Me pareció ocioso explicarle el miedo que tenía y guardé silencio. Con un gesto de impaciencia, Pedro soltó mi cabellera y, con el mismo movimiento, me dio un fuerte golpe en la boca con la mano abierta. Supongo que me reventó el labio porque en seguida noté el sabor dulzón de la sangre sobre la lengua. El corazón me latía muy deprisa y me pareció que él lo iba a notar. Me di cuenta de que si averiguaba el terror que yo sentía, las cosas iban a ir mucho peor.
Ahora, la claridad dentro de la tienda era total. Dennis me miraba desde el otro lado del brasero y en sus ojos había una súplica que yo no acertaba a comprender.
Algo había ido terriblemente mal. Me parecía imposible que Pedro hubiera averiguado que, efectivamente, yo era un espía. Supuse que la noche anterior, volviendo hacia el campamento, lo había decidido. Pero, ¿cómo?
Me pasé la lengua por el labio. Miré a Dennis, que seguía inmóvil sin decir nada. Pedro se puso nuevamente de pie y dio dos pasos hacia atrás.
– Bueno, bueno -dijo, y por primera vez noté que en la mano derecha llevaba el machete que, como para todo buen centroamericano, era su compañero permanente.
Garantizo que un machete, afilado como una hoja de afeitar, en manos de quien está evidentemente animado por las peores intenciones respecto del prisionero inmovilizado a sus pies, es un instrumento singularmente amenazador.
Pedro notó que lo miraba y, sonriendo, lo alzó a la altura de mis ojos.
– Mi machete, Chris. Me parece que hoy lo vamos a utilizar, ¿eh?
No dije nada.
– Te ha comido la lengua un pajarito, ¿eh? -Repentinamente se puso serio. En sus ojos apareció un fulgor extraño y salvaje, como el que brilla en los ojos de las alimañas o de las fieras solitarias cuando son sorprendidas en la noche por la luz de los faros. Empecé a preocuparme seriamente por mi suerte. -¿Quién eres, Christopher Rodríguez?
Silencio.
Muy despacio, Pedro se inclinó sobre mi pie derecho y apoyó el filo del machete sobre el dedo meñique. Cerré los ojos porque sabía lo que iba a pasar. Noté perfectamente cómo se reventaba la piel del dedo. Fue un dolor caliente y agudo. Tragué saliva e intenté convencerme de que el dolor no era peor que el de los mil cortes y caídas que sufre uno al cabo de una vida.
– ¿Quién eres? Le miré a los ojos.
Pedro alzó el machete unos centímetros y lo dejó caer sobre el meñique. Confieso que no me dolió más que el primer corte. Miré hacia mi pie, y a su lado estaba, como un gusano obsceno y retorcido, el pequeño dedo. Sentí que me invadía la náusea. De la herida brotaba mucha sangre. Me parecía imposible que fuera mía. Me mareé y apoyé la cabeza contra el suelo.
– Dennis -dijo Pedro.
Con cara asustada y pálida, Dennis se acercó, sacó un pañuelo del bolsillo, se puso de rodillas y me lo aplicó al pie. Noté un tremendo latigazo de dolor.
– Voy a buscar el botiquín -dijo Dennis, intentando levantarse trabajosamente. Ya entonces era regordete y poco ágil.
– No te muevas. Para lo que le va a servir… Lo que no quiero es que se me desangre antes de cantar todo lo que tiene que cantar… Dime, Chris, ahora sí que me lo vas a decir, ¿eh? ¿Quién eres?
El más valiente de los Rodríguez no habla por un quítame allá ese dedo. Con un poco de suerte, Pedro no se daría cuenta de que el más valiente de los Rodríguez estaba dispuesto a hablar en cuanto le acercaran otra vez el machete al pie. Apreté los dientes, pero no por valentía, sino para que no se me notara cuánto me temblaba la mandíbula. De todos modos, la historia que pudiera contarle era tan sencilla que no tenía mayor misterio. Creo que, en ese instante, me di cuenta de que no quería contársela por no ver que se cumplía la horrible sospecha de que no le interesaba nada y que lo único que quería era matarme despacio. Lo importante no era lo que yo sabía, sino mi traición.
– ¡Mohammed! -gritó, girando la cabeza hacia el exterior de la tienda.
Al instante apareció Mohammed. A su lado, traía a Marta, casi arrastrándola por un brazo doblado por detrás de la espalda. Me dio un vuelco el corazón. Estaba pálida, con ojos despavoridos, como los de una gacela asustada. Inclinó la cabeza hacia Dennis que, sin volverse, escondía de su vista mi maltrecho pie. Se cruzaron nuestras miradas y me pareció que, en ese instante, nos dijimos todo el caudal de cosas que nos faltaba por decir; todo lo que cabía en una vida.
– Me llamo, efectivamente, Christopher Rodríguez. -Tragué saliva -. Eso no tiene misterio. Trabajo para una organización norteamericana…
– ¿La CÍA?
– La CÍA.
Hasta esa pequeña mentira me pareció una traición a Marta. Los viejos hábitos, sin embargo, mueren mal. Cuando quise decir la verdad, me di cuenta de que se habría complicado aún más nuestra situación y me callé.
– ¿Por qué viniste aquí?
– Era fácil. Con la excusa de ser un reportero gráfico, tenía el encargo de infiltrarme en una de las guerrillas palestinas, observar su proceder, ver cuál era su cadena de mando, cómo comunicaban con sus jefes… -Miré a Marta-. Pedro, te juro que lo que te voy a decir es verdad. No tengo por qué mentir. Marta no sabe nada de todo esto. Nunca lo supo…
Pedro se encogió de hombros.
Mohammed, con su mal inglés, seguía esta conversación con dificultad. Sin embargo, debió notar que el ambiente se había relajado un tanto y soltó a Marta. Al notarse libre, vino corriendo hacia mí, se arrodilló al lado de mi cabeza, me la cogió con ambas manos y se la colocó sobre las rodillas. Miró hacia Dennis y, al ver lo que estaba tapando, se llevó una mano a la boca y empalideció aún más. Levanté la vista hacia ella e intenté sonreír. No me debió salir demasiado bien.
– Y, de paso, te dedicaste a informar de nuestros movimientos… ¿Con qué te voy a pagar a ti tanta muerte?
Intenté mover las manos.
– Nunca delaté a nuestra gente. Nunca dije dónde íbamos a estar… entre otras cosas -añadí, sonriendo penosamente-, porque me iba en ello mi propia vida. En una batalla de noche, todos los gatos son pardos. Lo que sí hacía era dar información para que fueran desactivadas bombas, protegidas poblaciones civiles… cosas así.
– ¿Cómo dabas esa información?
– De dos maneras. A un portero del Coral Beach en Aqaba y, a veces, dejando una nota en el jeep cuando lo escondíamos en el wadi en Ichlan, antes de cruzar a pie.
– ¿Cómo sabían dónde buscarlo?
– Era fácil, Pedro. Más o menos, sabíamos qué acciones íbamos a hacer en el mes y cuáles requerían que fuéramos por el wadi. Nuestra llegada era fácil de vigilar.
Me moví con incomodidad. En el pie notaba un latido sordo y constante que me dolía cada vez más.
– Igual que anoche, ¿eh? -Me miró con odio y eso era peligroso.
Intenté cambiar de tema.
– No. Lo más importante era explicar a mis amos cómo funcionaban los canales de información entre grupos.
Y esa información acababa yo de completarla hacía unos días. Me entró una terrible amargura: de no haber estado atado y con un dedo menos en el pie derecho, en ese momento habría estado en el jeep con Marta a mi lado, conduciendo a toda velocidad hacia Aqaba en el último viaje que pensaba hacer: esa misma tarde íbamos a tomar un avión hacia Ammán y otro hasta Roma. Cosas de la fatalidad. Cuántas veces lo habíamos hablado Marta y yo, arrebujados en la manta, protegiéndonos del frío. Si todo hubiera salido bien, además, en este momento Pedro habría estado muerto.
– ¿Cómo se llama tu contacto en Aqaba? Ese que es portero en el Coral Beach.
– Staines. Larry Staines.
Staines era mayorcito y sabría defenderse solo. No creo que nadie le haya pillado nunca desprevenido. Sospecha hasta de su sombra. Cuando le volví a ver, meses después, me miró el bastón, asumió mi cojera, chasqueó la lengua sobre su palillo y no dijo nada. Nunca me lo ha reprochado.