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¿Estaría allí en ese momento cada cosa en su sitio? ¿La taza de té sobre la mesa baja? ¿La colcha encima de la cama? ¿Bailaban los jóvenes en silencio encima de los remolques en la televisión?

¿O no habría nada… hasta que él llegase?

5

Por la mañana, tras abrir el buzón, viajó con el Spider hasta el centro, para buscar y dejar huellas. A mediodía forzó la entrada de un hotel y comió algo. Por la tarde, reanudó la búsqueda. Por la noche se tumbó en el sofá con una cerveza y contempló la danza muda de los berlineses. No se acercó a la ventana.

Registró casi todos los edificios públicos emplazados entre Ringstrasse y Franz-Josef Kai. Rastreó oficinas, museos, bancos de Viena. Con el fusil en la izquierda recorrió el escenario del teatro, los pasillos del palacio de Hofburg, pasó ante los objetos expuestos en el Museo de Historia Natural. Recorrió la Albertina, la Universidad, las redacciones de Presse y Standard, distribuyendo por todas partes notas con su dirección y su número de móvil. Fuera hacía calor, dentro el ambiente era fresco y sombrío. En los conos de luz formados ante las ventanas flotaban partículas de polvo. Sus pasos sobre los suelos de piedra resonaban en los imponentes edificios.

Esforzándose por dejar huellas, transportó con una carretilla objetos del atrezo hasta el escenario del Burgtheater: abrigos, estatuas, televisores, martillos de plástico, banderas, sillas, espadas, y los apiló. Colgó del pecho de un soldado de plástico su tarjeta de visita como si fuera una condecoración.

Visitó cada uno de los hoteles de Ringstrasse. En la recepción marcó los números guardados, llamó a Inglaterra, a Marie. Examinó el libro de registro de huéspedes. Figuraban reservas para después del 3 de julio. En el bar se sirvió un trago. En el vestíbulo alineó botellas de aguardiente como si fueran los palos de un eslalon. Escribió con grandes caracteres su número en los atriles de las salas de reuniones y los colocó en la entrada del hotel.

Rodeó el Pabellón de la Secesión tan tupidamente con cinta adhesiva negra que cabía tomarla por una obra de Christo. Con el spray de un grafitero escribió su nombre y número de teléfono sobre la cinta en amarillo chillón.

En el Parlamento, al pasar con su fusil junto al detector de metales, saltó la alarma. No la apagó. En la sala de plenos del Consejo Nacional, disparó sobre mesas y bancos. Pegó sus notas en el estrado de los oradores, en el micrófono y en el asiento del presidente.

Registró el Ministerio del Interior, los cuarteles, la ORF. Llegó hasta la Cancillería Federal, donde depositó una de sus notas sobre el escritorio del jefe del gobierno.

Escribió la palabra SOCORRO en el suelo de Heldenplatz con letras gigantescas de color negro.

Miró al cielo.

Ni una nube desde hacía días.

Todo azul.

Escuchó las alarmas en Südtiroler Platz, a unos centenares de metros de la Südbahnhof. Tras detenerse ante un semáforo en rojo y apagar el motor, se sentó encima del techo del vehículo empuñando el fusil.

Llamó por el móvil a su vivienda. Lo dejó sonar un buen rato.

Se volvió de forma que el sol le diera en la cara. Se abandonó a sus rayos con los ojos cerrados. Sintió cómo se calentaba su frente, su nariz, sus mejillas. Casi no corría aire.

Llamó a su propio móvil.

Comunicaba.

Las esquirlas de los escaparates rotos seguían esparcidas por el suelo de la sala de las taquillas. Nada parecía haber cambiado en una semana. El panel indicador no registraba entradas ni salidas de trenes. Las alarmas soltaban sus aullidos regulares en la sala.

Jonas subió al tren de Zagreb apuntando con el fusil. Encontró su compartimiento igual que lo había dejado. La ventanilla de la puerta estaba rota. No pudo abrir la puerta, aún aguantaban las tiras de cortinilla. Sobre la cama que había construido con los asientos yacían los periódicos del 3 de julio. El bote de limonada continuaba junto a la bolsa de patatas fritas vacía.

El ambiente era sofocante.

Fuera no se notaba movimiento. Dos andenes más allá se divisaba otro tren. Por las vías libres entre ambos había diseminada todo tipo de basura.

A los dos minutos de trabajar con la palanqueta, la puerta del piso de Werner se abrió. En el dormitorio la cama estaba revuelta, la colcha echada hacia atrás. En el baño, una toalla, usada claro, delante de la ducha. En la cocina se apilaban los cacharros sucios. En el cuarto de estar halló una copa con restos de vino tinto.

¿Qué buscar? Ni siquiera sabía qué le apetecía saber. Sin duda adónde se había ido la gente. Pero ¿dónde descubrir algún indicio? ¿En una vivienda?

Recorrió las habitaciones durante un rato. Por primera vez desde hacía mucho tiempo se encontraba con algo conocido, aunque fuera tan banal como el olor a cuero del sofá de Werner. Le conmovió. Había estado sentado allí en numerosas ocasiones. Cuando todo aún iba bien.

Abrió la nevera. Un trozo de queso, mantequilla, un envase de leche de larga duración, cerveza y limonada. Werner casi nunca comía en casa. De vez en cuando encargaba una pizza.

Jonas descubrió los medicamentos en un cajón.

Había encontrado algo importante sin buscarlo. Los medicamentos de ese cajón significaban que su amigo no había desaparecido voluntariamente. Sin pastillas y sin spray, Werner no hubiera bajado ni siquiera al sótano a buscar vino.

Se acordó. Werner le había llamado la noche del 3 de julio. Habían charlado de temas intrascendentes durante unos minutos y luego habían acordado vagamente verse el fin de semana siguiente. Werner le había llamado.

Apretó el botón de rellamada del teléfono de Werner. Apareció el número de su casa de Brigittenauer Lände.

En Rüdigergasse intentó recordar el aspecto de la calle durante su última visita. A la primera ojeada reconoció el trozo de plástico sobre el sillín de la bicicleta. Vio la botella asomando por el cubo de basura. Tampoco la posición de las bicis parecía haber cambiado.

El buzón del correo, vacío.

La vivienda, inalterada. Todos los objetos estaban en el mismo sitio que la última vez. Sobre la mesa su vaso de agua y el mando a distancia. Reinaba la baja temperatura habitual. En el ambiente flotaba un olor a anciano. Las pantallas de los aparatos electrónicos estaban encendidas.

El mismo silencio.

Los muelles de la cama soltaron un crujido amenazador al tumbarse. Se echó de espaldas y cruzó las manos sobre el pecho. Su mirada recorrió la estancia.

Conocía desde niño todo lo que veía. Había sido el dormitorio de sus padres. Ese cuadro, el retrato de una joven desconocida, había estado colgado enfrente de la cama. El tictac del reloj de pared había velado su sueño. Era la misma decoración de hacía treinta años, pero las paredes no eran las verdaderas. Hasta la muerte de su madre ocho años antes esa cama había estado en un piso del distrito 2. Donde él se había criado.

Cerró los ojos. El reloj de pared dio la media. Dos golpes. Un sonido profundo, intenso.

En Hollandstrasse estuvo a punto de pasar de largo ante la casa. La habían pintado. También habían restaurado la fachada. Daba una impresión decorosa.

Con la palanqueta abrió con estruendo los buzones del portal. Abundantes folletos publicitarios, de vez en cuando una carta. La fecha de todos los matasellos sin excepción era anterior al 4 de julio. El buzón con el número 1, que había pertenecido a su familia y del que solía recoger el correo, estaba vacío. Leyó el nombre del último inquilino en un letrerito que se bamboleaba en lo alto del buzón: Kästner.

Mientras subía los peldaños hacia el entresuelo y recorría el viejo pasillo lleno de recovecos, recordó cómo de pequeño su tío Reinhard le había dado la alegría de que el fabricante de rótulos le grabase uno con su nombre. Lo colocaron en la puerta. Jonas mostraba orgulloso a todos los visitantes la plaquita, en la que figuraban su nombre y su apellido y que habían colgado por encima del rótulo familiar.