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La empresa Schmidt ocupaba todo el segundo piso, compuesto por seis estancias, que Jonas recorrió. No advirtió nada desacostumbrado. Las pantallas estaban sobre los escritorios, al lado se apilaban los papeles. En las paredes colgaban los cuadros chillones de la tía de Anzinger, que pintaba. La planta de Martina seguía en su sitio, junto a la ventana. En el rincón de los niños instalado por la señora Pedersen se veían pelotas, construcciones y locomotoras de plástico como si los acabaran de abandonar. Por todas partes voluminosos paquetes con los catálogos recién entregados obstruían el paso. Tampoco el olor había cambiado. En el aire se cernía esa mezcla de madera, tela y papel a la que no te quedaba más remedio que acostumbrarte o pedir la cuenta al cabo de pocos días.

Encendió el ordenador e intentó conectarse a la red.

No se puede encontrar la página. Seguramente se han producido dificultades técnicas o debería revisar los ajustes del navegador.

Situándose en la línea de direcciones, tecleó:

www.orf.at

No se puede encontrar la página.

www.cnn.com

No se puede encontrar la página.

www.rtl.de

No se puede encontrar la página.

Intente lo siguiente: Pulse Actualizar o repita el proceso más tarde.

El viejo suelo de madera crujió bajo sus zapatos mientras recorría de nuevo una habitación tras otra. Buscaba con mucho cuidado algo que no hubiera estado allí el viernes por la tarde. Marcó los números almacenados en el teléfono de Martina. Respondieron los contestadores automáticos. Habló de manera confusa, tartamudeando, hasta que finalmente dejó su número de teléfono. No sabía con qué abonado había entablado contacto.

En el comedor para empleados sacó una limonada de la nevera y se la bebió de un trago.

Luego se volvió bruscamente.

No se veía a nadie.

Cogió una segunda lata sin apartar la vista de la puerta. Entre un trago y el siguiente hacía una pausa para escuchar, pero sólo oía el siseo del carbónico en la lata.

¡Por favor, llámame inmediatamente! Jonas.

Pegó el post-it en la pantalla del ordenador de Martina. Se dirigió, presuroso, hacia la puerta, sin examinar las demás habitaciones, y bajó las escaleras saltando los escalones de tres en tres.

Su padre vivía desde hacía años en el distrito 5, en Rüdigergasse. A Jonas le gustaba la zona. El piso, sin. embargo, le había desagradado desde el principio. Demasiado oscuro, demasiado bajo. A él le gustaba contemplar la ciudad desde arriba. Su padre prefería que los paseantes lo viesen en el cuarto de estar. Pero él estaba acostumbrado a eso desde antes. Desde la muerte de su madre, su padre anhelaba la comodidad por encima de todo. Vivía al lado del supermercado, y en el piso de arriba pasaba consulta un médico.

Durante el trayecto hacia el distrito 5 se le ocurrió la idea de armar escándalo. Tocó el claxon como si formara parte de la comitiva de una boda. Al mismo tiempo la aguja del tacómetro temblaba alrededor del 20. El motor tartamudeaba.

Recorrió dos veces ciertas calles principales, atisbando a derecha e izquierda para ver si se abría la puerta de una casa o alguna ventana. Le costó casi media hora recorrer ese breve trayecto.

Se puso de puntillas delante de la ventana de su padre. La luz estaba apagada y el televisor también.

Se tomó tiempo para observar la calle. Un coche rozaba el bordillo, otro estaba aparcado demasiado cerca de la calzada. Una botella asomaba por un cubo de la basura. Un trozo de plástico superpuesto se mecía al viento sobre el sillín de una bici. Contó las motos y motocicletas situadas delante del edificio e intentó memorizar incluso la posición del sol. Sólo entonces sacó el par de llaves y abrió la puerta.

– ¿Papá?

Cerró rápidamente las cerraduras de arriba y de abajo. Encendió la luz.

– Papá, ¿estás aquí?

Llamaba antes de entrar en una habitación, intentando imprimir fuerza y profundidad a su voz. Del vestíbulo pasó a la cocina. Desde allí, nuevamente por el vestíbulo, al cuarto de estar. Luego al dormitorio. No olvidó el baño ni el aseo. Metió la cabeza en la despensa, que olía a manzanas y verdura fermentadas.

Su padre, el acaparador y ahorrador, que untaba con mantequilla el pan mohoso y ponía al baño María conservas caducadas, ya no estaba allí.

Como todos los demás.

Al igual que ellos, había desaparecido sin dejar rastro. Parecía como si acabara de salir. Hasta sus gafas de lectura estaban en el sitio de siempre, encima de la televisión.

Jonas encontró en la nevera un frasco de pepinillos que parecían comestibles. No había pan fresco, pero sí un paquete de pan tostado sobre el aparador. Eso bastaría. No le apetecía abrir por segunda vez la puerta de la despensa.

Mientras comía, intentó sintonizar alguna emisora de televisión sin demasiadas esperanzas. No cabía descartarlo del todo, pues recordó que el aparato de su padre estaba conectado a una antena parabólica. A lo mejor fallaba sólo la red de cable y los canales podían recibirse vía satélite.

Nieve y ruido.

En el dormitorio, el viejo reloj de pared de su padre marcaba su ritmo acompasado. Se frotó los ojos. Se estiró.

Miró por la ventana. Por lo visto, nada había cambiado. El trozo de plástico ondeaba al viento. Ninguno de los coches se había movido. El sol ocupaba la posición acostumbrada en el cielo y parecía seguir su curso.

Colgó la camisa y el pantalón de una percha. Escuchó de nuevo atentamente para intentar captar algo más que el reloj de pared. Después se deslizó bajo la manta. Olía a su padre.

Penumbra. En el primer momento no supo dónde estaba.

En la duermevela que precede al despertar, el tictac del reloj que tan familiar le resultaba desde la infancia había propiciado la ilusión de que se encontraba en otra época y otro lugar. De niño, oía ese tictac cuando se tumbaba en el sofá del cuarto de estar, donde le obligaban a dormir la siesta. Rara vez pegaba ojo. Permanecía despierto, sumido en sus ensoñaciones, hasta que su madre acudía a despertarlo con un vaso de cacao o una manzana.

Encendió la lámpara de la mesilla de noche. Las cinco y media. Había dormido más de dos horas. El sol estaba tan bajo que sus rayos sólo iluminaban los pisos más altos de la estrecha calle. En la vivienda parecía haber anochecido.

En calzoncillos, se encaminó hacia el cuarto de estar arrastrando los pies. Parecía como si alguien acabase de abandonarlo de puntillas para no perturbar su sueño. Casi percibía las huellas que ese desconocido había dejado en la estancia.

– ¿Papá? -llamó, a sabiendas de que no recibiría respuesta.

Miró por la ventana mientras se vestía. El trozo de plástico. Las motos. La botella en el cubo de basura.

Nada había cambiado.

En casa encontró una lata de conservas en un estante. Mientras el plato giraba en el interior del microondas, se preguntó cuándo volvería a acudir a un restaurante. Miraba cómo los segundos disminuían en el panel indicador. 60… 30… 20… 10…

Contempló la comida. Tenía hambre, pero no apetito. Tras tapar el plato, lo apartó a un lado y se aproximó a la ventana.

Bajo él se extendía la calle Brigittenauer Lände. Una hilera de árboles de un verdor brillante e intenso ocultaba ligeramente la visión del agua turbia del canal del Danubio, que fluía con un suave chapoteo. Al otro lado se alzaban los árboles que bordeaban Heiligenstädter Lände. A la derecha del edificio vienés de BMW seguían girando, como siempre, los dos enormes logos de Ö3 sobre el tejado de la emisora de radio, también muda. En el horizonte, las boscosas montañas próximas circundaban la ciudad: Hermannskogel, Dreimarkstein, Exelberg. Y en Kahlenberg, donde Jan Sobieski había marchado contra los turcos más de trescientos años antes, se alzaba la gigantesca antena de televisión.