Thomas Glavinic
Algo más oscuro que la noche
Título originaclass="underline" Die Arbeit der Nacht
© De la traducción, Rosa Pilar Blanco
Vivir: llevar por el mundo al doloroso Yo.
Ser, ser es la dicha. Ser: transformarse en una fuente,
en una pila de piedra, en la que cae cual
lluvia cálida el universo.
Milan Kundera, La inmortalidad
1
– ¡Buenos días! -gritó en dirección a la cocina.
Llevó a la mesa el servicio del desayuno y de paso encendió la televisión. Envió un sms a Marie. ¿Has dormido bien? He soñado contigo. Después he comprobado que estaba despierto. T. q.
En la pantalla sólo se veía nieve. Cambió de la ORF a la ARD. No había imagen. Hizo zapping: ZDF, RTL, 3sat, RAI: nieve. El canal local de Viena: nieve. La CNN: nieve. El canal francés, el turco: no se captaban.
Delante de la puerta, sobre el felpudo, en lugar del Kurier, sólo vio un viejo folleto publicitario que no había recogido por pereza. Meneando la cabeza, tomó del montón de revistas del pasillo una de la semana anterior y regresó a su café. Cancelar la suscripción, consignó en su mente. El mes anterior había dejado de recibir el periódico un día.
Escudriñó a su alrededor la habitación. Camisas, pantalones y calcetines yacían diseminados por el suelo. Sobre el aparador, los platos de la víspera. La basura olía. Jonas torció el gesto. Añoró unos días junto al mar. Ojalá hubiera acompañado a Marie, a pesar de su aversión a las visitas a los parientes.
Cuando se disponía a cortar una rebanada de pan, el cuchillo resbaló y se hundió profundamente en su dedo.
– ¡Mierda! ¡Ay! Maldita sea…
Apretando los dientes, sostuvo la mano bajo el agua fría hasta que la sangre dejó de manar. Examinó la herida. El corte había llegado hasta el hueso, pero no parecía haber dañado ningún tendón. Tampoco le dolía. En su dedo se abría un pulcra raja que dejaba el hueso al descubierto.
Sintió un desfallecimiento. Respiró hondo.
Nadie había visto nunca lo que estaba viendo. Ni siquiera él mismo. Vivía con ese dedo desde hacía treinta y cinco años, pero ignoraba cómo era por dentro. También desconocía el aspecto de su corazón o de su bazo. No es que le picase la curiosidad por eso, al contrario. Pero ese hueso limpio formaba parte de él, desde luego. Y ese día lo veía por vez primera.
Después de vendarse el dedo y limpiar la mesa, había perdido el apetito. Se sentó al ordenador para abrir el correo y echar un vistazo a las noticias internacionales. El navegador se iniciaba con la página principal de Yahoo. En lugar de ella apareció un mensaje de error en el servidor.
– ¡Maldita sea mi estampa!
Como aún le quedaba tiempo, marcó el número de Telecable. El contestador no se puso en marcha. Lo dejó sonar largo rato.
En la parada del autobús sacó del maletín el suplemento dominical del periódico, que no había tenido tiempo de leer en los días anteriores. El sol de la mañana lo deslumbró. Rebuscó en los bolsillos de la chaqueta, pero entonces recordó que las gafas de sol se habían quedado sobre el cajoncito del ropero. Comprobó si Marie le había contestado. Hojeó de nuevo el periódico buscando las páginas de Decoración.
Le costó concentrarse en el artículo. Sentía una irritación sorda.
Al cabo de un momento reparó en que leía una y otra vez la misma frase sin comprender el sentido. Sujetando el periódico bajo el brazo, dio unos pasos. Al levantar la cabeza comprobó que no había nadie, excepto él. No se veía a una sola persona ni pasaban coches.
Una broma le vino a la mente. Y: Tiene que ser festivo.
Sí, una festividad explicaba algunas cosas. En un día de fiesta los técnicos de Telecable se toman más tiempo para reparar una línea defectuosa. Y los autobuses pasan con intervalos más amplios. Y hay menos gente en la calle. Sin embargo, el 4 de julio no era festivo. Al menos en Austria.
Corrió al supermercado de la esquina. Cerrado. Apoyó la frente en el escaparate y se colocó las manos sobre los ojos a modo de visera. No se veía ni un alma. Así que era un día festivo. O de huelga, y él no se había enterado.
Mientras regresaba a la parada, miró a su alrededor para ver si el 39A doblaba la esquina.
Llamó al móvil de Marie. No contestaba. Ni siquiera saltó el contestador.
Marcó el número de su padre. Tampoco respondió.
Probó en la oficina. Nadie descolgó.
No pudo hablar con Werner, ni con Anne.
Confundido, se guardó el teléfono en el bolsillo de la americana. En ese momento se dio cuenta de que reinaba un silencio sepulcral.
Regresó a su casa, encendió el televisor y conectó el ordenador. Error del servidor. Encendió la radio. Ruido.
Se sentó en el sofá, incapaz de ordenar sus ideas. Tenía las manos húmedas.
En una nota llena de manchas que colgaba del tablero de corcho leyó los números que Marie había anotado años atrás. Marcó el teléfono de su hermana a la que estaba visitando en Inglaterra. El tono era distinto al de las llamadas austríacas. Más profundo, y cada timbrazo se componía de dos tonos breves. Después de haberlos oído por décima vez, colgó.
Al salir nuevamente de casa, miró a izquierda y derecha. Caminó hacia el coche sin detenerse. Giró un par de veces la cabeza. Se detuvo, aguzando los oídos.
Nada. Ni pasos presurosos, ni carraspeos, ni respiraciones. Ni un solo ruido.
Dentro del Toyota el ambiente era sofocante. El volante estaba caliente y sólo podía rozarlo con las yemas de los dedos y con el índice vendado. Bajó el cristal de la ventanilla.
Fuera no se oía nada.
Encendió la radio. Ruido. En todas las emisoras. Atravesó el puente Heiligenstädter, vacío, por el que habitualmente los coches circulaban muy pegados unos a otros, y tomando la calle Lände se adentró en el interior de la ciudad en busca de señales de vida. O al menos de algún indicio que le revelase lo que estaba pasando. Pero únicamente veía coches parados. Aparcados de manera totalmente reglamentaria, como si sus propietarios acabaran de desaparecer momentos antes en el interior de un portal.
Se pellizcó las piernas y se rascó las mejillas.
– ¡Eh! ¡Hola!
En Franz-Josef-Kai observó el centelleo de un radar. Como la velocidad le infundía seguridad, conducía a más de setenta. Giró para adentrarse en Ringstrasse, que separa el centro de Viena de los demás distritos, y siguió acelerando. En la plaza Schwarzenberg sopesó la idea de detenerse para subir a la oficina. Pasó a noventa ante la ópera, el Burggarten, el Hofburg. En el último momento frenó y atravesó el arco que daba a Heldenplatz.
No se veía ni un alma.
Se detuvo ante un semáforo en rojo con un chirrido de los neumáticos. Apagó el contacto. Debajo del capó sólo se oía un tenue crujido. Se pasó la mano por el pelo, se secó la frente, cruzó las manos y chasqueó los nudillos. De pronto cayó en la cuenta de que ni siquiera se veían pájaros.
Rodeó el distrito 1 a toda velocidad hasta desembocar nuevamente en la plaza Schwarzenberg. Dobló a la derecha. Poco después de la primera esquina, se detuvo. La empresa Schmidt tenía su sede en el segundo piso de ese bloque.
Atisbo en todas direcciones. Se detuvo a la escucha. Se adelantó unos metros hasta el cruce y escudriñó las calles circundantes: coches aparcados, nada más.
Llevándose la mano a la frente, alzó los ojos hacia las ventanas. Gritó el nombre de su jefa. Abrió la pesada puerta de la calle del antiguo edificio. Una vaharada de frescor salió a su encuentro, aire viciado. Parpadeó, cegado por la luminosidad exterior. El portal estaba más oscuro, sucio y abandonado que nunca.