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Después, don Quijote no dijo nada, y estuvo dos días muriéndose. Así que Quiteria estaba secretamente conmovida de que el último nombre que pronunció don Quijote hubiera sido precisamente el suyo. Y se quedó la pluma como reliquia.

Terminó el médico de preguntar, el cura desmigó los latines de un responso en un susurro, y al acabar el responso, salió don Frutos y entró Sancho, que cayó de rodillas. Se hubiera dicho que aquella muerte le había aniquilado. Nadie tenía la menor noción de lo que ocurría en el alma de aquel ganapán, pues él, tan hablador, no despegaba los labios. A continuación salió el barbero y pasó el bachiller, y su corazón de poeta quedó impresionado por el espectáculo de la muerte, y no apartaba los ojos de quien hasta hacía unos días había entretenido sus prolongados ocios en aquel pueblo con algo que no habían sido rezos, sino libros y cosas de la fantasía, de las que el bachiller gozaba también como el que más.

Y si maese Nicolás sintió secretamente que quizá hubiera podido remediar aquella muerte, de haber sangrado al enfermo a tiempo, algo parecido sintió también el bachiller Sansón Carrasco en lo más íntimo, y se le encapotó el ánimo por haber vencido a don Quijote en la playa de Barcelona y haberle impuesto aquella cláusula tan rigurosa de recogerse en el pueblo durante un año, prohibiéndole las aventuras, que se había demostrado funesta. Se preguntaba: «¿Qué derecho tenemos a apartar a nadie de la vida que quiera llevar, si en ella es feliz, y no haciendo daño al prójimo? ¿A quién dañaba don Quijote? ¿No fue más feliz don Quijote en estos últimos meses de locura que en todos los años de su cordura? Quizá hiciera mal venciéndole…».

Su pesar, en cambio, no le impidió que allí, cuando todos parecían elevar al cielo una oración por el eterno descanso del alma de don Quijote, pronunciase el primer encomio fúnebre del caballero.

Los que cuchicheaban en la puerta, el barbero, el médico, el escribano, el ama y la sobrina, así como Cebadón el mozo, venido ya de sus recados, y algunos vecinos que se habían enterado de la muerte y habían pasado a soltar los pésames, guardaron silencio, y se dispusieron a oír a Sansón Carrasco, que tenía ya mucha fama en el pueblo de ser un hombre elocuente.

– Pobre don Quijote -dijo con la voz arrugada por la emoción, y abrochándose la sotanilla de chamelote-, te ha llegado la muerte en mala hora, si no es que la muerte nunca suele llegar en buena, como decía esta noche nuestro buen Sancho Panza. Cuando más prometía tu jornada, más sin piedad te han segado la vida, cuanto más larga la necesitábamos todos, más corta han dispuesto los cielos que fuese. Y si como don Quijote has dejado prueba de hazañas famosísimas, como mayoral bucólico tus vagidos de enamorado habrían preñado los aires y las nubes, aunque ninguna fama que dejaras como loco se comparará a la que dejas, entre nosotros, como Alonso Quijano el Bueno, que a bueno nadie se te igualó. Y te llamaste el Bueno, pero podríamos llamarte el Cuerdo, y a ello contribuimos tus amigos, que ahora, sin embargo, enloquecemos de dolor. Viéndote así, ruines las carnes y el cuero amarillo, los ojos abismados en las sombras del más allá y la nariz afilada y vidriosas las pupilas, con la barbas huecas y deshiladas sobre el pecho hundido, muerto y bien muerto, podríamos decir que te has consumido como un gorrión, tan dócil te mostraste para seguir tu estrella. Pero sabemos que fuiste hidalgo como un gavilán. No hay entre las aves ninguna de mayor hidalguía, y todos hemos visto cómo en las noches frías de invierno, a la puesta de sol, prende esta ave un pajarillo que se lleva consigo ala dormida, abrigándose con él el pecho, para soltarlo libre a la mañana siguiente, sin lesión ninguna, y como gerifalte mostraste gran corazón y ánimo, e igual que él te pegaste con cualquier ave, quiero decir, gigante, follón, encantador o endriago, por valiente y descomunal que te pareciera, aunque hubieras de morir en la disputa, y así tú nunca miraste, como el mismo gavilán, si con quien peleabas era más que tú en fuerza, en hacienda o en cuna, sino sólo si lo era menos en razón; y por ponerla en su justo punto, te ves así ahora, vencido por la mayor sinrazón de todas, que es la muerte. He dicho.

– Ay, ya lo creo -gimió Sancho comiéndose las lágrimas, desde el suelo-, que no hace todavía dos días se lo dije. No se me muera vuestra merced, señor mío, y tome mi consejo y viva muchos años, que con la salud todo se alcanza, y la mayor locura que puede hacer un hombre es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni le acaben otras manos que las de la melancolía. Y es esta maldita tristeza impertinente la que se lo ha llevado, y nos deja ahora a todos en este desamparo. No me hizo caso, y aquí está la prueba. Él, cuerdo, y nosotros locos. Él gozando ya la gloria, y nosotros aún purgando la vida.

CAPITULO SEXTO

La muerte de don Quijote no afectó, como es natural, a todos de la misma manera.

Para el ama Quiteria fue un verdadero cataclismo. Después de aquellas primeras lágrimas, mientras abrazó a Antonia, no se volvió a verla llorar en todo el día, y de ello podría sacarse una impresión equivocada.

Era una mujer reservada y adusta. Vestía mitad de ama y criada, mitad de dueña, con camisa, vasquiña y delantal, y, aunque no tenía los años para ello, llevaba las tocas negras de las dueñas desde que don Quijote se salió la primera vez al campo de sus quimeras. Acaso por hacerse respetar de los criados, a falta de amo.

Ese día, después de que el bachiller pronunciase aquel elogio y cuando todo el mundo se marchó a su casa, aprovechó un momento para correr a buscar una vela.

La encendió, esperó un rato que se calentara la cera, y vertió con sumo cuidado una gota en cada párpado de don Quijote. Luego aguardó a que la cera se enfriara y desprendió con la uña de su dedo meñique aquellas dos lágrimas, que podrían haber sido suyas, y las envolvió en el pañizuelo, lo plegó con cuidado y lo escondió en la manga de la camisa. El éxito de aquella comprobación le hizo desistir de probar con el aceite hirviendo. Agitando e! mandil con las dos manos, ahuyentó las moscas que había dentro, y cuando no quedaba ni una, salió del mechinal y cerró la puerta.

Envió a continuación a Antonia al convento de Las Claras a pedir un hábito, pues sabía que ése había sido el deseo de don Quijote, ser enterrado con las mismas sargas terciarias que su padre, su abuelo y todos los hombres de la familia, y ella se quedó en la cocina terminando aquellos gazpachos que se habían quedado a medio hacer.

Estuvo allí un rato, y mientras guisaba, lloraba, y aunque trataba de evitar que las lágrimas cayeran dentro de la sartén, no siempre lo conseguía, y chisporroteaban sobre el aceite. Cuando terminó, dejó Quiteria las sartenes, y regresó al mechinal, cerró por dentro para que no entraran las moscas y allí donde antes había vertido dos gotas de cera, depositó ella dos besos, y se sentó a los pies de don Quijote, en un extremo del camastro, porque dentro no había ninguna silla.

Ah, si la hubiera visto alguien dejando aquellos dos besos tan amorosos e inopinados en la cabeza de don Quijote. ¿Qué hubieran dicho de aquellas confianzas?

– ¿Cómo se ha dejado morir vuesa merced? Y ahora, ¿qué será de mi vida?

Y siguió haciéndole al muerto otras mil preguntas, todas a media voz, no porque pensara que iba a respondérselas, sino como si quisiera dormirle, igual que cuando se sigue contando un cuento a un niño que hace ya un buen rato se ha hundido en el insondable mundo de la almohada y los sueños.

Y con sus manos gordas y sonrosadas y ardientes acariciaba las de don Quijote, aquel montoncito de palitos secos y fríos, que parecía que fuese a desbaratarlos.

En el tiempo en que el ama permaneció en la habitación, marchaban uno al lado del otro el bachiller y Antonia, él a su casa y ella a Las Claras.

Hablaban los dos de lo que había sido don Quijote, pero eran palabras que salían un poco solas.

En la esquina de la calle Ancha y la del Azucaque, frente al convento, se despidieron.

«¿Qué me ha dicho Sansón?», se preguntó Antonia cuando se vio sola, en el torno, mientras llamaba. «¿Nunca se va a fijar en mí? ¿Es que no se ha dado cuenta de que me he puesto la camisa de lino nueva? ¿Es que no notó él cuando me dio el besamanos que me apreté contra su pecho con más fuerza de lo usado y que me quedé mirándole a los ojos? ¿Por qué no me sostiene nunca la mirada, por qué cuando le miro se azora de ese modo? No le gustaré.»