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El hecho es que ahora sé que, probablemente, debería haberme quedado en la cama. Nada, siquiera, permitía sospechar la concatenación de acontecimientos que se iniciaba al asomarme por la ventana, un acto tan sencillo y automático tendría algo que ver con la operación misma. Y es que, abriendo los cristales de par en par ("un día, la manía de la higiene te ya a llevar a la tumba, vida"), me acatarré instantáneamente. Esas cosas no pasan más que en Washington. Si no me hubiera acatarrado, no me habría dado una sauna, en la sauna no habría leído el periódico, y no habría acabado en Nueva Cork ese fin de Semana. Soy un fatalista. También soy un simple mortaclass="underline" una premonición hubiera evitado la tragedia. Pero las cosas siempre ocurren demasiado deprisa y se reacciona un segundo o dos después, y no antes, del hecho que las desencadena.

Ni siquiera me dolía el pie más que de costumbre. Cerré la ventana deprisa y ya sentía detrás del paladar el irritante carraspeo que me suele anunciar un catarro monstruoso. Eran las siete y media de la mañana. Las jornadas de doce horas que empiezan a las nueve deberían ser suprimidas. Y más para mí, que ni siquiera las necesito.

De abajo llegaba el sonido de la radio desgranando las noticias, todas ellas, supuse, malas. Me puse la bata y bajé la escalera. Por las mañanas, descansado y fresco, siempre cojeo menos y casi ni se me nota.

Olía a café. Dennis hace el café a la italiana, con cafetera exprés. En casa se toma café y no el aguachirle que beben mis compatriotas. Entré en la cocina. Sobre la mesa había un gran vaso lleno de zumo de naranja recién exprimido. Vivir con un homosexual tiene sus inconvenientes, pero también muchísimas ventajas.

– Dennis, no creo estar preparado para contemplar un pijama malva en una mañana de invierno.

– Chris, vida, mientras yo te prepare el desayuno por las mañanas, te vas a tener que aguantar el mal gusto.

Dennis me miró por encima de las gafas, resopló, me guiñó un ojo y metió un trozo de pan en la tostadora. Es un hombre menudo, rubio, con aire delicado y pulcro. Por las mañanas aparece con el pelo revuelto y un mechón en punta que le destapa la calva. Supongo que, cuando se levanta, está tan dormido que nunca se acuerda de peinarse. Es lo único que se me ocurre para explicar el mechón revuelto, si se tiene en cuenta lo vanidoso y meticuloso que es.

En la cara, algo infantil e ingenua, destacan los enormes y saltones ojos azules que miran al mundo con aire de total inocencia y con permanente sorpresa. La existencia de Dennis no ha sido precisamente un camino de rosas. Pero es el hombre más valiente que conozco: me salvó la vida, y eso, para mí, considerando las condiciones en que lo hizo, es valentía suficiente.

A veces me inquietaba, pero él vivía su vida y yo la mía. Confieso que cuando, en alguna ocasión, por la noche entraba en mi habitación y se sentaba a charlar en el borde de mi cama, no podía evitar un cierto desasosiego. Luego respiraba hondo y se me pasaba. Como si no pudiera darle un sofionazo a un hombre que quisiera insinuárseme. Pero no dejaba de despertar en mí una cierta irracional inquietud.

– Te dejo que mires el periódico, anda.

El Washington Post estaba encima de la mesa de la cocina, la única habitación de mi casa que es absolutamente fría e impersonal. Como un quirófano. Manías mías. Desde pequeño en Puerto Rico, tengo la obsesión de la pulcritud en la comida. Comí tantas porquerías, tuve de niño tantas diarreas, que me juré un día, lo recuerdo bien, que, si podía, cocinaría con guantes desinfectados alimentos congelados comprados en un supermercado aséptico. Luego las cosas cambian y acaba uno descubriendo que no todo es verdura podrida en el mundo. Viviendo solo, aprendí a guisar las cuatro cosas que me gustan. Pero la cocina quedó como una patena: con baldosín blanco, muebles impolutos, todo en absoluto orden. Son manías mías.

Con el zumo de naranja en la mano izquierda, cogí el periódico y, echándole un vistazo, me fui hacia el salón.

Mi cuarto de estar es la antítesis de la cocina. En realidad, es casi el único sitio que me queda en donde me siento a gusto. Muchos muebles no tiene, pero los pocos que hay son cómodos. Casi hogareños. Los sofás tapizados de chinz verde musgo son sofás de verdad, para tumbarse. No hay un solo mueble que esté donde está por razones estéticas: las mesas son para poner libros, ceniceros, vasos; las lámparas no son fantasías de diseñador, sino instrumentos para iluminar; la biblioteca, atiborrada de libros, está precisamente para ponerle libros, y la chimenea tira y da lumbre. Lo que ocurre es que, cuando los ingleses se ponen a hacer muebles cómodos, además los hacen bonitos.

Mi única extravagancia está colgada de las paredes. Mis cuadros, comprados a precios superiores a lo que es sensato y con la autosugestión de que hacía una inversión para el futuro, supremo argumento de los que buscamos una excusa para enmascarar el gasto, lo cubren todo. Hay una pared entera con cuatro explosiones de luz y color, la geometría armoniosa de las Cuatro estaciones de Sempere. En la columna que separa el ventanal en dos, una atormentada marina de Houthuesen. Sobre la chimenea, uno de los primeros esbozos del Guernica de Picasso, comprado a un precio que aún me duele a un pequeño marchante de París que me juró haberlo adquirido a su vez por medios legítimos. Y, claro, como se había apresurado a darme una explicación que yo no le había pedido, no me la creí ni por un momento. Mi tesoro está encima de un caballete al lado de la biblioteca: un Renoir diminuto, el retrato de una mujer provinciana cogiendo flores en el campo. Sólo en la pared en la que está la puerta, está mi fotografía de Zubriggen dándose el tortazo en el descenso de Cortina; mi primer trabajo cuando tuve que dejar de hacer reportajes bélicos. Debajo cuelga, enmarcada, mi última portada guerrera en el Time: un tanque israelí estallando en el Sinaí.

Miré distraídamente los titulares del periódico.

– ¡Dennis! ¿Está el café? -grité.

Justo detrás de mí, contestó en voz muy baja:

– El maestro está servido. Alabado sea Alá. Una mañana normal.

Hubiera hecho mejor quedándome en la cama.

Cuando llegué al edificio de la Pennsylvania Avenue a las nueve menos tres minutos, ya estaba lleno de gente que se movía de un lado para otro, supongo que intentando dar, en un viernes por la mañana, la impresión de actividad extremada. Pasé los complicados trámites de seguridad, tomé el ascensor y subí al noveno piso.

El noveno, por contraste, estaba calmo y silencioso. Apenas se oía el repicar de alguna máquina de escribir, un télex, un teléfono llamando. El pasillo estaba vacío, a excepción de los dos guardias de seguridad.

Estornudé. "Buenos días", dije, y entregué mi tarjeta de identificación al que estaba sentado detrás de una mesita. Al hacerlo, me entró por primera vez aquella mañana un sentimiento de aprensión que me agarrotó el estómago. No hice demasiado caso: el estómago se me agarrotaba cada vez que subía al noveno piso.

Pero, inmediatamente después, comprobé que no era yo el único con problemas premonitorios. Las vibraciones negativas habían asaltado simultáneamente el poderoso olfato de Nina Mahler, que siempre era la primera en husmear las malas noticias. Revoloteaba en su cubículo como un ratón enjaulado. Cuando asomé la cabeza, arreglaba y rearreglaba papeles inútiles y expedientes que seguridad le había subido muy temprano. Tenía una manera muy especial de escudriñar documentos: se los colocaba a la altura de la cara, un poco ladeados hacia la izquierda, y los sujetaba firmemente con ambas manos. Los dedos, cortos y rollizos, cargados de sortijas de cobre y hierro que le manchaban la piel de negro y orín, asomaban por las esquinas superiores del papel, y las muñecas, con tres hoyuelos repartidos caprichosamente, se blanqueaban a parches, mitad por el esfuerzo de la incómoda postura, mitad por el efecto de la mala circulación que produce la obesidad. Las uñas que asomaban por encima del papel estaban roídas y sucias.