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Era un hombre terriblemente eficaz en su trabajo. Por consiguiente, era neurótico, egocéntrico, pomposo y carecía totalmente de sentido del humor. No le gustaba nada ser sorprendido en un renuncio. Y yo no sólo le sorprendí en un renuncio, sino que le salvé de una situación muy embarazosa. No me lo perdonó nunca.

Dirigía la más secreta de las agencias secretas de los Estados Unidos. Una institución, además, que es particularmente feroz en sus métodos de investigación y resolución de los problemas, y que ha pisado muchos callos en su larga y fructífera historia. David Gardner era, probablemente, el ciudadano mejor protegido de los Estados Unidos después del presidente. Su montaje de seguridad era discreto, eficaz, rápido y absolutamente implacable. Tengo motivos para saberlo.

Una protección así tiene graves inconvenientes para la esfera privada del ciudadano. Especialmente cuando el protegido es el propio ciudadano y su carne es débil. Algún defecto tenía que tener Gardner.

Aunque no conozco bien la historia, porque sólo intervine en ella al final del episodio, por lo que deduzco, Gardner decidió un buen día, hace algún tiempo, dar rienda suelta a la debilidad de su carne. Por métodos de seducción que desconozco, se hizo con los entusiastas servicios amorosos de una dama. Su problema fundamental debió ser la discreción con que tenía que desarrollarse su interludio sentimental. No hay más que conocer a su mujer para comprender que, con ella, las consecuencias del descubrimiento de una infidelidad matrimonial hubieran podido ser, cuando menos, violentas. Imagino que debió consultar su dilema con algún amigo íntimo y que le pidió la llave de su apartamento. Evidentemente, su amigo no podía dejarle el piso, por lo que debió ofrecerle pedírselo a un tercero, al que, supongo, convenció.

Armado con su llave y las más aviesas intenciones eróticas, Gardner citó a la dama en cuestión en el apartamento. A las dos y media de la tarde salió de su despacho y, protegido por su numeroso retén de guardaespaldas, se dirigió hacia el lugar de la cita. La dama le esperaba en la puerta de la calle. Momento agudamente embarazoso, que los guardaespaldas resolvieron examinándose atentamente los zapatos e incrementando el nivel de su vigilancia de la esquina y de la casa de enfrente.

Los amantes subieron entonces al apartamento, ante la mirada impávida del portero. La primera sorpresa se la debió llevar Gardner al comprobar que, sobre una mesa del salón, presidía firmemente los acontecimientos una fotografía, sacada por mi hermano, de Marta y de mí el día en que nos casamos. Sospecho que mi moralidad no es todo lo estricta que sería de desear y que la culpa de todo el embrollo fue mía por permitir que se utilizara mi apartamento como lugar de esparcimiento amoroso. Qué le vamos a hacer: nadie es perfecto en la vida.

Para entonces, la concupiscencia de Gardner había, evidentemente, sobrepasado los límites de lo razonable y decidió seguir adelante con su aventura. A juzgar por cómo me dejaron la cama, debió ser una sesión bastante apasionada. Con su maravillosa risa colgada de los ojos, Marta no me lo perdonó nunca.

Lo cierto es que no consideré necesario explicarle a nuestro común amigo, el intermediario de la llave, que llevábamos meses pidiendo al portero que mandara arreglar el bidé del cuarto de baño: nadie que abriera la llave del agua sabría cómo cerrarla; una lata, pero había que conocer el truco. La dama de la aventura evidentemente decidió utilizar el bidé con vigor y mucha agua. No necesito imaginar la escena, después de que la señorita en cuestión decidiera volver a la cama y abandonarse lánguidamente en los amorosos brazos de Gardner. Me pregunto si éste se había quitado las gafas. El agua siguió manando, inundó el cuarto de baño, empapó los pantalones de Gardner, abandonados en el suelo en un momento de aguda impaciencia, y empezó a correr por el dormitorio.

Aunque ya era bastante tarde, yo seguía en la oficina, terminando de recoger unos expedientes. Sonó el teléfono de mi mesa. Lo descolgué y dije:

– Rodríguez. ¿Quién habla? -Al principio no se oyó más que una sucesión de suspiros asmáticos y de ruidos entrecortados-. Si ésta es una llamada obscena, pienso colgar y avisar a la policía. Venga, ¿quién habla?

– Christopher…

Apenas un murmullo ronco y rasposo. Mi interlocutor carraspeó.

– ¿Quiénes?

– Oiga, Rodríguez…

– Si no habla usted más alto, no le puedo oír. Carraspeó.

– Oiga, Rodríguez -un poco más alto-. ¿Sabe usted quién soy?

– ¿Señor Gardner?

– Sí, claro.

Un toque de impaciencia. Genio y figura hasta la sepultura. -Señor Gardner.

– Esta historia le va a parecer mentira… pero… este… yo… ejem… me temo que estoy en su piso.

– ¿En mi piso? -Me acababa de enterar de para quién había sido hecho el préstamo de la llave. Pero no lo pude resistir-: Y, ¿qué hace usted en mi piso, señor Gardner?

– Mire usted, Christopher… -Más impaciencia-. Le necesito aquí con urgencia.

– Señor Gardner, señor Gardner, me da la impresión de que tiene usted problemas con mi bidé. -En esta frase puse toda la frustración de años de aguantarle. Hice mal. Lo pagué durante tiempo-. Ahora mismo voy.

No les hubiera visto si no hubiera reconocido a Markoff.

Paseaba por la acera de enfrente, leyendo un periódico, en el momento en que yo llegaba al portal de mi casa. Entré sin detenerme. Si Markoff rondaba por allí, el resto de su equipo de asesinos no debía andar muy lejos; son tan buenos profesionales que los guardaespaldas de Gardner ni los habían detectado aún. Con su aspecto de americano medio, Markoff no puede evitar dar a sus operaciones un cierto aire de exhibicionismo personal. Es como Hitchcock: si no aparece en escena, cree que ha dejado incompleto el plano.

La KGB le tenía jurada venganza a Gardner por una jugada que les había hecho muchos años antes y que les había costado toda su red de espionaje en el Midwest americano. En aquella ocasión, hubo más sangre de la necesaria. Gardner se excedió en su ferocidad; incumplió las reglas del juego. Desde entonces, pesaba sobre su cabeza un contrato abierto.

En el mundo esotérico del espionaje, se opera sobre la base de lo que es estrictamente necesario: nadie sabe más de lo que es indispensable; el principio del ojo por ojo, diente por diente se aplica con absoluta justicia retributiva, y las operaciones de limpieza afectan exclusivamente a quienes debe afectar y a nadie más. Sólo de vez en cuando alguien pierde los nervios y la medida de las cosas se disparata. Hay más escándalo del necesario, más muertes de lo indispensable; diplomáticos, aparentemente inocentes, son expulsados de los respectivos países, y todo el asunto acaba trascendiendo a la prensa. Suele haber en esos momentos un instante de histeria en equilibrio muy precario que el más mínimo incidente rompe, con consecuencias generalmente sangrientas. En la operación del Midwest americano, Gardner perdió por una vez los nervios. Recuerdo, como si fuera ahora, una llamada de teléfono a mi habitación de hotel.

– ¿Señor Rodríguez? ¿Podemos hablar un momento en el bar?

– ¿Cuchillos o whisky? -contesté.

– Whisky, naturalmente. Somos gente respetable.

Markoff me esperaba en un rincón apartado del bar del hotel.

A pesar de la media luz, la palidez de su rostro era perfectamente distinguible.

– Todo esto ha llegado muy lejos -dijo con evidente cansancio.

Su cara, generalmente risueña, estaba seria. En la mano derecha llevaba un pañuelo con el que, de vez en cuando, se secaba el sudor de la frente. Cogió el vaso de whisky con la izquierda; al llevarlo a los labios, le tembló imperceptiblemente. Mala señal.

– La organización desmontada era suya, no nuestra, amigo mío.

– Son las reglas del juego, señor Rodríguez… las reglas del juego -repitió con cierto énfasis -. Esta carnicería no era necesaria. Usted, que es persona sensata, me entiende bien. Lo lamento -añadió, meneando la cabeza de derecha a izquierda -. Su señor Gardner pagará por esto.