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También aparecía su abuelo, igualmente a los treinta y cinco. Y su madre, y su padre, y su tío, y sus tías, todos ellos de su misma edad.

David, el hijo de su prima Stefanie, que había cumplido once años el pasado febrero, llevaba bigote y tenía unos ojos azules y fríos.

Paula, la hija de diecisiete años de un primo, con la que hacía poco se había topado por casualidad en la calle Mariahilfer, le miró por encima del hombro y preguntó: «¿Qué tal?». Su rostro era más expresivo, más adulto, un poco afligido, no había duda, tenía treinta y cinco. A su lado estaba el niño que había alumbrado el otoño anterior. Un hombre de mirada indiferente y guantes marrones.

Pero había algo más. Algo inquietante a lo que Jonas no accedía.

Todos le habían hablado en un idioma del que sólo entendía retazos. Su joven abuela muerta le había palmeado la mejilla y murmurado algo parecido a «UMIROM, UMIROM, UMIROM», al menos eso había oído él. Después se limitó a mover los labios. Su padre, con un aspecto parecido al de las fotos de la guerra, pedaleaba detrás de ella en una bicicleta estática. No había mirado a Jonas.

Pero había algo más.

Se lavó la cara con agua fría. Alzó la vista al techo, donde se agrandaba una gotera desde hacía meses. En los últimos tiempos sus dimensiones no habían variado.

Descartó volver a la cama. Encendió las luces de toda la casa y el televisor. Para entonces aceptaba la nieve como algo normal. Introdujo una cinta de vídeo, pero quitó el sonido. Era un reportaje sobre la Love Parade de Berlín de 1999. Había echado la cinta en el carrito de la compra del supermercado sin que lo vieran.

Se sonó la nariz, después extrajo del paquete una pastilla contra el dolor de garganta. Preparó té y se sentó con la taza en el sofá. Mientras bebía, seguía los movimientos de los jóvenes en los tráilers que rodaban a paso de marcha junto a la Columna de la Victoria. Gentes medio desnudas se agitaban al compás de una música inaudible.

Fue de acá para allá. Su mirada cayó sobre el ropero. De nuevo le asaltó la sensación de que algo no encajaba. Esta vez se dio cuenta de qué era: de una percha colgaba una chaqueta que no le pertenecía. La que había visto unas semanas antes en el escaparate de Gil. Le había parecido demasiado cara.

¿Cómo había llegado allí?

Se la puso. Le sentaba bien.

¿La habría comprado y lo había olvidado?

¿O era un regalo de Marie?

Examinó la puerta. Cerrada. Se frotó los ojos. Sintió calor. Cuanto más pensaba en la chaqueta, peor se sentía. Decidió guardarla por el momento en el armario. Ya hallaría espontáneamente la solución.

Abrió la ventana. El aire nocturno lo refrescó. Contempló Brigittenauer Lände. Antes, el rumor regular de los coches inundaba la noche. Ahora el silencio que se abatía sobre la calle parecía querer arrastrarlo hacia abajo.

Miró a la izquierda, hacia el centro de la ciudad, donde se veían ventanas iluminadas aquí y allá. El corazón de Viena. Allí se había desarrollado en su día la historia universal.

Pero luego había continuado su camino hacia otras ciudades, dejando como huella de su paso calles amplias, edificios nobles, monumentos. Y seres humanos a los que les había costado aprender a distinguir entre los viejos y los nuevos tiempos.

Ahora también ellos habían desaparecido.

Cuando volvió a mirar al frente, hacia el distrito 19, vio titilar una luz a unos centenares de metros de distancia. Procedía de una ventana. No se trataba de señales de morse. Pero quizá sí de una novedad.

Nunca antes había experimentado semejante oscuridad. Una estancia sin ventanas podía ser muy oscura. Pero en cierto modo se trataba de una oscuridad segura, artificial, completamente distinta a la que reinaba en la calle. Ni una sola estrella brillaba en el cielo. Las farolas habían fallado. Al borde de la calle los coches parecían masas negras. Todo se asemejaba a una masa pesada que se esforzaba en vano por avanzar.

En el corto trayecto desde el portal del edificio hasta el Spider miró varias veces en torno. Gritó con voz profunda.

Al otro lado de Lände chapoteaba el canal del Danubio.

Intuía vagamente la ubicación del edificio que buscaba. A pesar de todo pronto dio con él y se detuvo a quince metros de distancia. Cuando se apeó, con el fusil en las manos, los faros iluminaban la entrada.

Se agachó junto a la puerta del conductor. Durante un minuto se esforzó por escuchar en medio del silencio. De vez en cuando el viento azotaba sus orejas.

Cerró el coche, dejando los faros encendidos. Contó los pisos hasta la ventana iluminada. Subió hasta el sexto en el ascensor. El pasillo estaba oscuro, de modo que tanteó en busca del interruptor de la luz.

No existía. O no lo encontró.

Anduvo a tientas por el corredor con el fusil delante del cuerpo. Se detenía una y otra vez, aguzando los oídos. Ni el menor ruido. Nada revelaba dónde debía buscar. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, percibió en el suelo, a unos metros de distancia, un resplandor. Era la puerta. Cuando, creyendo llamar, presionó un botón que había al lado, resplandeció, penetrante, la luz del pasillo. Entornó los ojos y agitó el fusil de un lado a otro.

El pasillo estaba vacío. Un pasillo corriente.

Jonas se volvió hacia la puerta: en ella no figuraba rótulo alguno con el nombre. Al igual que el edificio, contaría sus buenos treinta años. Carecía de mirilla.

Tocó el timbre.

Nada se movió.

Volvió a tocar.

Nada.

Aporreó la puerta con la culata del fusil. Sacudió el picaporte. La puerta se abrió.

– ¿Hay alguien ahí?

Entró en un salón-cocina. Sofá, sillón, mesa de cristal, alfombra, televisor, detrás la cocina americana. La decoración tenía una similitud pasmosa con la de su propio piso. También contaba con una maceta en un rincón. Los altavoces del equipo estéreo colgaban de unos ganchos junto a la ventana. En pequeños tiestos depositados sobre el radiador crecían hierbas aromáticas. Había un espejo de pared de la altura de un hombre.

Se contempló en él, sosteniendo el fusil con ambas manos. Tras él, un sofá similar al suyo, una cocina americana igual que la suya. Una lámpara de pie como la suya. Con una pantalla igual que la de su casa.

La luz oscilaba. Apretó la bombilla envolviéndose la mano en un trozo de tela. La oscilación cesó.

Un contacto flojo.

Recorrió la habitación. Tocó objetos, sillas extravagantes, sacudió los estantes. Leyó títulos de libros, volteó zapatos, se puso chaquetas del ropero. Revisó el baño y el dormitorio.

Cuanto más se fijaba, más diferencias descubría. La lámpara de pie no era amarilla, sino gris. La alfombra, marrón en lugar de roja. El sillón, desgastado; el sofá, raído, todo el mobiliario deteriorado por el uso.

Inspeccionó de nuevo las estancias una a una. No podía ahuyentar la sensación de que estaba pasando algo por alto.

Allí no había nadie. No existía el menor indicio de cuándo había estado alguien allí por última vez. Ciertos detalles hablaban de que las luces permanecían encendidas desde que había empezado la cosa. No había visto la luz parpadeante en la ventana porque hasta ese día no se había atrevido a mirar a la calle de noche.

Una vivienda normal. Había CDs diseminados, ropa tendida, vajilla en el escurreplatos, papel arrugado en el cubo de la basura. Una vivienda corriente y moliente. Allí no había ningún mensaje oculto. O él no lo comprendía.

Escribió en un bloc su nombre y su teléfono móvil. Añadió su dirección por si fallaba la cobertura del móvil.

Desde la ventana vio brillar un pequeño rectángulo a unos cientos de metros de distancia.

La luz que brillaba era la de su propia casa.