada pero hecha a mis silenciosas melarquías, y me conoce, y es mandible». Esta manera de hablar tan gótica y solemne que tenía cuando se volvió loco, fue la que hizo dudar a algunos momentáneamente de la veracidad de su cordura.