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Jonas, por más que se esforzaba, sólo lo sentía, pero no actuaba. No había reconocido al chico.

Antes no concedía la menor importancia a sus sueños. Ahora junto a su cama había papel y lápiz para escribir notas cuando se despertaba, asustado, por la noche. Esa mañana no había encontrado nada. El único botín hasta el momento era una frase de la penúltima noche. Pero no había podido leerla.

Ya en la puerta echó un vistazo hacia atrás. Todo seguía igual. Los motores de los congeladores zumbaban. Varios pasillos se encontraban en tremendo desorden. Aquí y allá asomaba una botella de leche por debajo de un estante. El aire era fresco. Más fresco que en otras tiendas.

Tras haber guardado en casa los congelados en el cajón de tres estrellas y haber colocado las conservas en el armario, conectó una de las cámaras de vídeo y puso en marcha la cinta sin fijarse de cuál se trataba.

La imagen mostraba el escenario del Burgtheater. Se oyó el ruido de una cremallera. Unos pasos quedos. Una puerta cerrándose con un ruido sordo.

Ningún sonido.

Un montón de trastos del atrezo. Un soldado de cartón con una tarjeta de visita prendida en la solapa. Un foco iluminaba la escena desde arriba a la derecha.

Jonas no apartaba la vista de la pantalla. Sopesó si activar el avance rápido, pero desechó la idea por miedo a perderse algo, alguna minucia importante.

Se impacientó.

Fue a por agua, se frotó los pies.

Llevaba una hora con la vista fija en la pantalla, contemplando la inmovilidad de objetos inanimados, cuando descubrió que ya se había visto inmerso antes en esa situación. En cierta ocasión se había pasado horas mirando de hito en hito una absurda acumulación de objetos. Hacía años, con Marie, a la que gustaban tales cosas, en el teatro: una obra moderna. Después ella le había censurado diciendo que carecía de predisposición para abrirse a lo nuevo.

No podía estarse quieto. Notaba que se le estaba durmiendo la pierna. Le picaba todo el cuerpo. Se levantó de un salto, fue de nuevo a por agua y se dejó caer en el sofá. Luego se dio la vuelta y con las piernas pedaleó en el aire, sin apartar la vista de la pantalla.

Sonó el teléfono.

De un salto formidable por encima de la mesa de cristal se situó junto al aparato. Se le paró el corazón. El siguiente latido le dolió. Daba sacudidas en su pecho y Jonas respiraba con dificultad.

– ¿Ho… hola?

– ¿La?

– ¿Quién está ahí?

– ¿I?

– ¿Puede entenderme?

– ¿Eh?

Llamase quien llamase, no lo hacía desde Austria. La comunicación era tan mala, la voz tan queda, que pensó en una llamada de ultramar.

– ¿Hola? ¿Puede entenderme? ¿Habla usted mi idioma? ¿Inglés? ¿Francés?

– ¿Es?

Tenía que pasar algo. No conseguía mantener una conversación. No sabía si el otro le oía siquiera. De no ser así, pronto cortaría la comunicación.

– I am alive! -gritó él-. I am in Vienna, Austria! Who are you? Is this a random call? Where are you? Do you hear me? Do you hear me?

– ¿Ih?

– Where are you?

– ¿Yu?

Masculló una maldición. Se oía a sí mismo, no al otro.

– Vienna! Austria! Europe!

Se negaba a reconocer que no mantenía contacto alguno. Una voz interior le decía que era inútil, pero se negaba a colgar. Hizo pausas al hablar. Escuchó. Gritó en el auricular. Hasta que se le ocurrió la idea de que su interlocutor, al constatar la existencia de problemas, volvería a llamar enseguida. En caso de ser así, la comunicación mejoraría.

– I do not hear you! Please call again! Call again immediately!

Tuvo que cerrar los ojos, tan difícil le resultó colgar. Tardó en abrirlos. Se sentó en la banqueta giratoria con la cabeza inclinada sobre los brazos estirados y las manos sobre el auricular.

Por favor, llama de nuevo.

Por favor, un timbrazo.

Inspiró y expiró profundamente. Parpadeó.

Corrió al dormitorio para coger papel y lápiz y anotar la hora. Tras cierta vacilación añadió la fecha. Era el 16 de julio.

El trabajo que se había propuesto llevar a cabo en Hollandstrasse tenía que esperar. No se atrevía a dar un paso fuera de la vivienda. Aplazó quehaceres, limitándose a lo imprescindible. Dormía en un colchón delante del teléfono.

Cambiaba el texto del contestador automático tres veces al día. Pensó qué informaciones eran las más importantes. Entre ellas incluyó el nombre, la fecha, su número de móvil. En lo referente al lugar y la hora estaba indeciso. El texto no debía ser muy largo, pero sí comprensible.

Total, que Jonas oía la cinta con creciente desilusión. Con renovados bríos cambió la secuencia de las informaciones en nuevas grabaciones, más que nada por si el teléfono sonaba durante esos seis o siete minutos que le costaría recoger zumo de manzana, bacalao congelado y papel higiénico en el supermercado.

A lo mejor la llamada fue una recompensa por mantenerse activo. Por buscar indicios en lugar de rendirse a su destino.

Con renovada fuerza de voluntad se esforzó por analizar las grabaciones de vídeo. No se dio por satisfecho con ver una vez el vídeo grabado desde la Millennium Tower. Después de no haber descubierto nada, rebobinó y visionó la cinta a cámara lenta.

Durante un momento creyó que la función de reproducción lenta de la grabadora estaba rota. Se equivocaba. No existía ninguna diferencia visible entre una grabación normal de los tejados inmóviles de Viena y otra a cámara lenta. Los árboles que hubiera podido sacudir el viento eran demasiado pequeños y lejanos como para percibir movimiento en ellos.

Apretó el botón de congelar la imagen. Cerró los ojos, avanzó la cinta, volvió a pulsar para congelar la imagen y abrió los ojos.

Ni la menor diferencia.

Cerró los ojos, bobinó hacia delante, apretó el botón de congelar la imagen y abrió los ojos.

Ni la menor diferencia.

Pasó la película casi hasta el final y pulsó la tecla de rebobinar. La imagen retrocedió a cámara rápida.

Ni la menor diferencia.

No se desconcertó. Días después analizó el vídeo del cruce de calles de Favoriten siguiendo el mismo método.

Con idéntico resultado.

Hora tras hora observaba la total inmovilidad sin reparar en nada desacostumbrado. La única variación concernía a la sombra. Había reparado en esa diferencia cuando comparaba una imagen fija del comienzo con una del final. Pero nada indicaba una anomalía. Era el curso del sol.

Tampoco los vídeos que había tomado delante del Parlamento, de la catedral de San Esteban y del palacio de Hofburg arrojaban resultados. Los analizó durante varios días. Avanzaba la cinta, la rebobinaba, miraba al teléfono, metía la mano en la bolsa de patatas fritas, se limpiaba los dedos manchados de sal en la funda del sofá. Fue pasando las imágenes de una en una y en avance rápido. No encontró nada. No había mensajes secretos.

Cuando puso el vídeo de Hollandstrasse, la pantalla dio un respingo y se oscureció.

Apoyó el puño en su frente. Cerró los ojos. La cinta virgen. Él la había desempaquetado, introducido en la cámara y pulsado todos -¡todos!- los botones necesarios. El símbolo REC se había iluminado claramente.

Cambió las cámaras. Nada. La cinta estaba vacía. Vacía, pero no sin grabar. Él sabía lo que mostraba una cinta sin grabar. Nieve. Esta de aquí mostraba oscuridad.

Se frotó el mentón, ladeó la cabeza y se pasó la mano por los cabellos.

Debía tratarse de una casualidad. De un defecto técnico. No estaba dispuesto a ver señales en todas partes.

Para calmar su fantasía, tomó una grabación de prueba con la cámara en cuestión introduciendo otra cinta. Al ponerla esperaba oscuridad. Con enorme desconcierto por su parte, la grabación fue impecable.

Así pues, la causa tenía que radicar en la cinta.