Como era de esperar, ambos rótulos habían sido retirados. La familia Kästner había atornillado el suyo.
Presionó el picaporte.
Estaba abierto.
Miró en derredor. Tuvo que refrenar el impulso de quitarse los zapatos. Caminó con suma cautela.
En la entrada había un cartel escrito con caligrafía infantil que decía Bienvenidos. Jonas se quedó perplejo. Le resultaba familiar. Lo examinó con más atención, olfateándolo incluso, tan desconcertado se sentía, sin alcanzar ninguna conclusión.
Caminó por las habitaciones conocidas en las que había muebles extraños que no encajaban. Se detenía con frecuencia cruzando los brazos, mientras intentaba recordar cómo había sido todo eso antes.
El cuarto diminuto que ocupó a los diez años y donde anteriormente su madre cosía, había devenido en despacho. La habitación grande, que había servido al mismo tiempo de dormitorio para los padres y de cuarto de estar, seguía siendo un dormitorio, aunque con una decoración horrenda. Allí topó, para disgusto suyo, con un tresillo de la paupérrima serie holandesa del 98, que Martina casi había tenido que obligarle a vender. Las pelotas y escopetas de juguete que encontró en un rincón detrás de la puerta revelaban la presencia ocasional de niños. El baño y el retrete se mantenían inalterados.
En la pared del retrete, al lado del depósito del inodoro, descubrió unas frases escritas con letra infanticlass="underline" Yo y el pez. El pz. La palabra El así como la p y la z de pez estaban tachadas.
Lo recordaba bien. Lo había escrito él. Aunque ya no sabía por qué. Tenía ocho años, nueve quizá. Su padre le había regañado por haber pintado garabatos en la pared, pero había olvidado borrarlos. Seguramente también por haberlos hecho en un sitio tan discreto que transcurrieron meses hasta que su padre los descubrió.
Jonas iba de un lado a otro. Apoyado en los marcos de las puertas, adoptaba determinadas posturas para recordar mejor. Con los ojos cerrados palpaba picaportes que notaba en el acto idénticos a los de entonces.
Se tumbó en la cama extraña. Al mirar al techo sintió mareos. Había estado tantas veces acostado en ese lugar, mirando hacia arriba, y ahora, después de tantos años, hacía lo mismo. Él se había marchado, pero el techo había permanecido allí. Para el techo todo era lo mismo, había esperado. Había mirado a otras personas durante sus ocupaciones. Ahora Jonas había vuelto. Miró al techo. Como antaño. Los mismos ojos miraban al mismo lugar del techo. Había transcurrido tiempo. Se había quebrado el tiempo.
Tras una cierta vacilación se atrevió a confiar en el ascensor de la Torre del Danubio. Prefería no imaginarse lo que sucedería si el ascensor se quedaba parado. Pero era imposible resistirse siempre a la técnica, pues habría supuesto bloquear muchos caminos. Así que entró en él y apretó el botón conteniendo la respiración.
La Torre del Danubio medía doscientos veinte metros hasta la cúspide. Cuando la puerta del ascensor volvió a abrirse, Jonas se encontraba a ciento cincuenta metros por encima del suelo. La altura del mirador. Una escalera subía hasta el café.
Allí se orientó en el acto. Cogió una limonada. Muchas veces había visitado ese lugar en compañía de Marie, a quien le gustaba la vista y sobre todo la curiosidad que despertaba el lento giro del café alrededor de la torre. A él siempre le había parecido una rareza; a Marie, por el contrario, le entusiasmaba tanto como a un niño.
En el control se podía ajustar el tiempo que necesitaba el café para dar una vuelta: 26, 40 o 52 minutos. Marie conseguía cada vez que el técnico encargado de esa labor pusiera siempre el regulador en 26. En una ocasión el hombre uniformado se había sentido tan cautivado por ella que se había mostrado pródigo en anécdotas sólo para que ella se quedase. La presencia de Jonas no parecía molestarlo. Contó que el café podía girar más deprisa, mucho más deprisa alrededor de la torre. Al parecer, durante los trabajos de construcción, los empleados, entre los que se encontraba su tío, que le informó del asunto, jugaban con el mecanismo. El récord estaba en once segundos por vuelta cuando los pillaron. Desde entonces un pasador de seguridad impedía que alguien hiciera tonterías. Los giros rápidos, amén de consumir abundante electricidad, eran peligrosos. Aparte de que en el local todo el mundo se sentía mal y se movía como si viajara en un barco con mar gruesa.
Me cuesta trabajo creerlo, había exclamado Marie. No lo dude, le había respondido el técnico con una sonrisa equívoca. Ahí se ve que todos los hombres son almas de cántaro, había replicado ella. A continuación Marie y el técnico habían estallado en carcajadas, y Jonas se la había llevado de allí.
Se encaminó al centro de control. Para su sorpresa descubrió un pasador de seguridad. Después de haberse cerciorado de que no se detenía sin querer el ascensor y de que no exageraba con los giros como el tío, conectó el mecanismo de rotación y puso el regulador encima del 26.
Sin mirar abajo, se apoyó contra el pretil en la terraza, bajo el que asomaba del muro una reja de seguridad, colocada para impedir suicidios espectaculares.
El viento azotaba con fuerza su rostro. El sol estaba bajo. Había tanta claridad que durante un instante cerró los ojos.
Al abrirlos y mirar hacia abajo, dio involuntariamente un paso atrás.
¿Qué había impulsado a Jonas a subir allí? ¿La vista? ¿El recuerdo de Marie?
¿O no fue su libre albedrío? ¿Era él como un hámster en una rueda, venían determinados sus actos por alguna otra persona?
¿Había muerto e ido al infierno?
Se terminó de beber su botella y, tomando impulso, la arrojó al vacío. Cayó mucho rato. Después se rompió contra el suelo sin ruido.
En el café se sentó en la mesa que él vinculaba con el recuerdo de las visitas con Marie. Leyó todos los sms guardados en la memoria de su móvil. Estoy justo encima de ti, solamente a un par de kilómetros. – Estoy comiéndome un helado de cucurucho y pienso en ti. J – ¡Por favor, F M H! – You are terrible! *hic* J – Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero.
Cerrando los ojos intentó enviar a Marie un mensaje telepático. Estoy vivo, ¿estás ahí?
Se imaginó su cara, sus mejillas, su mirada luminosa. Su hermoso cabello oscuro. La boca con las comisuras de los labios ligeramente inclinados hacia abajo.
No le resultó fácil. La imagen palideció antes de desvanecerse. Podía escuchar su voz en su cabeza, pero sonaba como un eco. Ya había olvidado su aroma.
En el cibercafé puso en marcha el ordenador e introdujo unos euros. Apoyó el mentón en los puños. Mientras la ciudad desfilaba lentamente ante sus ojos, siguió urdiendo sus pensamientos.
A lo mejor tenía que superar un examen. Un test con una respuesta correcta. Una reacción acertada que lo liberase de su situación. Una contraseña, un abretesésamo, un e-mail a Dios.
www.marie.com
No se puede encontrar la página.
www.marie.at
No se puede encontrar la página.
www.marie.uk
No se puede encontrar la página.
Si había una especie de contraseña, tenía que estar relacionada consigo mismo, eso parecía lógico.
www.jonas.at
No se puede encontrar la página.
www.socorro.at
No se puede encontrar la página.
www.help.com
No se puede encontrar la página.
www.dios.com
No se puede encontrar la página.
Fue por otra botella, bebió, miró al exterior, a la ciudad que pasaba.
www.viena.at
No se puede encontrar la página.