En la página 15 del New York Times, en el último hueco de la izquierda, aparecía una pequeña noticia intitulada "PR Cop Gets Medal" ("Un policía portorriqueño es condecorado"), que decía más o menos así:
"Esta mañana, el teniente de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York, Patrick Rodríguez, será condecorado con la medalla de oro de Nueva York por el alcalde Lenn. Rodríguez, un hispano que llegó a la ciudad hace veinte años, entró en la Policía hace dieciséis.
"El martes pasado, el teniente entró solo en una sucursal del New York Savings Bank de la Tercera Avenida, en la que tres pistoleros tenían como rehenes a los empleados del banco y a una veintena de clientes. Es una acción que ha sido calificada de «milagrosa» por el Comisionado de Policía, Rodríguez consiguió desarmar a dos de los pistoleros y matar al tercero.
"¿Comentario del teniente Rodríguez? «Es mi ciudad y estamos aquí para defenderla.»"
Típico de Patrick. Decir una tontería así en los momentos solemnes. Más típico aún: no contárselo al único hermano que tiene en el mundo. Qué le vamos a hacer. Los Rodríguez de San Juán somos así.
Mi madre le puso Patrick para que pareciera más americano. Fue el único de toda la familia que salió con la piel algo blanca.
Con todos los músculos del cuerpo doliéndome después de los amorosos cuidados de Smitty y con una pasajera sensación de mejoría en la nariz, subí a la cafetería del Club de Prensa a comer alguna cosa. Si hay algo seguro en esta vida es que la cafetería del Club de Prensa de Washington nunca obtendrá una estrella culinaria de la Guía Michelin. Me comí media hamburguesa, dejé intactas las patatas fritas y tomé un sorbo de café. Preferí ni mirar las arandelas de cebolla frita. Jurándome, como siempre, que no volvería a comer allí, tomé un taxi y regresé a casa.
– ¿Cuándo te vas a Suiza? -me preguntó Dennis, sin levantar la vista del libro que estaba leyendo. Dennis siempre leía en la cocina. No sé aún si no entraba casi nunca en el salón por no invadir mi aura privada o porque le parecía que había un desorden dantesco.
– ¿Ya estás aquí?
– Tenía poco trabajo, había terminado las rondas y decidí tomarme el fin de semana desde el viernes al mediodía. ¿Cuándo te vas a Suiza?
– Nunca, creo. ¿Qué es una Copa del Mundo de esquí para un fotógrafo deportivo?
– Te ha vuelto a cazar el bienamado Gardner, ¿eh? -Levantó la cabeza y me miró con sorna.
Apreté los labios.
– Cosas de la vida, Dennis, cosas de la vida. -Le expliqué lo que querían de mí Gardner y su gente.
Dio un silbido, igual que Nina había hecho. Ni qué decir tiene que Dennis y Nina Mahler se odiaban a muerte.
– ¿Cordón sanitario dices que se llama? Tampax, más bien. No es que vayas a proteger la santidad de la información, vida; le vas a poner un tampón higiénico. No dejes de tirar de la cadena después.
Di un gruñido. Luego, descolgué el teléfono y llamé a Nueva York.
– ¡Sí! -Un ladrido entrecortado y seco y, al fondo, gritos de niños, puertas que son abiertas y cerradas violentamente, una radio emitiendo estridentes sones latinos.
– ¡Tina! -grité para hacerme oír.
– ¿Quieren bajarme ese radio? ¡Aj, qué niños!
Tina, mi cuñada, es una portorriqueña de rasgos finos y ojos negros, de belleza cálida y voz dulce, cuando no tiene que hacerse oír por encima del jaleo usual de su casa. Cuatro niños alborotadores acaban con la paciencia de cualquiera. Creo que me enamoré de ella antes que mi hermano, viéndola bailar la salsa en un club de la calle 58. Es de esas mujeres que rodean al hombre al que quieren de tal cantidad de calor y hogar, de tal sexualidad, que hay que suspender el juicio y dejarse ir. Demasiado para mí. Además, no me hizo ningún caso: con un instinto absolutamente infalible, fue a por mi hermano. A mí siempre me ha considerado un bohemio medio loco, sin asiento ni estabilidad en la vida.
– ¿Quiénes?
– ¡Tina! Soy yo, Christopher.
– ¡Chris! Pero, ¡Dios mío!, ¿de dónde sales? ¡Qué alegría! ¿Será posible que la oveja descarriada dé señales de vida? -Y rió -. ¿Dónde estás?
Confieso que me encanta su risa.
– En Washington. Y enfadadísimo con vosotros. Me entero por casualidad de que a Patrick le han condecorado hoy y a mí no me decís nada.
– Bueno… -una nota de culpabilidad -, ya sabes cómo es Patrick. Todas estas cosas le parecen tonterías y no le ha dado mayor importancia… Aunque, la verdad, estaba guapísimo y muy orgulloso.
Tina es admirable en muchos sentidos, pero tal vez su mayor virtud sea la de la paciencia resignada. Lleva diez años casada con mi hermano y todas las noches, todas las noches, espera pacientemente la llamada de teléfono que le ha de decir que a Patrick le ha pasado algo. Todavía cuando era un simple policía de uniforme que patrullaba las calles de Manhattan, las probabilidades de que tal cosa ocurriera eran remotas. Pero desde que mi hermano está en la sección de homicidios y se pasea de paisano por los sitios más peligrosos de Nueva York, el estado de ánimo de Tina debe ser de constante angustia. Que yo sepa, sin embargo, nunca se ha quejado.
– Bueno, bueno, bueno. Pero esto hay que celebrarlo. ¿Qué hacéis mañana?
– Nada… -rió nuevamente-. Celebrarlo.
– Bueno, pues prepárame una olla de arroz con pollo y plátanos fritos, que llego en el puente aéreo de las diez.
– ¡Pero qué alegría! Ya verás cuando se entere Patrick. Te esperamos aquí en casa.
– ¿Cómo está mi ahijada?
– Mira, Chris, para qué nos vamos a engañar: tan mala, traviesa y loca como su padrino… y tan guapa.
Solté una carcajada, colgué el teléfono y estornudé aparatosamente.
El resto de la tarde lo pasé entrando y saliendo de mi cuarto oscuro, ordenando las cámaras y los carretes que había sacado para mi viaje a los deportes de invierno. Más tarde, hice unas cuantas llamadas de teléfono para explicar a mis agentes por qué no iba a Suiza. Lo cierto es que, como saben que me muevo mal en la nieve a causa de mi pie, a ninguno le sorprendió demasiado mi reticencia. Es una excusa estupenda.
A las ocho en punto de la noche, impecablemente vestido de smoking, una prenda que odio cordialmente, llamé al timbre de la puerta de la casa de Meryl Hathaway en el barrio de Chevvy Chase.
Creo que hay momentos muy definidos de mi vida…que responden exclusivamente a un sentimiento de reivindicción. Las cenas de Meryl Hathaway, por ejemplo. Supongo que lo hago por mi madre, en recuerdo del bohío del que he salido y para demostrarme a mí mismo lo importante que ha llegado a ser socialmente un pobre portorriqueño que ha triunfado en la vida. Me temo que ese esnobismo momentáneo es uno de los peores rasgos de mi maltrecha personalidad. Y pago caro por ello, porque me aburro como un mono.
Los salones de Meryl Hathaway, la célebre viuda del millonario bostoniano, son en Washington lo que fueron, supongo, en el París del xviii los grandes cenáculos literarios de las mujeres galantes: lugar de reunión de la alta sociedad y de los intelectuales, de artistas y políticos. Nadie que sea invitado a cenar se atreve a no aceptar, y a mí me invitan de vez en cuando porque luzca el enfant terrible de la capital de los Estados Unidos. Cualquier parecido entre un enfant terrible y yo es pura casualidad. Lo único que me pasa es que digo lo que pienso y me resisto cuando puedo a vestir como los demás. Alguna vez, además, me topo con algún personaje que es útil para mi trabajo. No el de fotógrafo, claro, sino el otro.