Rodó por las calles asfaltadas de la isla sujetando el fusil entre las piernas. De nuevo le asaltó la sensación de que algo no encajaba. No faltaban solamente las personas. Echaba de menos algo más.
Tras apearse, se aproximó a la orilla y colocó las manos en forma de bocina junto a la boca.
– ¡Hola!
No gritó por creer que alguien pudiera oírle, pero por un momento disminuyó la opresión que sentía en el pecho.
– ¡Hola!
Chutaba piedras por delante de él. La gravilla chirriaba bajo sus pies. Se acercó demasiado al agua, se hundió y se le mojaron los zapatos.
Su entusiasmo por la búsqueda del objeto rojo había desaparecido. Le parecía absurdo buscar un jirón de plástico que había pasado flotando días antes. No era una señal. Era un trozo de basura.
El frío arreciaba. Nubes oscuras se acercaban deprisa. El viento azotó las hierbas altas que crecían al borde del camino. Jonas tuvo que pensar en el teléfono de casa. Cuando las primeras gotas palmotearon su rostro, dio media vuelta.
8
Se despertó sobresaltado de una pesadilla. Transcurrieron unos confusos segundos hasta que comprendió que era por la mañana temprano y que yacía delante del teléfono. Se dejó caer en el colchón.
Había soñado que la gente volvía en masa a la ciudad. Él iba hacia ellos. Venían por el camino en fila india y formando pequeños grupos, como si fuesen personas que regresaban a casa después de un partido de fútbol.
No se atrevió a preguntarles dónde habían estado. Ellos no le prestaban atención, pero oía sus voces, sus risas, las bromas que se gastaban a gritos. No se acercó a más de diez metros. Él caminaba por el centro de la calle. Ellos pasaban de largo a derecha e izquierda. Cada vez que intentaba llamar la atención sobre su persona, le fallaba la voz.
Se sentía hecho polvo. No sólo porque había vuelto a pasar la noche delante del teléfono, sino porque tampoco había conseguido desvestirse.
Comprobó que el auricular estaba bien colgado.
Mientras buscaba pan integral en el cajón inferior de la cocina, su trasero chocó violentamente contra la nevera. El teléfono móvil que llevaba en el bolsillo del pantalón recibió un golpe. Aunque era improbable que hubiera sufrido daños, lo sacó para revisar su funcionamiento. Tenía que permanecer intacto a cualquier precio. Lo que no podía perder era la tarjeta SIM.
Había vuelto a guardarse el aparato cuando le asaltó una atroz sospecha. Revisó la lista de llamadas con dedos temblorosos. Presionó «Números marcados». La primera anotación mostraba el número de su teléfono fijo. Marcado el 16 de julio a las 16:31 horas.
Se abalanzó al teléfono. Pisoteando el colchón revolvió en un montón de papeles antes de descubrir la nota bien visible encima de la agenda de direcciones.
16:42 horas. 16 de julio.
Deambuló sin rumbo por la ciudad a pesar de que se había propuesto trabajar en la vivienda de su padre. Tomó Handelskai en dirección sur. Cuando pasó junto a Millennium Tower, alzó la vista. El sol le deslumbró. Dio un volantazo. El coche se bamboleó ligeramente. Pisó el freno a fondo. Se deslizó a velocidad más sosegada. Su corazón latía con fuerza.
Observó desde la lejanía que su pancarta aún giraba alrededor de la Torre del Danubio. Condujo hasta la entrada. No se atrevió a salir del coche. Sus ojos buscaron una señal de que su bandera hubiera atraído a alguien. Encima de él el café retumbaba al girar: un aullido rítmico que a intervalos regulares acallaba un crujido. Intuyó que no tardaría mucho en salir todo volando allí arriba.
Cruzando el Reichsbrücke, llegó a Lassallestrasse. Dos minutos después se detuvo ante la noria gigante. Con el fusil en las manos echó un rápido vistazo. Hacía calor y no corría aire. No se divisaba una sola nube.
Convencido de que no le amenazaba ninguna sorpresa del exterior, pasó junto al café para dirigirse a la oficina de la noria. La cabina de mando se encontraba detrás de una puerta discreta en la tienda donde se ofrecía a los turistas una reproducción en miniatura de la noria gigante y otras baratijas.
Examinó la caja de mandos, del tamaño de una pizarra escolar. A diferencia de la Torre del Danubio, allí no había letreros. No obstante comprendió pronto que el botón amarillo conectaba y cortaba el suministro de corriente a todo el sistema. Después de haberlo pulsado, las lámparas se iluminaron. Un anuncio eléctrico parpadeó. Apretó otro botón: la góndola inferior, que veía a través de un escaparate desde su sitio junto a los pupitres, se puso en movimiento.
Encima de una de las mesas había un rotulador. Escribió con él su número de teléfono sobre la pantalla de un ordenador. También dejó una nota en la puerta antes de guardarse el rotulador en el bolsillo de la pechera de su camisa.
Se acercó paseando hasta el siguiente puesto de salchichas, el mismo que había visitado en su última visita. Sacó de un estante una bolsa de colines. Desayunó sin apartar la vista de las barquillas.
¿Y si se montaba?
Peinó a pie el terreno del parque de atracciones Wurstelprater. Puso en marcha todo lo que pudo. No siempre logró averiguar el sistema de funcionamiento, pero sí con la frecuencia necesaria para que el parque de atracciones estuviera pronto repleto de música y barullo. Ciertamente no podía compararse con el volumen de sonido de antes. No había puesto en marcha bastantes carruseles y alfombras voladoras para eso. Además, faltaba la gente. Pero si cerraba los ojos, con un poco de buena voluntad podía entregarse a la ilusión de que todo era igual que antes. De que estaba cerca de la fuente, rodeado de desconocidos divirtiéndose. Enseguida compraría una mazorca de maíz hervida. Y por la noche, Marie regresaría de Antalya.
Volvió a trasladar el colchón al dormitorio. Cambió las sábanas. Limpió el suelo delante del teléfono. Metió en una bolsa de basura los envases vacíos de patatas fritas y las chocolatinas abiertas diseminadas por el suelo. Tiró asimismo los botes de bebida. Barrió y por último fregó los cercos sucios y pegajosos de los vasos en el parquet. Mientras lo hacía, se propuso no volver a abandonarse tanto. Debía mantener el orden, al menos entre sus cuatro paredes.
Montó la videocámara delante del lecho. La puso en marcha. El encuadre no era favorable. Aunque más tarde podría observar cada detalle de sus gestos, sólo sacaría partido de ese vídeo si superaba el reto de pasar toda la noche tumbado inmóvil.
Puso el zoom a la máxima amplitud. No era suficiente. Corrió el trípode un metro más atrás y miró de nuevo la pequeña pantalla. El encuadre le satisfizo. La cama aparecía entera en la imagen. Probó entonces el funcionamiento de la cámara y de la cinta. No quería exponerse a otra sorpresa.
Como no se sentía lo bastante tranquilo para acostarse, se sentó ante el televisor con una bolsa de palomitas. Había sustituido la cinta de la Love Parade por una comedia. Desde los primeros días de su soledad no había visto ninguna película y por tanto a otras personas hablando, actuando.
Con las primeras palabras de la protagonista le invadió tal espanto que pensó en quitar la cinta, pero se contuvo. Confió en que se le pasaría.
Empeoró. Sintió un nudo en la garganta y se le puso la carne de gallina. Le temblaban las manos y tenía las piernas demasiado flojas para levantarse.
Tras apagar con el mando a distancia, se arrastró a cuatro patas hasta la grabadora. Cambió la cinta de la película por la de la Love Parade. Rebobinó. Se subió al sofá.
Apretó la reproducción.
Apagó el sonido.
Cuando despertó, era de noche. Como en una duermevela caminó al dormitorio. Renunció a lavarse los dientes. Pero todavía conectó la cámara, apretó REC y cayó sobre la cama.