Estaba escrito que no cenaríamos esa noche ni que yo me iba a dar un baño. Sonó el teléfono. Pat alargó el brazo y descolgó el auricular. Escuchó durante un momento sin hablar, mirándome fijamente, y, finalmente, colgó.
– Vamos -dijo.
– ¿La Abuela opera por transmisión de pensamiento o qué?
– No, la Abuela me llama cada vez que entra Nick Lattimer en el dúplex de Aspiner… Le dije que esperaríamos a que volvieras tú.
– Pues vamonos.
– ¿Llevas la pistola?
– En mi bolsa de viaje está.
Tardamos quince minutos en llegar al rascacielos de la calle 51. Aparcamos el coche de Pat en la esquina de la Primera Avenida y nos acercamos andando hasta donde estaba una camioneta azul, detenida en frente de la puerta de entrada del edificio. La camioneta no tenía más ventanillas que las del asiento del conductor; el resto estaba herméticamente cerrado a las miradas de curiosos. Pat dio tres golpes en la portezuela trasera e, inmediatamente, ésta se abrió.
En el interior, a la luz difusa de una bombilla azul, podía distinguirse una repisa metálica que ocupaba todo un costado de la camioneta. Sobre ella había un considerable número de aparatos electrónicos, monitores e, incluso, un pequeño receptor de televisión.
La Abuela estaba sentado sobre un taburete y tenía puestos unos auriculares. Se apartó un poco el que cubría su oreja derecha para poder oírnos.
– Abuela -dije, inclinando un poco la cabeza.
– ¡Pero hombre, si está el fotógrafo! ¿Dónde te metes? Te hemos estado esperando. -Se volvió hacia Pat-. ¿Podemos empezar el espectáculo?
– Vamos, Abuela.
Se quitó los auriculares, recogió su maletín del suelo y dijo:
– Vamos.
Pat me tocó en el brazo.
– Un momento, Chris. Toma esto. Te va a hacer falta. -Y me entregó una media de seda de las que se ponen los atracadores para taparse la cara.
Levanté las cejas.
– ¿La pistola?-Asentí.
Pat empujó la puerta y saltó a la acera.
– ¿Cuánta gente está con él allá arriba?
– Los dos guardaespaldas de siempre, jefe.
– Muy bien. ¿Quién está en la portería?
– El viejo MacDougall.
Pat miró a derecha e izquierda, antes de decidirse a cruzar la calle. Unos metros más allá, una farola iluminaba un montón de nieve, detrás del que, quieta y rígida, podía distinguirse la silueta de un hombre. Los tres nos quedamos inmóviles mirándole. Apreté la mano sobre la empuñadura de mi bastón. Hay veces en que se pone uno verdaderamente histérico. El hombre se movió.
– Larry -dije-. ¿No podrías intentar hacer apariciones menos dramáticas?
Staines se acercó, andando despacio.
– Se está mejor en Costa Rica -dijo, con voz tranquila-. Este tiempo es una mierda.
– Nunca dejas de sorprenderme.
– Larry -dijo mi hermano -, éste es la Abuela.
– Qué hay. -Se cambió el palillo de lado-. ¿Ibais a ir de fiesta sin mí? Y yo, ¿cuándo me voy a poder divertir?
Cruzamos la calle. Unos metros más allá de la entrada principal del rascacielos hay un pequeño pasadizo que conduce a la parte trasera de la casa, sobre la que se abre una salida de incendios. Es una vieja puerta metálica, de las que sólo pueden abrirse desde dentro, empujando una barra que las atraviesan de derecha a izquierda. En una de sus visitas anteriores, Pat había colocado una cuña de cartón debajo de uno de los goznes, con lo que la puerta había quedado ligeramente entornada. Era evidente que aquel pasadizo no era utilizado nunca.
De su maletín, la Abuela sacó un destornillador y, haciendo palanca, abrió la puerta. Entramos los cuatro y mi hermano se llevó el dedo índice a los labios. Con la otra mano, señaló la escalera. Empezamos a subir; un piso más arriba, había una puerta de doble hoja: la salida al vestíbulo principal.
Seguimos subiendo.
Veintiún pisos son muchos pisos. Tardamos casi media hora en subirlos, parando de vez en cuando para recuperar el aliento. La Abuela jadeaba; entre todos le ayudamos a subir su maletín. Pesaba como un ataúd.
Al llegar arriba, nos detuvimos detrás de la puerta que daba al descansillo. Pat, siempre precavido, llevaba una media de seda de más. Se la entregó a Staines. Todos nos tapamos las cabezas. La cara me empezó a sudar inmediatamente.
Nos apiñamos detrás de mi hermano. Levantó su revólver y nos miró. Asintió con la cabeza y empujó suavemente la puerta. Miró por la rendija e hizo un gesto negativo. Abrió la puerta del todo y salimos al descansillo. La puerta del dúplex estaba cerrada. Pat se acercó a ella y apretó el timbre. Apartándose un poco, levantó una pierna y esperó.
A los pocos segundos, se oyó que giraba el picaporte. Sin esperar a más, Pat pegó una patada en la puerta y ésta se abrió violentamente. A medio camino, rebotó contra algo que había detrás de ella. Se oyó una exclamación de dolor. Pat se abalanzó por la abertura y sin detenerse corrió hacia el salón, con la Abuela y yo pisándole los talones. Miré hacia atrás; Staines apuntaba con su pistola al guardaespaldas que estaba caído en el suelo. Tenía sangre en la cara.
En el salón, Pat, agachado y con la pistola sujeta con las dos manos, apuntaba al segundo guardaespaldas, que había levantado los brazos y estaba quieto junto a la ventana.
La Abuela y yo seguimos, sin detenernos, hacia la biblioteca. La chimenea estaba corrida perpendicularmente al resto de la habitación. La chimenea había ocultado un pequeño pasaje de paredes metálicas. Entramos por él. Detrás del pasadizo, había una enorme sala, llena de consolas y armarios metálicos. Cada armario tenía una ventana, detrás de la cual podían verse cintas girando en tambores de colores grises y azules. En medio de la sala, una gran mesa en forma de media luna sostenía una pantalla y varios teclados. Sentado ante ella y mirándonos con cara de sorpresa estaba Nick Lattimer, el célebre banquero. Debíamos estar guapos. Lattimer se había quitado la chaqueta y estaba en mangas de camisa, una impecable camisa de seda color crema.
– Señor Lattimer -dije. Mi voz sonaba como si estuviera hablando a través de un pañuelo-. Levántese, por favor. -Lo hizo-. Apártese un poco de la mesa. Gracias. -Sin dejar de apuntarle, me volví hacia la Abuela -. ¿Quieres mirar eso un poco?
La Abuela se acercó a la mesa. La gran pantalla estaba encendida y, en ella, aparecían unas líneas escritas en color verde fosforescente.
– Aquí hay lo que yo llamaría una clave -dijo, señalando con el dedo a un pequeño marco de latón atornillado a la mesa. Un tarjetón había sido introducido en él-. ¿Qué quieres que haga?
Lattimer, completamente aterrado, se había colocado detrás de la mesa. Su cara ofrecía un aspecto pálido y le temblaban las manos.
– Quisiera que apagaras el computador para que volvamos a empezar desde cero.
– ¿Para qué?
– Ahora te lo explicaré.
La Abuela pulsó rápidamente una serie de teclas. La pantalla se apagó.
– Ya está -dijo-. ¿Y ahora?
– Enciéndela.
– Ya está.
– Bueno. Esa clave que tienes ahí es la de nuestro hombre de Washington. Es la que esta gente usa, la que les facilitó quienquiera que sea, ¿no?
– Desde luego. -Lanzó una exclamación de sorpresa y se sentó en la silla.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
Levantó una mano y me hizo señas de que me callara. Durante un buen rato, estuvo manipulando el teclado y, finalmente, levantó la cabeza.
– Había oído hablar de esto -dijo con tono triunfal-, pero no sabía que ya lo hubieran fabricado. ¡Qué bárbaros!
– ¿Qué es?
– Estos tíos -sacudió la cabeza -, han inventado el ladrón perfecto. Es un lío explicártelo, pero, con esta generación de ordenadores que funcionan a base de impulsos sónicos, ASPCOMP ha fabricado una pantalla, un campo electrónico, que es como una especie de cortina: escribes sobre ella, los impulsos llegan a la memoria, el ordenador cumple tus instruciones y… no dejas ni rastro de tu paso. Por ejemplo, si tienes que firmar para que el ordenador te obedezca, firmas, el ordenador te obedece y luego tu firma no aparece por ningún sitio.