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Introdujo ésta en la cámara que había funcionado en Hollandstrasse. Filmó unos segundos, la detuvo, contempló la grabación. Nada que objetar. Imagen de la mejor calidad.

A pesar de que estaba en pleno día, bajó las persianas de forma que sólo dos estrechas bandas de luz caían sobre la alfombra mientras la vivienda permanecía en penumbra. Con el fusil a su lado, vio la cinta de principio a fin: no se veía nada, nada en absoluto. Pero había sido grabada.

A la mitad congeló la imagen y tomó una foto de la televisión con la cámara instantánea. Aguardó, expectante, a que apareciera la foto.

Mostraba la pantalla. Tan oscura como estaba.

Al ver la foto recordó sus pensamientos de que un ralentizamiento progresivo podía conducir a la muerte. Si eso era cierto, si a causa de un movimiento infinito que terminaba en la inmovilidad uno rozaba la eternidad… ¿Qué sensación predominaba entonces: de consuelo o de espanto?

Volvió a dirigir la cámara hacia la pantalla. Con el ojo pegado al visor colocó el dedo sobre el disparador. Lo apretó con suavidad, esforzándose por ralentizar el movimiento.

Pronto, se decía, habría alcanzado el punto de presión.

Apretó más despacio aún. Sintió un cosquilleo en el dedo, que se prolongó a su brazo. Y a su hombro. Notaba que se aproximaba al punto de disparo mientras al mismo tiempo disminuía la velocidad de su aproximación.

El cosquilleo se había transmitido a todo su cuerpo. Se sentía mareado. Creía oír un silbido lejano que debía ser estruendoso en su lugar de origen.

Presentía que había comenzado algo. Diferentes constantes perceptivas como el espacio, la materia, el aire, el tiempo, parecían amalgamarse entre sí. Todo confluía, tornándose viscoso.

Rápidamente adoptó una decisión. Apretó el disparador. Un clic, un relámpago. Un trozo de cartulina se deslizó fuera del aparato con un zumbido. Jonas cayó de espaldas sobre el sofá. Olía intensamente a sudor. Sus mandíbulas se separaron en un tic convulsivo.

La foto que tenía en la mano mostraba la pantalla oscura.

El último vídeo había sido grabado en el puente Reichsbrücke. Se veía el fluir regular del Danubio y la sólida Isla del Danubio, en cuyos locales Jonas había festejado con gusto y donde por amor a Marie se había expuesto cuatro semanas antes al barullo cervecero de la fiesta de la Isla del Danubio.

Al cabo de unos minutos sus ojos se dilataron. Sin percibirlo de manera consciente fue levantándose del sofá centímetro a centímetro mientras se inclinaba hacia delante como si quisiera meterse dentro del televisor.

Un objeto flotaba en el agua. Un envoltorio rojo.

Rebobinó. No lograba distinguir de qué se trataba. Parecía una mochila, pero una mochila no podía mantenerse a flote en el agua, tenía que hundirse. Lo más probable es que fuese un trozo de plástico. Tal vez un recipiente. O una bolsa.

Rebobinó varias veces para ver cómo en el borde superior izquierdo de la imagen aparecía una manchita roja que se engrandecía, perfilándose poco a poco, distinguiéndose bien durante un instante para luego desaparecer en el borde inferior de la imagen. ¿Debía dirigirse inmediatamente allí, registrar el lugar y las orillas de la Isla del Danubio o terminar de ver la cinta?

Se quedó sentado en el sofá con el pulso acelerado, las piernas cruzadas, los ojos clavados con avidez en el agua del Danubio. No se sintió decepcionado cuando al finalizar la cinta no halló ninguna otra singularidad. Visionó de nuevo la cinta de principio a fin, hizo las comprobaciones habituales con la imagen fija y el rebobinado antes de guardarse la llave del coche y coger el fusil.

Al pasar, su mirada cayó sobre el teléfono.

Bah, pensó. No iba a sonar precisamente en ese momento.

Lo primero que deseaba comprobar era la posición de la videocámara, por lo que se detuvo en el puente Reichsbrücke. Nada más apearse, notó que algo había cambiado.

Deambuló de un lado a otro. Primero veinte metros en una dirección, luego en otra. El viento le daba en la cara. Hacía tanto fresco que lamentó no haberse puesto una chaqueta. Se levantó el cuello de la camisa.

Tenía la certidumbre de que algo iba mal.

Apoyó los brazos en la barandilla del puente más o menos en el lugar donde había apostado la cámara. Observó el Danubio fluir con un murmullo tan débil, que el estruendo de los coches y camiones que transitaban por encima del puente lo engullía. Incluso de noche. Pero lo que le irritaba no era el murmullo.

Su mirada buscó en el agua el rumbo aproximado que había tomado el objeto. Había entrado en la imagen por el fondo. ¿Qué había allí? Y luego había salido de la imagen. ¿Hacia dónde flotaba?

Cambió al otro lado del puente. Por lo que vislumbraba, la isla se extendía hacia el noroeste, bañada a derecha e izquierda por el Danubio. Allí no había pequeñas cribas o rejas en el lecho del río. Tampoco bahías importantes, ni lenguas de tierra. Por consiguiente era improbable que el objeto rojo hubiera quedado retenido en alguna parte o hubiera sido arrastrado a la orilla. No obstante era necesario buscar.

Y estando así junto a la barandilla del puente, las manos en los bolsillos, apoyándose en la tripa, recordó lo que había anhelado ser en el pasado: un superviviente.

Se había imaginado muchas veces qué sentiría al perder por los pelos un tren que después sufría un accidente en las montañas.

Todos los detalles desfilaban ante sus ojos: fallaban los frenos y el tren caía por un precipicio. Los vagones se estrellaban unos contra otros, quedando aplastados. Poco después la televisión ofrecía las primeras tomas aéreas del escenario. Los enfermeros prestaban ayuda a los heridos, los bomberos corrían de un lado a otro, por doquier luces azules de los vehículos de emergencia. Contemplaba las imágenes en un televisor del escaparate de una tienda de electrónica. Constantemente tenía que tranquilizar por teléfono a amigos que habían temido por él. Marie lloraba. Hasta su padre estuvo a punto de sufrir un colapso. Durante días y días se veía obligado a relatar cómo había acontecido la feliz circunstancia.

Lo habían llamado por equivocación para un vuelo anterior. En realidad había llegado tan temprano al aeropuerto para hacer unas compras y escoger algo bonito para Marie en la Duty Free Shop. Pero entonces resultaba que podía encontrar sitio en un vuelo más temprano. En una variante de la fantasía confundía las horas del despegue, se apuntaba por error para el vuelo equivocado, pero un fallo informático le impedía tomarlo. En todas las variantes de esta fantasía el avión para el que tenía billete se precipitaba hacia el suelo. En las noticias anunciaban su muerte. De nuevo tenía que tranquilizar a amigos desesperados. «Es un error, estoy vivo.» Alaridos por el auricular: «¡Está vivo!».

Un accidente de automóvil en el que salía con un par de rasguños de un coche destrozado, mientras los cadáveres yacían a su alrededor. Un teja caía a su lado y mataba a un desconocido. Una toma de rehenes en un banco en la que un rehén tras otro morían a tiros hasta que la policía asaltaba el edificio y lo salvaba. La locura homicida de un perturbado. Un atentado terrorista. Una riña a cuchilladas. Veneno en el restaurante.

Su deseo era superar un peligro a los ojos de todos. Ostentar el galardón de haber superado una dura prueba.

Había deseado ser un superviviente.

Un elegido.

Y ahora lo era.

No era difícil avanzar por la Isla del Danubio, pero temía pasar por alto algo importante, así que emprendió el camino a pie. Pronto se topó con una tienda que alquilaba ciclomotores y bicicletas. Recordó haber alquilado allí con Marie uno de esos coches a pedales que se usaban en las playas italianas.

No estaba cerrada. Las llaves de los ciclomotores colgaban de la pared. Cada una llevaba pegada una nota con el número de matrícula.

Se sentó en una Vespa verde oscura que le hubiera gustado conducir a los dieciséis años. Sus padres no disponían de ahorros. El dinero de su primer trabajo en vacaciones sólo había alcanzado para una vieja Puch DS 50. Y cuando a los veinte se compró un Mazda usado, fue el segundo propietario de coche en la familia después del tío Reinhard.