De camino hacia la estación de mercancías de Matzleinsdorf, donde se encontraba el Parque Sur de Maquinaria cruzó por delante de la iglesia de Mariahilfer Gürtel. Al pasar leyó la pancarta colocada en su fachada:
Jesucristo te ama.
Apretó más el acelerador.
El Parque Sur de Maquinaria era, junto con el Cementerio Central, la superficie más vasta de Viena cercada por muros. Jonas nunca había estado antes allí. Le costó cinco minutos encontrar la puerta. Al doblar la esquina, se asombró. Nunca había visto en el mismo lugar tantos camiones aparcados a distancias regulares, como para una foto publicitaria. Debían ser cientos.
Había muchos camiones articulados con trailers. Pero conducirlos requería cierto entrenamiento, y además había que subir el contenedor de carga al tráiler. Él quería un camión corriente. Un transporte espacioso.
Mientras caminaba despacio entre los camiones, se enfadó por no haberse dado crema. Tenía tanto miedo a quemarse con el sol que interrumpió varias veces la búsqueda para secarse la cara en el Spider refrigerado y beber agua mineral. Daba un trago, jugaba con los dedos en el volante y miraba por el retrovisor.
Por fin creyó haber encontrado su vehículo. Un DAF de unas sesenta toneladas. Por desgracia no tenía las llaves puestas. Como no le apetecía buscarlas en la oficina, optó por un modelo algo más antiguo, pero más grande, provisto también de todos los extras imaginables. Tenía radio, una pequeña televisión, aire acondicionado, luz, y en el amplio espacio destinado a la cama, una placa de cocina.
En cuanto encendió el motor, se animó. No había oído nada comparable desde hacía mucho tiempo. El vehículo tenía fuerza. También la visión desde la cabina agradó a Jonas. En el Spider le daba la impresión de que iba sentado a escasos centímetros de la calzada; en ese puesto por el contrario creía hallarse en el primer piso de un edificio con ventanas panorámicas.
La documentación estaba en la guantera. En ella encontró también cosas del anterior conductor. Sin el menor reparo lo tiró todo por la ventanilla. También arrojó dos camisetas halladas en la litera.
De un almacén de reparaciones en los talleres trajo dos rieles metálicos. Con el rotulador de la oficina de la noria gigante escribió en un cartel de la empresa que había en la pared: Querido Jonas, 21 de julio. Tu Jonas.
Condujo hasta el Spider. Volvió a bajar la plataforma de elevación. Calculó la distancia entre las ruedas y apoyó los rieles en la superficie de carga. Segundos después el Spider se encontraba dentro del camión.
Aparcó el camión delante de la casa de su padre. Bajó el Spider a la calle con ayuda de los rieles metálicos. Por sentido del deber registró la vivienda. Todo estaba igual que en su última visita. Hasta el olor. Olía a su padre.
Contempló el teléfono del pasillo.
¿Había sonado hacía unos días? ¿Cuando él había llamado imaginándose los timbrazos? ¿Había estado realmente allí ese teléfono? ¿El timbre había atravesado la vivienda?
Atisbo la calle por la ventana del dormitorio. El camión tapaba la visión de las bicicletas y del cubo de la basura por el que asomaba la botella.
Detrás de él se oía el tictac del reloj de pared.
Sintió el impulso de abandonar la ciudad. Por un rato. Averiguar definitivamente si de verdad no había gente en ninguna parte. Aunque no se topase con nadie en Berlín o en París, a lo mejor hallaba el modo de llegar a Inglaterra. Pero por otro lado no era capaz de imaginarse deteniéndose largo tiempo en un entorno desconocido. Presentía que tenía que luchar por cada metro, que debía apropiarse con esfuerzo de cada lugar al que llegaba.
Nunca había entendido cómo había gente capaz de mantener dos viviendas. ¿Cómo se soportaba a la larga vivir una semana o un mes aquí y otro allí? Una vivienda nueva le recordaría a la antigua, y al cabo de un mes la nueva sería la antigua y ya no se orientaría en la casa a la que regresase. Recorrería las habitaciones y encontraría cosas equivocadas. Un despertador equivocado, un perchero equivocado, un teléfono equivocado. La taza en que bebería el café matinal le pertenecería, claro, pero no podría evitar pensar en la que había utilizado el día anterior y en dónde se encontraba en ese momento. ¿En un aparador? ¿En un lavavajillas sin vaciar?
El espejo del cuarto de baño en el que se contemplara tras la ducha le mostraría exactamente la misma imagen que aquel en el que se había mirado el día anterior. Sin embargo tendría la impresión de que algo fallaba en esa imagen.
Podría estar tumbado en el balcón, hojeando revistas. O ver la televisión, o aspirar el polvo, o cocinar. Pensaría en el otro hogar, en el otro balcón, en el otro televisor, en la otra aspiradora, en el otro molinillo de pimienta dentro del otro armario de cocina. Por las noches podría tumbarse en el sofá a leer un libro. Al mismo tiempo recordaría los libros colocados en las estanterías de la otra casa. Las letras del interior de los libros cerrados. Las historias que atesoraban esas páginas para aquel capaz de interpretarlas.
Y antes de dormirse, ya en la cama, recordaría su lecho en el otro hogar y se preguntaría si ahora estaba durmiendo en casa o si había dormido en casa el día anterior.
Conectó la videocámara al televisor. Mientras rebobinaba la cinta, bajó las persianas para que el sol poniente no lo deslumhrase. La estancia quedó sumida en la penumbra del crepúsculo.
Apretó el start. Puso el volumen al máximo.
Se vio a sí mismo pasando junto a la cámara y cayendo en la cama. Se tumbó boca abajo, como de costumbre. No era capaz de conciliar el sueño en otra postura.
La luz tenue de la lámpara de la mesilla de noche bastaba para verlo todo. El durmiente yacía con los ojos cerrados y respiración profunda y acompasada.
Jonas no era de las personas que se miran al espejo más de dos veces al día. Pero conocía su aspecto, tenía una vaga idea de la expresión que solía exhibir su rostro. Sin embargo, verse cuando todos sus rasgos estaban relajados le ponía un poco nervioso.
Sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón y lo colocó encima de la mesa, para no volver a llamarse a sí mismo. Miró la pantalla. Excepcionalmente se le había ocurrido activar el bloqueo del teclado.
Al cabo de unos minutos el durmiente hurtó el rostro a la cámara y enterró la cabeza debajo de la almohada mientras se oía un crujido. Un momento después reapareció. Se puso de lado, poco después se tumbó boca arriba y se pasó la mano por los ojos.
De vez en cuando Jonas detenía la cinta y escuchaba. Caminó por la habitación bamboleando los brazos y se sirvió una copa de vino. Le costó trabajo regresar a la grabación.
Doce minutos antes de finalizar la cinta, el durmiente se giró de nuevo ofreciendo el rostro a la cámara.
Durante un momento le dio la impresión de que abría un ojo, de que el durmiente miraba a la cámara. Lo hacía con plena conciencia de que era filmado y volvía a cerrar el ojo en el acto.
Cuando contempló el pasaje por segunda vez, se sintió inseguro. Después de la cuarta se convenció de que se había equivocado. Además tampoco tenía sentido.
Al cabo de cincuenta y nueve minutos el durmiente farfulló algunas frases. Unas palabras ininteligibles, agitando los brazos. Se volvió apartándose de la cámara. La pantalla se oscureció, la cinta dejó de zumbar y Jonas se enfadó por haber utilizado una cinta de una hora.
Rebobinó. Repasó el último minuto a cámara lenta sin reparar en nada desacostumbrado. Escuchó con atención las cuatro frases. La más inteligible era la segunda. En esta creyó entender tres palabras, «káiser», «madera», «acabar». El descubrimiento no tenía demasiado interés.
Volvió a contemplar la cinta desde el principio.