Выбрать главу

A Nina Mahler le solía temblar la doble papada cuando concentraba intensamente su atención. Y, detrás de la cara abotargada y ansiosamente inquisitiva, brillaba un cerebro privilegiado, cuyos procesos eran tanto más rápidos cuanto más mortecina se hacía la expresión de sus ojos. Sus ojos, bellos, románticos y tristes, atestiguaban un esplendor pasado, hoy sumergido en hamburguesas, patatas, pan y salsas. Nina, en realidad, hubiera cambiado con gusto su inteligencia por un físico más agraciado y por un corazón menos sentimental. Estoy seguro de que hubiera pagado dinero por tener un poco de la belleza tonta y moralmente venal de Jean, su espléndida secretaria.

Nina Mahler se enamoraba regularmente del agente al que controlaba en ese momento. El término, con éxito o no, de cada operación se saldaba, en el caso de Nina, por mor de sentimientos no correspondidos, con una depresión negra, pronto transformada sin embargo en amor maternal. Tenía, después de tantos años, una pléyade de hijos espirituales. "Nina, Nina -le había dicho una vez-, tu vida transcurre entre el complejo de Edipo y el arco de Cupido." Una de mis frases menos afortunadas.

– ¡Chris, amor! -exclamó al verme asomar la cabeza. Se apartó el papel que tenía delante de la cara e hizo una mueca de disgusto-. Y además vienes tú. Esto confirma mis peores sospechas. Sonreí.

– ¿Por qué?

– Algo pasa, amor. Todos nuestros ilustrados jefes se pasean como almas en pena, con la cara solemne de los graves momentos. Guardan silencio, miran por encima de las gafas y mueven las manos significativamente.

– Miran por encima de las gafas, ¿eh? Eso es malo.

– ¿Cómo malo? -Dejó el documento sobre la mesa y empezó a incorporarse lenta y trabajosamente. Resopló-. Malísimo. Y además de mirar por encima de las gafas, fruncen el ceño. -Cuando Nina se ponía de pie, su estrecho cubículo se empequeñecía aún más. Su enorme mole parecía ocupar varios metros cúbicos.

Sacudí la cabeza. Nina me miró y añadió:

– Cuando Christopher Rodríguez, el portorriqueño testimonial, es llamado al sancta sanctórum del espionaje imperialista, hay lío seguro. ¿Sabes lo que es?

– Ni idea, Nina. Me llamó John anoche.

Arrastrando los pies de costado, Nina salió de detrás de su mesa. Sin dejar de mirarme, recogió los papeles que había esparcido y los metió en un cajón que cerró con llave. Nina siempre llevaba colgado de la cintura un llavero con una gran chapa en que rezaba: "aquí están las puñeteras llaves". Era absurdo porque nunca se le olvidaba nada ni se le perdía cosa alguna.

– Anda, vamos -dijo.

Se humedeció el pulgar de la mano derecha y se frotó una mancha de orín en el meñique izquierdo.

Salimos al pasillo. Cerró cuidadosamente la puerta y nos pusimos a andar lentamente hacia la derecha, hacia la sala de reuniones que estaba al fondo, detrás de una puerta doble. Llegamos a ella y Nina la abrió. Como siempre, me sorprendió la inmensidad de la habitación. Los dos gigantescos ventanales haciendo esquina, en un rincón el enorme ficus, y la gran mesa en el centro. Hay una moqueta color tabaco que se carga de estática. Siempre me llevo unos calambres tremendos. Todos hemos aprendido a dar un golpe con los nudillos en la pared antes de tocar nada.

Cerré la puerta mientras Nina se dirigía hacia uno de los sillones giratorios que había alrededor de la mesa. Se sentó pesadamente.

Estornudé.

– ¿Qué te pasa, amor? ¿Te has acatarrado?

– Me he acatarrado.

John Lawrence, el jefe de sección, entró en ese momento en la sala. Y en vez de sonreír, como siempre, frotándose las manos con aire amable y exclamando "¡hola, hola, hola a todos!", nos miró por encima de las gafas, se sentó a la mesa con aire preocupado y no pronunció palabra. Miré a Nina; se encogió de hombros.

– John, amor, qué callado te veo. Serás portador de malas noticias… y además, te traes a la alegría de la huerta -dijo, señalándome con el pulgar-. John, John, algo te traes entre manos.

– Tenemos, en efecto, un pequeño problema que tal vez valga la pena desentrañar. Yo diría que es una cuestión potencialmente embarazosa. -Extendió las manos, impecablemente pulcras y cuidadas -. Pero no debes tener cuidado, Nina; no es cosa que deba alterar tu ritmo vital…

– Vamos, que no me meta en lo que nadie me manda, ¿eh?

– Precisamente.

Nina sonrió y, como por arte de magia, extrajo unos papeles de dentro de su chaqueta de lana, se los llevó a la cara y se puso a escudriñarlos intensamente. Nunca he entendido cómo hace estos trucos. Evidentemente, los utiliza para desconcertar.

Hubo un largo silencio. Saqué un paquete de cigarrillos, escogí uno, me lo puse en la boca y lo encendí. El primero del día. No estaba mal este último esfuerzo mío por reducir mi consumo de tabaco.

– Estás acatarrado -dijo Nina sin levantar la vista -. No te conviene nada.

Y chasqueó la lengua, encantada de haber dicho su maldad de cada día.

Se abrió la puerta y entró David Gardner, un hombre corpulento, de actitudes positivas y gesto preciso. Era el director del centro.

– Sé de buena fuente, amor, que duerme con la pajarita puesta y que lleva las gafas atornilladas a la nariz -me dijo Nina una vez-. Por eso le cuesta más trabajo que a nadie mirar por encima de ellas en los momentos de tensión histórica.

Gardner no era santo de su devoción.

– Buenos días, señores; John, Christopher -dijo. Ignoraba sistemáticamente a las mujeres que hubiera en cualquier lugar de trabajo. Por lo que a él se refería, Nina Mahler era una máquina de producir datos y de discurrir. Inmediatamente, ésta se apartó los papeles de la cara y se puso a hablar, mientras Gardner se sentaba a la cabecera de la mesa, enarcando las cejas y enfrascándose en la lectura de unos documentos que traía consigo.

– John -dijo Nina -, a mí estas reuniones me fastidian mucho: nunca se sabe en qué acaban. Qué quieres que te diga. No me gusta.

– Nina, me gustaría que prestara un poco de atención a lo que nos traemos entre manos -exclamó John con impaciencia.

– ¿Y qué nos traemos entre manos, amor?

– Nina -murmuré.

– Sí, bueno. OK, OK, OK… me callo. Pero nadie me pregunta por qué todo esto me huele a chamusquina. Luego se arma la que se arma -dijo en voz baja.

Cuánta razón tenía. Gardner, totalmente abstraído, levantó los ojos con aire de no haber oído nada.

– Bueno, señores, vamos al grano -dijo, mirando imperiosamente a través de sus gafas de gruesa montura de concha-. Nuestros primos de enfrente…

No pude evitar una sonrisa. Cuando se refería a la CÍA, a Gardner le asaltaba el melodrama Bogart y les llamaba nuestros primos de enfrente.

– … tienen un problema y nos piden que les ayudemos a resolverlo. Me he tomado la libertad de convocar a Christopher porque pienso que, como siempre en estos casos, es la persona más idónea para ayudarnos.

Nadie le creía cuando decía estas cosas; todos sabemos que no pensaba que fuera la persona más idónea para nada. Le parecía demasiado anárquico e indisciplinado. Pero tenía que acudir a mí, creo, porque se lo ordenaba el propio presidente, desde que le hice un pequeño favor que agradeció bastante. Gardner no me tenía ninguna simpatía, no. No es sólo que nuestros caracteres fueran radicalmente distintos, que nuestras respectivas maneras de entender la vida difirieran profundamente. Según él, probablemente, yo era un bohemio, que era lo peor que se podía ser. Pero además, en los años en que llevaba trabajando para él, había habido muchas ocasiones en las que habíamos estado en violento desacuerdo sobre una cuestión u otra. La verdad es que, como era el jefe y las discusiones las acababa ganando él, el resentido debiera haber sido yo. Así es la vida.