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No se puede encontrar la página.

Intentó encontrar docenas más de sitios conocidos e inventados. Examinó las páginas almacenadas en el historial y las eligió. En vano.

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No se puede encontrar la página. Inténtelo más tarde o revise la configuración del sistema.

Recorrió sin prisa todas las salas con la botella en la mano. En la zona infantil encontró utensilios de pintura. De pequeño le gustaba jugar con colores. Sus padres le quitaron muy pronto los pinceles y lápices porque pintarrajeaba y había echado a perder algunas de las labores de su madre.

Su mirada cayó sobre el mantel blanco. Contó las mesas del café: eran doce o más, a las que había que añadir las del piso de arriba.

Comenzó a quitar los manteles de las mesas. Bajó del piso de arriba con catorce. En un estante encontró manteles de repuesto. Cuando terminó, disponía de treinta y un trozos de tela.

Anudó los extremos hasta obtener un rectángulo de treinta y tres manteles. Con el fin de tener libertad de movimientos para atarlos, apartó mesas y sillas. Le costó media hora hallar los tubos de colores. Optó por el negro.

¿Su nombre? ¿El número de teléfono? ¿Simplemente Socorro?

Vaciló un segundo antes de comenzar a pintar. Después ejecutó el trabajo de un tirón. No fue fácil, porque las telas tenían arrugas. Además hubo que medir las distancias y aplicar el color con la suficiente anchura y el suficiente espesor.

Con el resto de los tubos escribió su teléfono en las paredes, en las mesas, en el suelo.

Como no se podía abrir la ventana panorámica, la destrozó disparando con el fusil a derecha e izquierda de un marco. A los estampidos del fusil siguió segundos después el tintineo provocado por la lluvia de cristalitos sobre la terraza inferior. Un viento fuerte irrumpió en el café, barriendo las cartas de comida de las mesas desnudas y haciendo tintinear la vajilla en el bar.

Jonas retiró los fragmentos que habían quedado en el marco con la culata del fusil. Al situarse junto a la ventana con los extremos de la bandera de tela, se sintió mal. Se dio cuenta de que tendría que haber desconectado el mecanismo de rotación. El viaje del café alrededor de la torre no facilitaba precisamente su tarea. El viento azotaba su rostro. Le lloraban los ojos. Tenía la sensación de que estaba a punto de precipitarse al vacío. No obstante consiguió atar firmemente los extremos de los tres manteles al marco de la ventana. Eran de buen paño, y Jonas estaba convencido de que aguantarían.

Tras recoger la bandera, la arrojó por la ventana. Colgó floja, pero pronto la hinchó el viento. La inscripción, sin embargo, seguía sin percibirse con claridad. Contaba con ello.

Después de coger el fusil, lanzó una última mirada a la devastación que había provocado y se dirigió presuroso al centro de control. Allí fue fácil encontrar herramientas, porque los mecánicos de la empresa salían de allí para realizar su trabajo. Rápidamente se aproximó al mecanismo de rotación y con un martillo golpeó el pasador de bloqueo. Se soltó al tercer golpe y sonó una sirena de alarma. Corrió el regulador de escasa resistencia a la presión más allá de 26.

Al cabo de un momento escuchó un profundo zumbido. No lograba ver lo que sucedía, porque el centro de control carecía de ventanas. Pero el rumor era muy ilustrativo.

Siguió girando el regulador hasta que éste chocó definitivamente y no pudo empujarlo más por mucho que se esforzó. Después agarró el fusil y se precipitó hacia el ascensor.

Corrió hacia el coche sin alzar la vista. Tras haber recorrido unos cientos de metros, giró la cabeza. El café rotaba alrededor de la torre. Con la bandera de tela ondeando en él. Y una inscripción legible desde la lejanía:

UMIROM.

6

Por la mañana encontró una foto polaroid entre la panera y el molinillo de café. De él. Durmiendo.

No conseguía acordarse de esa foto. ¿Cuándo y dónde había sido tomada? Tampoco tenía ni idea de por qué la había encontrado. Lo más probable era que Marie la hubiera dejado allí intencionada o fortuitamente.

Sin embargo, él nunca había tenido una cámara polaroid. Y Marie, tampoco.

Llegó a la vivienda de sus padres en Hollandstrasse con el hacha más grande del mercado de materiales de construcción. Mientras recorría las habitaciones, le daba vueltas a la cabeza. Descargar desechos voluminosos ante la fachada del edificio no era buena idea, pues el acceso a la ventana delantera tenía que permanecer despejado. El patio trasero, por el contrario, no lo necesitaba. Decidió utilizarlo como basurero.

Tuvo que hacer astillas lo que no cabía por la ventana de la cocina. Para hacer sitio, arrojó primero al patio por la ventana las sillas y otros objetos manejables. Después la emprendió con el sofá. Tras arrancar el tapizado de los asientos con ayuda de un cuchillo de tapicero y sacar el relleno, comenzó a trocear el mueble. Lo hizo con tanta energía que el hacha atravesó la madera y dañó el suelo. A continuación se contuvo un poco.

Después del sofá le tocó el turno a la estantería. Y luego al armario ropero, a un sillón, a una vitrina, a la cómoda. Cuando arrojó por la ventana los últimos restos, la camiseta se le pegaba a la piel. Jadeaba.

Contempló el cuarto de estar acuclillado en el suelo cubierto de virutas y polvo de madera. A pesar de su desnudez, parecía más confortable que antes.

Hacía mucho que ya no se preocupaba de la dirección única ni de los semáforos en rojo. Viajaba a toda velocidad por Ringstrasse en dirección prohibida. Giró para entrar en Babenberger Strasse que desembocaba en Mariahilfer Strasse.

La principal arteria comercial de la ciudad nunca le había sido simpática. El barullo y el trajín le horrorizaban. Cuando se detuvo delante de un centro comercial sólo oyó el crepitar debajo del capó. El único movimiento en las cercanías procedía de un trozo de papel que el viento desplazaba sobre el asfalto en el próximo cruce. Hacía calor. Trotó hacia la entrada del centro. La puerta giratoria se puso en movimiento.

Tras sacar del armario de una tienda del primer piso dos maletas de viaje, subió por la escalera mecánica a la tienda de electrónica. Le costaba respirar, tan asfixiante estaba el aire. El sol lucía desde hacía días sobre el techo de cristal sin que se hubiera abierto ni una ventana en el edificio.

En la tienda de electrónica abrió las maletas detrás de las cajas. Unos lineales más allá descubrió una videocámara digital cuyo funcionamiento conocía. Había ocho ejemplares de esa marca en el estante. Suficientes. Se dirigió a las maletas con las cajas en las que estaban embaladas las cámaras.

La búsqueda de trípodes fue más difícil. Sólo pudo conseguir tres. Los depositó en la segunda maleta. En ella encontraron también acomodo dos pequeños radiocasettes, amén de cintas vírgenes de audio y vídeo. Cerró la maleta y la levantó. Podía con ella.

Con los aparatos de radio y transistores le costó encontrar los modelos más potentes. Además se llevó una cámara instantánea y otra de repuesto. No olvidó las películas Polaroid.

El aire estaba tan enrarecido que le apetecía marcharse de allí. Se estiró. El trabajo en casa de sus padres y tanto cargar y agacharse le habían provocado una contractura en la espalda. Recordó a su masajista, la señora Lindsay, que ceceaba y hablaba de su hijo.

Se zampó el pescado congelado, acompañado con ensalada de patatas en conserva que tomó a cucharadas. Fregó el plato y la sartén sin esmerarse demasiado. Después desempaquetó. Se dio cuenta de que en la vivienda no había suficientes enchufes para los adaptadores de las cámaras, aunque de todos modos se había propuesto acudir con los aparatos de radio a las viviendas vecinas.

Rompió sin dificultad la frágil puerta de su vecino. A menudo había discutido con él por su costumbre de poner música a altas horas de la madrugada. En consecuencia esperaba entrar en la casa de un joven en la que se apilasen los envases de pizza, las fundas de CDs y la basura. Pero, para sorpresa suya, la vivienda estaba vacía. En uno de los cuartos había una escalera apoyada en la pared. Al lado, un cubo sobre el que colgaba una bayeta deshilachada.