Nina dio un largo silbido. -Caray.
John Lawrence hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– No se les escapa a ustedes la gravedad de lo que estoy diciendo.
– A lo mejor digo una tontería -dije, mirando a Nina-, pero un computador como el de la CÍA debe estar más protegido que la fórmula de la Coca-Cola. -Me saqué un pañuelo del bolsillo y me soné ruidosamente.
Gardner esperó a que hubiera terminado de sonarme, mirándome con impaciencia.
– Está muy protegido, sí. Las barreras de seguridad son enormes. Pero, por muchas medidas que se tomen, siempre queda el elemento humano. Aunque nunca una sola persona tiene todos los datos de seguridad, no cabe descartar la existencia de uno o más topos… espías al servicio de otras potencias…
– Pero, ¿sabemos que haya ocurrido? -preguntó Nina.
– Eso es lo malo -dijo John Lawrence, mirando a Gardner-. Que no estamos seguros…
– Nuestros primos de enfrente, ¿eh?, nuestros primos de enfrente piensan que es posible. Christopher, quiero que investigue ese asunto…
– ¡Pero si no sé nada de informática!
– No va a investigar cómo se ha hecho, si es que se ha hecho, Rodríguez. Lo que nos interesa es quién y para qué. Y qué -añadió -. El cómo es puramente académico y ya se ocuparán los técnicos de inventar nuevas salvaguardas.
– El cómo no es académico, director… Vamos, creo yo.
– Me da igual lo que usted crea, Rodríguez.
Y, como por arte de magia, ya estábamos nuevamente intercambiándonos lindezas. Nina me volvió a dar una patada por debajo de la mesa. Guardé silencio.
– Esta noche va usted a cenar a casa de Meryl Hathaway. El director de la CÍA me encarga que le diga que allí tendremos ocasión de hablar de este asunto con él.
Sin añadir palabra, Gardner recogió su reloj y sus papeles, se levantó de la mesa y salió de la habitación.
Hubo un momento de silencio. Luego, dije:
– Con este hombre siempre tengo la impresión de que me hace vigilar hasta en la cama. No puedo ir a cenar en paz a ningún sitio.
– Humm -dijo Nina -. Le encanta dar la impresión de que está al tanto de todo. Es lo más pomposo que he visto en mi vida. Y, además, no tiene ni idea de informática.
John Lawrence la miró, enarcando las cejas. Nina sonrió.
Me levanté. Hice una mueca de dolor. Cuando estoy sentado durante mucho tiempo, al levantarme se me ha dormido invariablemente el pie y luego me duele. Es un latigazo repentino.
Nina me miró con cierta preocupación maternal y se llevó el pulgar derecho a la boca.
Me di la vuelta y me apoyé en la mesa.
– Vamos a ver si por lo menos yo me entero de algo, Nina. Un ordenador es un aparato que, debidamente instruido por el hombre, hace operaciones a mucha mayor velocidad que cualquier ser humano, tiene una memoria monstruosa metida en unas cintas y cuando le pides un dato, te lo da.
– Correcto.
– Por eso se le llama un cerebro electrónico. Nina Mahler asintió.
– Sí, señor.
– Y, además, los ordenadores de la última generación -añadí con la satisfacción de conocer el nombre que se les da-son capaces de pensar…
– No, amor. La capacidad de pensamiento y de decisión presupone capacidad de reflexión ética, instinto, emociones… sentimientos, vamos. Y eso no lo tienen los ordenadores. Los ordenadores no hacen más que reproducir a gran velocidad los datos que tienen archivados en sus memorias y no son capaces de superar las instrucciones que se les han dado. Para pensar por su cuenta, tendrían que tomar decisiones independientes a partir de las instrucciones. Y eso no puede ocurrir.
– Vaya -dije, y me rasqué la barbilla. Me senté nuevamente en uno de los sillones y saqué un cigarrillo.
– No fumes más, anda -me dijo Nina.
No hice ni caso y encendí el cigarrillo. La primera bocanada me entró en los pulmones como un volcán y me provocó un ataque de tos. Nina levantó los ojos al cielo. Estornudé ruidosamente.
– Pareces una caja de ruidos, Chris.
– Vamos a… -carraspeé.-Vamos a ver…
– Lo que quieres saber es por qué un ordenador puede darte la opción que debes seguir en un momento determinado.
– Exacto.
– Eso no es pensar, mi vida. Eso es un cálculo de probabilidades. Y tú eres quien ha introducido los datos para que el cerebro sopese las probabilidades. En otras palabras, si al cerebro le has dicho que, para tomarte un plato de sopa, puedes utilizar una cuchara, un tenedor o un cuchillo o puedes sorber, al mismo tiempo le has indicado cuáles son las ventajas y desventajas, en determinadas condiciones, de utilizar uno u otro procedimiento, dependiendo de lo caliente que está la sopa, de lo líquida que es, de la prisa que tienes o de la cantidad que, en cada momento, te quieres llevar a la boca. Si le preguntas su opinión, te dirá lo que, considerando las circunstancias, es más eficaz para el consumo óptimo de la sopa.
– ¡Qué horror!
– Así es la vida. Pero las máquinas, son máquinas. Más o menos sofisticadas, pero con limitaciones. Es nuestra única esperanza como seres humanos. Imagínate lo que sería si un montón de chatarra, que no siente ni frío ni calor, pudiera objetivamente empezar a tomar decisiones más allá de nuestra voluntad, aplicando la lógica más pura. Acabaríamos teniendo un mundo sin subnormales, sin tontos cariñosos, sin frío, sin moscas, sin locura. ¿Te imaginas? La locura sería inmediatamente eliminada. Dios nos libre…
– Estoy seguro de que la filosofía es buena consejera -dijo John Lawrence desde el otro lado de la mesa. Nina le miró como si le viera por primera vez -. Pero creo que os estáis apartando del problema.
– John, John. ¿Cómo quieres que le explique a este portorriqueño tercermundista los matices de la técnica, si no se entera primero de lo que es la vida?
– Déjate de historias, Nina, y sigue.
– Como decía el bueno de Gardner, el ordenador de nuestros primos de enfrente es más bien un monstruoso archivo. Lo tiene absolutamente todo dentro. Evidentemente, la mayor parte de los datos es secreta. Una porción importante, muy secreta. Y un porcentaje pequeño, tan reservado que, probablemente, no tienen acceso a él más que el presidente, el director de la CÍA y me imagino que Gardner.