No señor. No sería yo.
Me quedaba aún un resto de individualidad, un mínimo de libertad. Durante unas horas más, tenía libertad de movimientos. Me quedaban unas horas, apenas unas horas, para volver a ser lo que siempre había querido ser: un hombre solo.
¿Enemigos? ¿Amigos? ¿Había sido Gardner mi amigo? ¿Es Dennis, el que me salvó la vida, el que mimó mi regreso a la existencia, mi enemigo? ¿Es Markoff, el que compartió mi pan y mis canciones y mi barco, mi enemigo? ¿Y Marta? ¿Valía la vida de Marta haber conseguido una pequeña ventaja táctica en la lucha diaria entre Oriente y Occidente? Santo Dios.
Volví a casa en un coche oficial.
– No me espere -dije.
Hice un par de llamadas y subí a mi habitación. Recogí unas cuantas cosas, miré a mi alrededor y salí del cuarto. Cerré cuidadosamente la puerta y bajé las escaleras.
El Marta se mecía apaciblemente en el agua y su casco blanquísimo resplandecía en la primera sombra del atardecer. Una estrella había aparecido sobre el horizonte.
Miré a mi alrededor, buscando al marinero para que me llevara hasta el barco. No estaba.
De las sombras en que estaba inmerso el pequeño astillero que hay en el muelle, se apartó una silueta. Al principio, no supe quién era, pero después que dio unos pasos en dirección a mí la reconocí. Llevaba puestos unos jeans azules y viejos y, debajo de un anorak verde, asomaba un grueso jersey de lana. Su larga melena le caía sobre la cintura. En la mano, traía un bolsón de plástico.
– ¿Qué hace usted aquí? -pregunté.
Paola se encogió de hombros. Estaba guapísima.
– He venido a buscarle.
– ¿Cómo sabía dónde encontrarme?
– Me temo que se lo dije yo -contestó Staines desde detrás de mí.
Me volví a mirarle.
– ¿Por qué, Larry? ¿O es que ya no entendéis nada? Hizo un gesto de indiferencia.
– No te ibas a ir solo, ¿no?
Le miré largamente y luego me parece que moví la cabeza varias veces de arriba abajo.
– Sí. Sí que me voy a ir solo, sí. -Volví la cabeza hacia Paola y dije-: Lo siento. -Giré sobre mí mismo y empecé a andar hacia el borde del embarcadero.
– Quiero ir con usted -dijo Paola con voz tranquila. Me detuve. Suspiré y me volví hacia ella nuevamente.
– No.
– El Atlántico es largo, Chris -dijo Staines.
– No.
– Pero ¿es que no entiende usted nada? -exclamó Paola, con un grito repentino que me sobresaltó.
En su voz había el mismo tono de desesperación casi infantil que el que había utilizado la última vez que nos habíamos visto en la playa del bungalow.
La miré, enarcando las cejas; reconozco ahora que poner aquella expresión de fría indiferencia me costó bastante trabajo.
– Me parece que entiendo demasiado, Paola…
– No, Chris, no… No entiende usted nada -repitió con el mismo tono un poco histérico.
Vi que apretaba los puños, haciendo un esfuerzo para calmarse; respiró profundamente. Con voz más tranquila, dijo:
– Usted descarta las cosas con facilidad, ¿verdad? El gran hombre de acero… -añadió con sarcamo-. Mire, olvídese por un momento de sí mismo. ¿De acuerdo?
No dije nada.
– En Costa Rica le dije que usted alteraba mi mundo… Ahora… viéndole hacer lo que quiere hacer… no sé cómo explicárselo… -Se pasó las manos por los muslos, como si quisiera secárselas -. Usted… usted me ha forzado a cambiar mi forma de decidir, de interpretar las cosas…
Levanté las cejas con sorpresa.
– ¡Aj! -dijo con rabia-. ¿Por qué tuvo usted que venir a Costa Rica?
– Tenía que terminar un trabajo -contesté calmamente.
Por una vez Staines no dijo nada; creo que le habría matado.
– Tenía que terminar un trabajo -repitió Paola -. Sí… Pero, el suyo. No el de la CÍA… -Me apuntó con un dedo acusador-. Usted no vino a cumplir una misión de la CÍA. Vino a vengarse de Pedro…
– ¿Y?
– Pues que me costó trabajo entenderlo… pero, cuando le comprendí -hizo un gesto de irritación-, ¿no lo entiende?… Me pareció que, qué se yo… -Juntó las manos con fuerza y se le blanquearon los nudillos-. Todos mis esquemas se fueron al diablo… Usted era un hombre solo, haciendo lo único que le importaba… Vengarse, vivir, amar, morir…
Calló de repente y me miró sin pestañear, como si ya nada le importara.
No abrí la boca.
Entonces añadió muy despacio, como si quisiera deletrearlo:
– ¿No lo entiende?
– Sí que lo entiendo, sí. ¿Y qué? -Bravo, Rodríguez. Me sentía miserable y mezquino.
– Pues, que tengo que comprender… lo que usted es, lo que quiere… Usted…
– Busque la explicación en otro sitio, Paola -dije secamente-. Aquí, conmigo, no la va a encontrar… Hágame caso: busque su camino por otro lado. Yo no se lo puedo enseñar. -Levanté una mano para que no me interrumpiera-. Es más: no se lo quiero enseñar.
– ¡No es por usted, Christopher! ¡Es por mí! Usted me lo debe a mí. ¡Sí! No ponga esa cara de sorpresa. Es usted quien me ha enseñado que hay otro camino… Yo no se lo pedí…
– ¡Un momento, un momento! -exclamé con irritación-. Lo que usted haga con sus sofismas es cosa suya. Pero no me eche encima obligaciones con las que no tengo nada que ver. Yo, estimada señorita, no tuve intención de enseñarle absolutamente nada.
– …Y tiene que convencerme de que es el que yo quiero seguir -continuó, como si no me hubiera oído.
– No diga bobadas, Paola. -Suspiré como cada vez que voy a decir una tontería que no concierne a nadie-. Yo no tengo más que una deuda: Marta.
Paola me miró con sorpresa y de pronto empezó a sonreír.
– No sea usted presuntuoso -dijo con sarcasmo-. Ése, estimado señor -me lo había merecido-es su problema. No seré yo quien se interfiera en él… Ése es su problema -repitió-. Cada cual con su egoísmo.
– Vaya -concluí socarronamente.
– Se lo voy a tener que decir como suena, para ver si entiende usted el lenguaje sencillo: le estoy pidiendo ayuda, Christopher. Nada más. Sólo ayuda… No voy a hacer nada que estorbe su dolor o su rabia o lo que sea… No. -Bajó los ojos. Carraspeó y, de golpe, la expresión de su cara se dulcificó-. Por favor…
Suspiré.
– Paola. -Bajé el tono de voz-. Paola. Usted sabe que, de esta profesión nuestra, no se sale más que con los pies por delante.
Abrió mucho los ojos.
– ¿Sabe usted lo que es este viaje mío?
– Sí -contestó en un murmullo -. Una huida…
– Una huida, Paola. Sacudió la cabeza y, tímidamente, dio un paso hacia mí. Con
un hilo de voz, dijo:
– Tal vez, Christopher, tal vez… Pero para usted, sobre todo, es algo más. Es lo que más le importa: es su canto de libertad…
Bajé la cabeza. Paola alargó una mano y me la puso en el brazo:
– ¿Christopher? Levanté la mirada.
– Deje usted que también sea el mío.
Estuve en silencio durante un largo rato. Por fin, dije:
– Me encontrarán, Paola. Lo sabe, ¿verdad? Me encontrarán pronto, ¿humm? Y esta gente no perdona.
Se encogió de hombros.
– Da igual. Lo que dure.
Suspiré otra vez. -Vamos -dije.
Staines chasqueó la lengua sobre su palillo.
Fernando Schwartz