Выбрать главу

Para la segunda cámara necesitó un trípode. La colocó a la entrada de la catedral de San Esteban, dirigida a la Casa Haas, ante la que los acróbatas desarrollaban sus actuaciones ante los turistas. Nunca le había gustado ese tipo de espectáculos. Temeroso de que uno de los artistas llegase a hablar o incluso cantar para él, pasaba de largo a toda prisa con la cabeza gacha.

Cuando todo estuvo preparado se disponía a conectarlo, pero recordó que aún no había visitado esa iglesia. La catedral de San Esteban era uno de los escasos edificios importantes del centro que no había registrado todavía, un descuido, pues si todavía había personas en la ciudad, era posible que buscasen asilo en el templo más grande.

Después de entreabrir la pesada puerta, entró. Lo primero que notó fue el pesado olor a incienso, que le afectó al pecho.

– ¿Hola? ¿Hay alguien aquí?

Bajo el enorme techo de la catedral su voz desplegó escasa fuerza. Carraspeó. Gritó de nuevo. Los muros devolvieron el sonido. Se quedó quieto hasta que reinó el silencio.

No lucían las velas. La iglesia estaba sumida en una luz imprecisa proyectada por algunas lámparas que pendían del techo. Las numerosas arañas no estaban encendidas. Apenas se percibía el altar mayor.

– ¿Hay alguien aquí? -inquirió a gritos.

El eco fue tan estridente que decidió no gritar más. Vagó de un lado a otro hablando consigo mismo en voz alta.

Después de inspeccionar la iglesia y cerciorarse de que no tenía compañía, dedicó su atención al altar de la Virgen María. Las personas desamparadas casi siempre le dirigían sus súplicas a ella. Allí la mayoría de las velas estaban consumidas y había visto rezar codo con codo a docenas de personas extrañas unas para otras, pasando las cuentas de sus rosarios, apretando los labios contra estampas de santos, llorando. Esa visión le había causado cierta desazón. Apenas se había atrevido a imaginar qué avatares del destino habían conducido a esa pobre gente hasta ese lugar.

Le perturbaba sobre todo el llanto de los hombres jóvenes. Las mujeres también en ocasiones lloraban en público. Pero la visión de hombres de su misma edad dando rienda suelta a sus sentimientos en un lugar de devoción a la vista de todos, le conmovía. Le atormentaba estar cerca de ellos, y sin embargo tuvo que hacer un esfuerzo para no acercarse a uno de ellos y acariciar su cabeza inclinada. ¿Sufría alguno mal de amores? ¿Los había abandonado alguien? ¿Había fallecido alguien? ¿Estaban quizá ellos mismos señalados por la muerte? Allí estaba el dolor, y los turistas japoneses e italianos se deslizaban alrededor, disparando el flash de sus cámaras fotográficas, así lo había experimentado Jonas.

Miró los bancos vacíos ante el altar sin iluminar. Le habría gustado sentarse, pero tenía la impresión de que lo espiaban. Como si alguien esperase eso precisamente.

Recorrió despacio la nave de la iglesia con el fusil encima del hombro, dolorido por la correa. Las figuras de los santos en los muros ofrecían un aspecto irreal. Macilentas y deslucidas, con sus muecas petrificadas le recordaban a los habitantes de Pompeya.

En el colegio había aprendido que bajo sus pies se pudrían los restos de doce mil personas. En la Edad Media el cementerio municipal estaba ubicado allí. Más tarde abrieron las tumbas y encomendaron a los reclusos la tarea de exhumar los huesos y apilarlos junto a las paredes. Recordó que su clase se había quedado muy callada al oír ese relato.

Pasó una barrera para acceder al altar mayor, donde dejó una nota. Colgó otra en el altar de la Virgen. Registró la sacristía. No encontró más que un par de botellas vacías de vino de misa. Nada indicaba cuándo había estado allí alguien por última vez.

La bajada a las catacumbas estaba enfrente de la sacristía. La próxima visita tendría lugar a las tres, anunciaba un horario colocado encima de una especie de disco de estacionamiento. Como requisito se mencionaba un número mínimo de visitantes de cinco.

¿Y si bajaba? La idea no le atraía demasiado. Además para entonces respiraba con dificultad, el olor a incienso le aturdía.

Regresó a la salida. El lugar se extendía ante él como congelado. Las lamparitas alumbraban con su luz mortecina los bancos de madera abandonados. Columnas grises. Altares laterales. Estatuas de santos con rostros herméticos. Altos y estrechos ventanales por los que apenas penetraban los rayos del sol.

El chirrido de las suelas de sus zapatos era el único sonido.

Situó otras cámaras delante del Parlamento, en el palacio de Hofburg, en el puente Reichsbrücke, en una calle del distrito de Favoriten. En el Burgtheater enfocó la cámara hacia los trastos que había apilado en el escenario. La del puente Reichsbrücke apuntaba al Danubio. En Favoriten filmó un cruce de calles. Se dirigió a Hollandstrasse con la última cámara.

Después de haber comido algo, prosiguió su trabajo. Le tocaba el turno al dormitorio. Comenzó de nuevo tirando por la ventana los muebles de menor tamaño, para hacer sitio. Retiró maceteros, sillas, plantas, arrojó a sacos de basura el contenido de las vitrinas. Cuando hubo hecho pedazos la cama, consideró que ese día ya había cumplido y depositó la cámara en el suelo. Tras anotar los datos, presionó la tecla de grabación.

En casa recogió las cintas de audio.

Se sentó en el sofá con un vaso de zumo y una bolsa de patatas fritas. Había dejado el magnetofón sobre la mesa de cristal, al alcance de su mano.

La primera cinta era de la vivienda vacía de al lado. Escuchó durante una hora seguida el silencio que reinaba en las estancias vecinas abandonadas. A veces creía oír algo, pero seguramente se trataba de ruidos que él mismo había causado en las demás viviendas. O pura y simplemente de figuraciones suyas.

Cuando se asomó a la ventana reparó en que era la primera vez desde hacía semanas que se habían levantado nubes de tormenta. Decidió dejar de momento la segunda casete y asegurar las cámaras colocadas al aire libre.

Mientras recorría la ciudad, lanzando de vez en cuando una mirada nerviosa al cielo cada vez más oscuro, recordó que, siendo niño, había realizado experimentos espiritistas llevado por una mezcla de superstición y sed de aventuras inspirada por una vecina medio loca.

La anciana señora Bender, a cuya casa lo enviaban cuando su madre tenía algo que hacer, solía hablarle de sus experiencias con «el más allá» y «el otro lado», del movimiento de mesas, cuando el velador de madera recorría, lanzado, toda la casa con ella y sus amigas, sin que ellas pudieran separar los dedos del tablero, o de los espíritus burlones que habían visitado a su familia durante año y medio porque ella y sus amigas se habían mofado de su existencia. Por la noche las puertas de los armarios se abrían entre crujidos, se oían golpes en la pared y arañazos en la ventana. No todo a la vez. Unas veces ocurría un fenómeno, otras otro.

Rebosante de fervor, ella llevaba la conversación al más allá, de cuya naturaleza la habían informado conocidos con dotes mediúmnicas.

ESTOY AQUÍ CON UNA ROSA EN LA MANO. ACABABA DE PINCHARME CON UNA ESPINA, había comunicado su madre muerta por boca del médium.

VIVIMOS EN UNA HERMOSA CASA CON UN ESPLÉNDIDO JARDÍN, había informado una amiga fallecida.

TODO ES VASTO, Y HAY MUCHAS HABITACIONES, decía un tío. EN EL INTERIOR ESTÁ EL EXTERIOR, Y LO QUE ES ARRIBA ES ABAJO.

Sostenía un sombrero entre sus manos con expresión preocupada, describió el médium. Inquirió si había alguna explicación para lo del sombrero.

Entonces la señora Bender relató por enésima vez que ese sombrero había reposado encima de su cadáver. Que nadie sabía de qué había muerto. Él mismo se había negado a proporcionar ninguna información al respecto. Lo más sorprendente de todo era que nadie, excepto ella y los demás parientes, conocía el detalle del sombrero.

Jonas obedecía complacido la invitación de su madre a jugar una hora en casa de la señora Bender, a pesar de que después, durante unos días, los rincones de la casa le asustaban todavía más. Había escuchado allí muchas cosas interesantes y misteriosas. Por ejemplo: la advertencia de que si se dejaba un magnetofón funcionando por la noche, la cinta grababa las voces de muertos. O que los muertos se hacían de vez en cuando visibles durante una fracción de segundo en la habitación. Que a menudo uno presentía que allí había algo, una sombra, un movimiento, y que haría bien no descartando que había visto un fantasma. Ocurría no pocas veces, añadió.