Lloraba Quiteria y lloraba don Pedro, demasiado viejo para no quedar impresionado por aquellos giros caprichos de la Fortuna.
– Nada de lloros, fuera murrias, aire, aire, que nada que suba mucho ha de empezarse por poco. Saca, Quiteria, el mejor vino y brindemos por el hijo que espero.
Se oyeron en ese momento los golpes desaforados de la aldaba y las voces de quien parecía estar desangrándose, a tenor de los rugidos.
– Corre a abrir -ordenó el ama a Matías-, que no ganamos para sustos.
Apareció en la puerta Cebadón. Venía borracho, con la camisa sucia y rota. Se fue hacia él el ama como una loba, al tiempo que buscó Antonia el flanco de Sansón.
– Vete de esta casa, Cebadón -le ordenó Quiteria-. Como te acerques a Antonia aquí, delante de don Pedro y de todos, te mato.
Y acabar de decir esto y echar mano de una hoz que estaba colgada en la pared, fue todo uno.
Puso el grito en el cielo, exigiendo paz, el cura, se puso Sancho junto al ama, por si había que defenderla, se alarmó Antonia y preguntó Sansón:
– ¿Qué es todo esto? ¿Quién te da derecho a venir a esta casa dando voces?
– ¿Quién? -respondió Cebadón, al que costaba mantener la mirada en un punto fijo-. Ésta era mi casa, y ya me acerqué una vez a Antonia, y no pareció que le importara.
Y en un rápido movimiento, sacó de debajo de la camisa uno de esos cuchillos de degollar marranos.
– Antonia -y esta vez trató Cebadón de que sus ojos no se movieran de los de la muchacha-, antes muerta que de otro.
Y se lanzó con el cuchillo por delante, con el avieso propósito de hundirlo en el pecho de la joven.
Quisieron la suerte y el vino que había bebido, que Cebadón tropezara con unos arreos, y cayera al suelo, momento en que el bachiller y Sancho aprovecharon para desarmarlo y echarlo a la calle, con la amenaza de llamar a los de la Santa Hermandad.
Quedó la reunión después de esa entrada rota como una tinaja, y con difícil compostura.
Espantó Antonia de su frente la sombra funesta del mozo, y miraba de hito en hito a su esposo. Estaba pálida. Su estado le había sembrado por el semblante, hermoseándole, algunas pecas graciosas. Se le secaron los labios y se le humedecieron los ojos, como aquel día en que trajo Sansón Carrasco de vuelta a casa al ama Quiteria.
Como nadie parecía allí querer hablar de lo que acababa de suceder, salió el ama diciendo que iba a buscar aquel vino.
– Yo te acompaño -saltó Antonia, como quien se abraza a un clavo ardiendo.
Cuando se encontraron a solas, rompió Antonia en tan alarmantes sollozos que tuvo Quiteria que sosegarla sacudiéndola los hombros.
– Calla, niña.;Es que quieres que te oiga llorar el bachiller?
– Ay, Quiteria, ¿y cómo voy a tener engañado a un hombre tan bueno? ¿No te parece un crimen embarcarnos sin decirle nada?
– Mejor que mejor. Allí nadie se preguntará quién era o quién no Cebadón, ni sabrán nada del loco de tu tío, ni nada de las miserias de este pueblo. Vamos allí no a nuevo mundo, sino a nueva vida, que es lo que todos soñamos con poder hacer algún día.
– No quiero ir, Quiteria, que presiento que nos habremos de ahogar en la travesía. Si al menos tú quisieras venir con nosotros…
– ¿Yo? ¿Y a mí qué se me ha perdido allá? Ánimo chiquilla, que esos temores tuyos son como los del parto, todas los tienen, todas los pasan y, pasados, todas los olvidan. Allá llegaréis sanos y salvos, y sí alguna vez quieres decirle a tu esposo la verdad del hijo que esperas, allá tú, pero mira que sea más tarde que pronto y piensa antes a quién vas a hacer mejor revelando ese secreto.
– A mi conciencia, que reposaría tranquila. Yo le diré, él entenderá, él sabrá perdonarme.
– Hazlo, y acaso lo único que quedase tranquilo en tu vida a partir de entonces, fuese tu conciencia. Y ahora, vámonos, que estarán esperando el vino. Seca esas lágrimas y pon buena cara. Y no olvides que ese hijo antes que de nadie, es tuyo, y para ser feliz al niño tanto le dará ser de uno o de otro padre.
Pusieron las mujeres los jarros en la mesa, bebieron y festejaron los amigos de Antonia y de su tío. y no consintió Sansón que se vertiera una lágrima más ni que nadie hablara del pasado. Ni del presente. Ni del futuro, porque después de saber que Sansón y Antonia no esperarían ni un solo día en aquel pueblo, ninguno se atrevía a preguntar ni a pedir que reconsiderasen tal decisión.
Esa noche, la primera que pasaban a solas Sansón y Antonia, ésta le dijo.
– Sansón, tienes que saber algo.
– No, Antonia. Lo que tuviera que saber, dime, ¿te hará más feliz a ti? ¿Me hará más feliz a mí? ¿No podremos los dos vivir sin saberlo?
Negaba Antonia con la cabeza, sin atreverse a despegar los labios.
– ¿No? Pues déjalo. Y duerme, que mañana será otra vida.
AI día siguiente no había amanecido y se iban a salir al camino Sansón y Antonia, cuando el ama Quiteria salió a decirles:
– Antonia, donde tú vayas, voy yo. No he dormido en toda la noche. Aquí ya no me queda nada. Lo único que me queda de mi señor Quijano eres tú, y ni tú ni nadie me lo va a quitar. Me da miedo el mar, y me acongojo pensando que he de cruzarlo, pero más temo a la soledad y lo que se me avecinaría si quedo aquí.
Se arrojó la muchacha en los brazos del ama y si no fuera porque Sansón les escardó los lloros, aún estarían en el zaguán abrazadas las dos, consolándose de su suerte.
Llevaba el bachiller una muía, única propiedad que su padre consintió que sacase el mozo, la mejor de su cuadra, y sólo por que el mozo se alejara con ella todo lo más veloz que pudiera de aquel pueblo, y ensillaron a Rocinante para Antonia, y una de las borricas para el ama.
Iban las mujeres con el ánimo encogido en esa hora triste de su destierro, y trataba de animarlas con discretos cuentos Sansón Carrasco, cuando vieron a lo lejos que picando su borrico les salía al paso, de entre unas casejas que había allí en el alfoz del pueblo, lo que sólo era sombra. Llegó a donde estaban y más por la voz que por lo que se veía en la que era todavía noche cerrada, supieron que se trataba de Sancho.
– No se apuren, señoras. Sabe bien mi señor Sansón Carrasco que aquí se queda mi mujer y mis hijos bien provistos con dineros nuevos y ricoteros, y si el caudal se seca y quieren encontrarme, ya sabrán cómo hacerlo y yo les mandaré recado con la flota. Y ahora me salgo al mundo, como hace un año me salí con don Quijote. No iba entonces tan contento como voy ahora, porque por lo menos sé que no me zurrarán ni cocearán ni me brumarán más las costillas. Cuando serví a don Quijote me di cuenta de que no hacen falta muchas cosas para salir adelante, y que lo mucho, cuando se va ligero y libre, estorba, y lo poco, satisface y contenta. Traigo algunos dineros conmigo para pagar mí pasaje y el libro que el señor Cuesta me dio hace dos días. Un poco de empanada para el camino y algo de vino. Y mi rucio, que puede hacerme ganar al día veintiséis maravedíes, y con ello la mitad de mi despensa. Con eso tengo de sobra. Y sólo pido que allá donde vamos baste nuestro nombre, ya famoso, para que aquellos que quieran avasallar doncellas, robar a pobres, azotar a niños, importunar a viejos, someter a viudas y hacer cualquier tuerto, sepan que sin estar en la jurisdicción de la locura, defenderemos la fuerza de la razón, y cuando ésta no baste, emplearemos la razón de la fuerza, que en causas tan palmarias, no hay peligro de errar ni por qué dar más explicaciones ¿Puedo entonces, señor bachiller, llamaros amo?
Se hubiera dicho incluso que Sancho Panza, con aquella decisión, había repuesto de golpe, de la noche al día, las tres arrobas que se habían llevado por delante las angosturas que le sitiaron el corazón al morir don Quijote, que con las libras de carne ganada parecía que había cobrado las ganas de hablar.
Y la cháchara de Sancho fue quitando la murria a las mujeres y soltando la lengua de Sansón Carrasco, que cada legua dejada atrás era otra menos que les quedaba para llegar a Nueva España, donde él había oído decir que ataban a los perros, o poco menos, con longaniza. Y así, con el ánimo abierto de par en par, y por acortar tan largo camino, empezó a cantar una copla muy antigua, que él hizo alegre, aunque era bien triste, sin dejar de mirar a Antonia ni sonreír: