Casi cincuenta minutos transcurrían sin incidentes. Después venía el pasaje que le había irritado la primera vez.
Y sucedió de nuevo.
Durante una fracción de segundo se percibía la mirada penetrante del ojo del durmiente mirando a la cámara sin un atisbo de somnolencia hasta que el ojo volvía a cerrarse.
Jonas buscó el mando a distancia encima de la mesa, pero no lo encontró porque lo llevaba en la mano. Transcurrió un rato hasta que su pulgar tembloroso acertó con el botón que detenía la casete.
No debía enloquecer. Si se empeñaba, seguro que hallaría más detalles extraños en la cinta. Igual que podía imaginar sonidos en las cintas de audio. Si se empeñaba, podía encontrar inmediatamente una docena de supuestas alusiones a esto y aquello. ¿Por qué le había saludado de un modo tan raro el conductor del autobús el 1 de julio? ¿De qué habían cuchicheado Martina y su nuevo y extraño colega durante la fiesta de la empresa? ¿Por qué el 3 de julio colgaba en todas las puertas de las viviendas del edificio, excepto la suya, la hoja de propaganda de un fabricante de pizzas? ¿Por qué no llovía casi nunca? ¿Por qué a veces, después de diez horas de sueño, le embargaba la sensación de no haber pegado ojo? ¿Por qué creía que le observaban?
En cualquier circunstancia debía atenerse a lo que había. A lo que era claramente demostrable, indiscutible.
Subió las persianas y abrió la ventana. Comprobó que la puerta de la vivienda estaba cerrada con llave. Tras haber inspeccionado todas las habitaciones, lanzó una mirada al armario empotrado.
Con el fusil a su lado, volvió a ver la grabación entera, a cámara rápida. En el pasaje que le confundía, miró por la ventana. Antes de las frases murmuradas cambió al modo de reproducción normal.
Sólo conseguía entender esas tres palabras. No creyó que el durmiente quisiera decirle algo. A pesar de todo se percató de que estaba viendo algo importante.
Preparó dos cámaras en el dormitorio. Situó una a escasos metros de la cama. Orientó la otra para que filmase la cabecera. Existía el peligro de que se diera la vuelta durante el sueño saliendo del encuadre, pero deseaba contemplar a toda costa su rostro de cerca, aunque sólo fuera durante unos minutos.
Puso cintas de tres horas de duración.
9
Despertó con un tic en la mano: se le contraía la base del pulgar. Golpeó la almohada y se frotó la zona. Las contracciones no cesaron.
Se tumbó de lado. Sobre la almohada, a su lado, yacía un camisón de Marie. Ella no se lo había puesto ni una sola noche. Él había mudado las camas después de haberse despedido agitando la mano detrás de su taxi. No obstante su olor continuaba adherido débilmente a ella.
Vio el albornoz de Marie colgado de un gancho de la pared. Y su armario, del que asomaban unas braguitas. Y los libros apilados por ella en su mesilla de noche.
De camino al distrito 5 comió una manzana. No le gustaban demasiado las manzanas ni otra clase de frutas de hueso. Su madre se las imponía. Había discutido con ella hasta su muerte sobre lo que era sano y lo que no, sobre lo que había que comer y de lo que había que abstenerse. Jonas pensaba que lo que era sano para uno no tenía por qué sentar bien a otro. Ella rebatía esa opinión. En el mundo de su madre todo tenía su lugar. Siendo niño, ella le había amargado las vacaciones de verano en Kanzelstein paseando todos los días con él por el jardín y dándole a probar manzanas, peras, bayas e incluso plantas como la acedera. Su padre meneaba la cabeza en su tumbona, pero al final prefería reclinarse y hojear su periódico.
Cuando giró para entrar en Wienzeile, se acordó de que no había recogido cajas de mudanza. Allí cerca conocía una pequeña tienda que las vendía. Giró con un volantazo. Por segunda vez en esa mañana pasó por delante de la iglesia parroquial de Maria vom Siege, en cuya fachada una pancarta aseguraba que Jesús le amaba. Tocó el claxon.
La puerta automática del mercado de materiales de construcción de Lerchenfelder Gürtel se abrió de golpe con un zumbido. Dirigió el Spider por los corredores sin rozar siquiera la carrocería. Encontró las cajas de mudanza en la parte trasera del mercado. No podía calcular cuántas precisaría, así que llenó el coche.
Antes de dirigirse a la vivienda dio un paseo por Rüdigergasse. Llamó a los interfonos sin esperar respuesta. En Schönbrunner Strasse disparó a los cristales de las ventanas.
Estatuas por todas partes.
Estatuillas, figuras, ornamentaciones murales de rostros por doquier.
Nunca antes se había percatado. Mirase adonde mirase, casi en cada casa, descubría figuras de piedra. Ninguna de ellas le miraba. Pero todas tenían rostro. En un edificio sobresalía del paramento de un mirador un perro alado; en otro, un niño gordo tocaba una flauta muda. Más allá, una máscara miraba fijamente desde un muro, y acullá un pequeño anciano barbudo predicaba a un público invisible. Antes no se había dado cuenta.
Apuntó al viejo predicador. Su brazo vaciló. Con un ademán amenazador bajó el fusil.
Se disponía a doblar para entrar en Wehrgasse cuando vio el símbolo de Correos. Cayó en la cuenta de que aún no se le había ocurrido inspeccionar con detenimiento una oficina de Correos. Había enviado postales que nunca habían llegado a su buzón. Pero nunca se le había ocurrido ocuparse más detenidamente de una oficina de Correos.
La puerta automática no se abrió al colocarse delante del sensor, de modo que la rompió a tiros. Hizo lo mismo unos metros más allá para acceder a la sala de cajas.
En las cajas había poco dinero, seguro que no más de diez mil euros. Seguramente la mayor parte estaba depositada en una caja fuerte emplazada en una de las habitaciones traseras. Para Jonas, sin embargo, el dinero carecía de importancia.
Se sentó junto a una de las amplias sacas que contenían el correo sin clasificar. Abrió uno de los sobres al azar. Una carta comercial reclamando una cuenta impagada por un cargamento de material.
La carta siguiente era privada. La escritura torpe revelaba a una mujer de edad avanzada que escribía a una tal Hertha de Viena. Hertha debía estudiar con ahínco, mas no demasiado, para no dejar que la vida pasara de largo junto a ella. Tu abuelita.
Contempló el sobre. Tenía matasellos de Hohenems.
Recorrió despacio la oficina de Correos. No descubrió señales de una partida precipitada de los funcionarios.
Registró los bolsillos de una bata azul que colgaba de un perchero en el cuarto trasero. Contenían monedas, cerillas, cigarrillos, un paquete de pañuelos, un bolígrafo, un boleto de la loto relleno, pero no sellado.
En una chaqueta de mujer colgada al lado descubrió una caja de condones.
Y en un maletín, un bocadillo de aspecto poco apetitoso.
Antes de marcharse escribió con rotulador su número de móvil encima de todos los mostradores. Pisó el timbre de alarma. No sucedió nada.
Empaquetó una caja de mudanzas detrás de otra. Pero no avanzaba tan deprisa como había calculado. Muchas de las piezas que pasaban por sus manos estaban ligadas a sus recuerdos. A veces sólo conseguía recordar vagamente la importancia de aquel libro, de aquella camisa. Se quedaba parado, acariciándose la barbilla, la mirada perdida en un punto lejano. En general, oler el objeto le ayudaba. El aroma desencadenaba recuerdos más profundos que la visión.
Además era poco hábil empaquetando y alisando. Le impacientaba tener que envolver en papel de periódico las tazas de porcelana una por una, porque el mero contacto con el papel de periódico le desagradaba desde siempre. El ruido del papel de periódico al frotarlo le ponía la carne de gallina, igual que a Marie la había martirizado el sonido de la tiza sobre una pizarra o el tintineo de los cubiertos. Podía leer un periódico, pero cualquier otro crujido desataba una sarta de maldiciones.
A última hora de la tarde penetró por la fuerza en un barucho vecino. Encontró algo de comer en el congelador. Se sirvió una cerveza. Era floja. Apenas terminó de comer, salió con paso cansino. El camino de regreso se le hizo más largo: le pesaban las piernas.