Recorrió las habitaciones, preso de la inquietud. No había visto el menor vestigio de una mudanza.
Cuánto más tiempo meditaba sobre el asunto, más aumentaba su preocupación. ¿Tenía algún significado esa vivienda vacía? ¿Era una demostración de que había pasado por alto algo decisivo?
Registró las demás viviendas de ese piso. Para su sorpresa la mayoría de las puertas no estaban cerradas. Al parecer había vivido entre personas confiadas. Sólo se le resistieron dos puertas de seguridad: ni siquiera con la palanqueta fue capaz de abrirlas. Detrás de todas las demás halló hogares normales y corrientes. Como si sus moradores hubieran salido a la compra.
Regresó a la vivienda vacía con los adaptadores y los acumuladores. Disponía de siete enchufes. En seis de ellos colocó cargadores, el último lo dejó libre para uno de los nuevos radiocasettes. La corriente no estaba cortada, las pantallas brillaban.
Conectó el aparato de radio. Con este modelo se debían captar las emisoras turcas y escandinavas. Seleccionó una frecuencia y aguardó. Transmitió una llamada de socorro, mencionó su domicilio en alemán, inglés y francés. Contó en silencio hasta veinte, después cambió de frecuencia e intentó establecer contacto.
Al cabo de una hora se convenció de que en Europa no existía ningún tipo de comunicación por radio.
Encendió el transistor.
De BBC World hasta Radio Oslo: zumbidos. De Europa Central hasta el Este: zumbidos. De Alemania a Marruecos, Túnez y Egipto: ninguna emisora. Únicamente zumbidos.
El sol estaba ya tan bajo que tuvo que encender la luz de la habitación. Conectó la televisión y puso el vídeo de la Love Parade. Como de costumbre, quitó el sonido. A cambio puso el transistor en la longitud de onda de Radio Vaticano. Zumbidos.
A eso de medianoche se despertó al golpearse dolorosamente la rodilla tras resbalar del sofá. La pantalla mostraba nieve. La radio zumbaba. En la habitación hacía calor.
Con el pesado fusil apoyado en el hombro y el magnetofón en la mano libre, salió al descansillo. Escuchó. Algo le molestaba. Encendió apresuradamente la luz de la escalera y escuchó de nuevo.
Caminó descalzo sobre el frío suelo de piedra hasta la vivienda de al lado. Apartó con el hombro la puerta descolgada y clavó los ojos en la oscuridad frente a él. En ese momento creyó percibir una corriente de aire.
– ¿Hola?
Una estrecha franja de luz procedente del descansillo se proyectaba sobre la puerta que comunicaba la antesala con el cuarto de estar. Parecía entornada.
De nuevo notó una corriente de aire, esta vez en la nuca.
Regresó a su vivienda, dejó el magnetofón. Antes de volver al descansillo miró a izquierda y derecha y aguzó los oídos. Tras cerrar la puerta con llave, se deslizó sigiloso escaleras abajo empuñando el fusil.
Al llegar al tercer piso, se apagó la luz.
Se detuvo, petrificado. Envuelto en la oscuridad escuchaba únicamente su propia e inquieta respiración. No acertó a dilucidar si transcurrían segundos o minutos. Poco a poco logró salir de su inmovilidad. Con la espalda apoyada en el muro, tanteó buscando el interruptor de la luz. La bombilla se encendió con luz mortecina. Jonas permaneció en su sitio, esforzándose por escuchar.
La puerta estaba cerrada. Echó la llave por dentro, a pesar de que desde fuera no se podía entrar sin llave y ésta la tenía él. Atisbo la calle por el cristal. Ni un ruido. Negrura.
De regreso al sexto piso encendió todas las luces de la vivienda contigua, sin soltar el arma mientras tanto.
No recordó haber dejado entornada la puerta entre la antesala y el cuarto de estar. Pero no descubrió nada sospechoso. Todo parecía justo como él lo había dejado. Las ventanas, cerradas. No acertó a explicarse de dónde procedía la corriente de aire.
A lo mejor la corriente y la posición de la puerta de entrada eran imaginaciones suyas.
Introdujo una casette virgen en el magnetofón. Tras anotar la hora, presionó la tecla de grabación. Salió de puntillas de la vivienda.
Los vecinos de la planta poseían sus propios magnetófonos, de manera que no fue necesario utilizar el segundo. En otras siete viviendas colocó una casete en cada magnetófono, conectó la grabación y anotó en un cuaderno tanto la hora como el número de la puerta. Las cintas duraban 120 minutos.
Una vez en casa, cerró la puerta con llave. Rebobinó la cinta de vídeo. El sonido permaneció apagado. Preparó el magnetófono que quedaba, desconectó el transistor que zumbaba y crepitaba junto a la ventana. Se tumbó en el sofá con un vaso de agua, el cuaderno de notas y un lápiz. Siguió con indiferencia el baile silencioso de los berlineses hacia la Columna de la Victoria.
Cuando los párpados le pesaban, consultó el reloj. Pasaba un minuto de las doce y media. Lo anotó y apretó la tecla de grabación.
El cielo volvía a estar sin nubes.
Jonas cargó en el coche las videocámaras y todos los accesorios. Durante la noche había dejado abiertas las ventanillas del Spider, por lo que el aire en el interior no era tan insoportable como otras veces.
Durante el trayecto intentó localizar a alguien por teléfono. A Marie en Inglaterra, a Martina en casa y en la oficina, a la policía, a la ORE a su padre, imaginándose la vivienda en la que en ese momento sonaba el teléfono.
El teléfono de su padre estaba en el pasillo, sobre una pequeña consola, encima de la cual colgaba un espejo, por lo que al telefonear te sentías observado. Ese sombrío pasillo en el que ahora, en ese preciso instante, sonaba el teléfono, era una pizca más frío que el resto de la vivienda. Ese pasillo albergaba los zapatos gastados de su padre. Del ropero colgaba su chaqueta Loden pasada de moda, a la que su madre había puesto parches en los codos. Ese pasillo olía a metal y plástico. En ese preciso instante.
Pero ¿sonaba de verdad, si no había nadie que lo oyera?
No paró delante de Millennium City, sino que entró con el coche en el edificio. Pasó lentamente ante las boutiques, la librería, la joyería, el herbolario, los cafés y restaurantes. Todo estaba abierto, igual que en un día de trabajo normal. Renunció a tocar el claxon.
En los puestos y cafeterías se fijó en lo bien recogidos que estaban. No halló en ellos pan atrasado, ni frutas mohosas, todo estaba limpio y ordenado. La mayoría de los locales de la ciudad estaban así.
Tuvo que apearse delante de la Millennium Tower a la que rodeaban las salas de la City, pues la planta baja no tenía acceso público. Ascendió en la escalera mecánica cargado con el fusil, la palanca y la cámara con sus accesorios. Uno de los ascensores lo condujo hasta la planta veinte de la torre, donde hizo transbordo. El viaje hasta arriba del todo duró un minuto.
Las oficinas alojadas en el piso superior estaban abiertas. Escogió una en la que una ventana panorámica ofrecía la mejor vista de la ciudad. Depositó su carga y cerró la puerta.
Al llegar delante del cristal de la ventana, el panorama lo dejó sin aliento. Ante él había una caída de doscientos metros. Los coches aparcados en la calle eran diminutos, los cubos de basura y los kioscos de periódicos apenas resultaban reconocibles como tales.
Había subido el trípode inútilmente, acercar una mesa a la ventana también servía. Apiló encima unos cuantos libros. Cuando consideró estable la base, introdujo una casete vacía. Emplazó la cámara encima de los libros de manera que su objetivo enfocase los tejados de la ciudad que brillaban al sol. Con una mirada a la pequeña pantalla comprobó si todo estaba bien. Anotó en su libreta lugar, fecha y hora. Después puso en marcha la grabación.