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– ¿Y anoche?

Anoche no habíamos salido con vida más que Pedro, Mohammed y yo.

– No lo sé, Pedro. No sé por qué nos atacaron los israelíes… -Lo cierto era que lo suponía y Pedro iba a tardar dos segundos en imaginarlo.

– ¡Yo sí lo sé! -dijo, agitándose repentinamente-. Han decidido acabar con nosotros porque hemos dejado de ser una fuente interesante de información. -Me miró durante un largo rato. Luego se volvió hacia Mohammed y dijo-: Recoge las cuatro cosas más urgentes, móntate en el Land Rover con Chris y Dennis y vete hacia el este, pasado el Lawrence's Well. Como diez quilómetros más allá hay un pozo. ¿Lo recuerdas? -Mohammed afirmó con la cabeza -. Espérame allí. -Me miró nuevamente-. Este pajarito tiene mucho que cantar todavía. Vamos a visitar al señor Staines.

Se acercó a nosotros y, con sorprendente dulzura, extendió la mano izquierda a Marta. En la derecha aún llevaba el machete. Marta me apretó la cara con las dos manos y me besó la frente. Se levantó. En ese momento comprendí que pensaba intentar matar a Pedro. Hice un gesto desesperadamente negativo con la cabeza. Sonrió.

– No me olvides, portorriqueño -dijo Pedro y, con un rapidísimo movimiento, levantó el machete.

En la milésima de segundo, antes de que cayera, tuve el reflejo de encoger las piernas. El gesto me salvó el pie. Aunque Pedro en el último instante corrigió la dirección del corte, el machete sólo alcanzó tres dedos de mi pie derecho. Lo último que recuerdo, antes de perder el conocimiento, fue ver a Marta cayendo al suelo desmayada.

No sé cuánto tiempo estuve sin conocimiento. Cuando lo recobré, Dennis me estaba haciendo una cura. Siempre ha sido muy hábil con las manos. Es, además, un excelente médico. En lo que a mí concierne, el mejor. Meses después, me explicó que me había tenido que cauterizar la herida con una brasa.

En ese momento, Mohammed entró en la tienda.

– Vámonos, mujerzuela -le dijo a Dennis.

Éste, sin pronunciar palabra, metió la mano en su botiquín y extrajo de él una enorme pistola. Se volvió hacia Mohammed y le apuntó. El disparo sonó como un cañonazo y vi a Mohammed literalmente volando hacia atrás; tenía un tremendo boquete en el pecho y, en el rostro, una expresión de sorpresa y terror. Teniendo en cuenta cómo maltrataba a Dennis, no me sorprendió que éste le matara.

Se volvió hacia mí. Por la cara le rodaban dos enormes lágrimas y, en ese instante, comprendí lo que debe ser estar enamorado y sentirse envilecido al mismo tiempo. Cuando vio que le estaba mirando, alargó la mano y, dejando la pistola en el suelo, rebuscó en su gran botiquín. Extrajo una jeringuilla y una ampolla de morfina. Rellenó la jeringuilla con el líquido y, sin más miramiento, me pinchó en el muslo.

Hacía un calor espantoso.

CAPITULO III

– Nina -dije, mientras ella rearreglaba por enésima vez los papeles que había sacado de los cajones de su escritorio-. ¿Qué sabes tú que yo no sepa?

Levantó las cejas con aire de absoluta inocencia.

– ¿Yo?

– Sí, tú. ¿Por qué te da tan mala espina todo esto?

– Francamente, Chris -dijo, abriendo las manos -, no tengo ni idea. No lo sé. De este asunto, sé tanto como tú. Lo único que me pasa es que me escama ver a nuestros amados jefes tan nerviosos, tan… qué sé yo… tensos. ¡Bah! -añadió, encogiéndose de hombros-da igual. Tú piensa en tus computadores y en la alta política. -Las circunvoluciones mentales de Nina Mahler son extraordinarias: con total ligereza, había acabado averiguando todo lo que se pudiera saber sobre la operación, aparentando absoluta inocencia. La conozco demasiado bien y a mí ya no me engaña-. Vete a darte la sauna, cena con nuestros nobles proceres y mañana hablamos.

– ¿Mañana, sábado? Ni hablar, Nina. Si de algo me ha valido obtener mi independencia ha sido para no trabajar los fines de semana, órdenes de mi médico.

– ¿Qué tal está Dennis?

– Bien, bien. Trabaja mucho. Pero no los fines de semana. Los bloody marys de Dennis se han hecho justamente famosos. Nada como un tratamiento de vodka para el catarro. -Me bajé de la mesa y cogí mi bastón-. Hasta el lunes, preciosa.

– Cuidado con los lobos del bosque.

Cerré cuidadosamente la puerta. Eran las doce menos tres minutos del viernes 12 de febrero de 1982. Lo digo, porque, si cualquiera puede acordarse de un horizonte tan cercano aunque generalmente olvide los detalles minuciosos del minuto a minuto, yo, por el contrario, recuerdo aquel día hasta en sus más mínimos incidentes. Y no es que pasara nada especial; es que se iniciaba el tremendo lío en que ha acabado todo esto y mi cerebro parece haber querido grabármelo en la memoria para que yo no olvide las tonterías que es capaz de hacer un hombre hecho y derecho.

Salí del edificio de Pennsylvania Avenue y, nada más pisar la acera, tuve que arrebujarme en mi abrigo. Hacía un frío espantoso. Me ardía la garganta y tenía la nariz completamente bloqueada. A Washington, en invierno, se le pone una capa de hielo encima de las aceras y no la pierde hasta bien entrado el mes de abril. Las avenidas anchas y cubiertas de árboles se visten de un gris sucio y plomizo y a la ciudad le invade un aire provinciano. Los grandes edificios de alrededor de la Casa Blanca, que ya son feos de por sí, se vuelven lúgubres, casi amenazantes, con sus columnas negruzcas y sus ventanas sucias. Tan acogedores como el castillo del conde Drácula. Hasta Georgetown, con sus calles umbrosas bordeadas de mil casitas llenas de armonía, pierde su estilo próspero y toma un aire tristón y mortecino. Me encanta Washington, pero también es verdad que Washington podría estimular mi cariño siendo un poco más acogedor.

Tomé un taxi hasta el Club de Prensa. Por fuera, ahora, está recubierto de andamios y lonas y, por dentro, en los pasillos y vestíbulos hay cascotes por doquier y el polvo lo invade todo. La junta directiva ha decidido remozar el edificio y lo está dejando hecho una pena. Tomé el ascensor y bajé al sótano. La gran virtud del Club de Prensa está en su sótano: hay allí un excelente gimnasio, unas canchas de squash y una sauna, que es el remedio prescrito por Nina Mahler para los catarros.

– Hola, Smitty -dije.

– ¡Señor Rodríguez! Pero, ¿cómo dice que le va?

Soy grande, pero Smitty me saca casi un palmo de estatura. Cada bíceps suyo es como un muslo mío y sus manos son el terror de los que pacientemente tenemos que aguantar sus masajes. Smitty es un negrazo gigantesco; pudo llegar a ser campeón de los pesos pesados pero se quedó corto porque su entrenador amañó un combate y le dejó en la estacada. Pobre Smitty. Todavía no comprende bien lo que pasó.

– Tiene usted la nariz como un tomate. Me parece, en verdad lo digo, que está usted acatarrado, sí, señor, y en esos casos, no hay nada como la receta de papá Smitty: una sauna y un buen masaje, sí, señor. -Y se frotaba las manos, pensando, seguro, en la paliza que me iba a dar. -Vamos allá -dije.

Me desnudé. Sobre el asiento había un ejemplar del New York Times del día y lo cogí al pasar. Lo cierto es que hago lo que sea, hasta leer el periódico en la sauna, con tal de no estar un rato solo, pensando en mis cosas. No me gusta pensar en mis cosas, porque se me amontonan recuerdos de Marta, dudas de moral, irritaciones contra la vida en general e insatisfacción con mis baremos éticos.

Entré en la sauna, me senté y me puse a hojear el Times. Los artículos de periódico me aburren porque estereotipan la noticia y la desnudan de su contenido emocional. En cambio, lo que de verdad tiene validez en la labor informativa es la foto. Sólo la fotografía refleja la tragedia de una situación, el humor de un momento, la emoción de un semblante. Por ejemplo, todo el espanto de la guerra del Vietnam quedó grabado, mejor que en un millón de palabras, en la imagen de una niña vietnamita que lloraba mientras corría por un camino y se le caía la piel a tiras por las salpicaduras del napalm; detrás de ella había un soldado norteamericano con su metralleta en la mano y lo verdaderamente importante de la foto: el horror reflejado en su cara. Una foto impresionante que dio la vuelta al mundo y que se llevó el Pulitzer de aquel año. Aún se me revuelve el estómago.