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Aunque todo en él se resistía, preparó una cámara para filmar durante la noche. Renunció a la de cabecera. Se bebió el resto del grog frío.

10

Parpadeó. La lámpara de la mesilla de noche lo deslumbraba. Tanteó en busca del interruptor, apagó y abrió los ojos: las doce menos veinte. La segunda manta de la cama yacía en el suelo. Debajo se encontraba la cámara caída junto con el trípode. No tenía demasiadas ganas de reflexionar sobre su significado. Lo dejó todo tirado para prepararse el desayuno.

Antes de ir al baño colocó una cinta de audio virgen en el magnetofón y apretó la tecla de grabación. Giró el aparato para desviarlo del cuarto de baño. Se duchó, se lavó los dientes y se afeitó con sumo cuidado.

Se vistió en el cuarto de estar. Echó un vistazo al reloj del microondas: las 12:30. La cinta llevaba funcionando veinte minutos.

Justo delante del micrófono embutido del magnetofón, dijo:

– Hola, Jonas.

Con los ojos cerrados contó hasta cinco.

– Me alegro de hablar contigo. ¿Cómo estás?

Tres, cuatro, cinco.

– ¿Has dormido bien? ¿Estás tenso?

Habló casi durante tres cuartos de hora, esforzándose por olvidar casi en el acto sus propias palabras. Un clic del magnetofón reveló que la cinta se había terminado. Rebobinó. Mientras tanto, acabó de vestirse.

Desde el teléfono fijo marcó el número de su móvil. Sonó y contestó. Depositó el auricular del teléfono fijo en el suelo. Colocó el magnetofón delante, muy cerca. Apretó la tecla de reproducción. Situó al lado un segundo magnetofón, introdujo una casete y apretó la tecla de grabación. Cerró la puerta de la vivienda con el fusil al hombro y el móvil en la mano izquierda.

Atravesó Döbling. Viajó por calles que nunca había pisado. Apretaba el móvil contra el oído para no perderse detalle. Con la otra mano conducía y cambiaba de marcha. Cayó en la cuenta de que con ello estaba infringiendo un artículo del Código de la Circulación. Al principio ese pensamiento le divirtió. Pero le indujo a plantearse una cuestión de principio.

Suponiendo que estuviera solo de verdad, eso significaba que podía promulgar una nueva legislación. Las leyes permanecían en vigor hasta que la mayoría convenía otras nuevas. Si él era la mayoría, podía rechazar cualquier forma social. Él, el soberano, en teoría podía hacer impune el robo y el homicidio o prohibir la pintura, por ejemplo. En Austria se castigaba la ofensa a las confesiones religiosas con una privación de libertad de hasta seis meses. Él podía anular o endurecer esa ley. Un robo grave comportaba hasta tres años de prisión, al contrario que el robo simple, y la multa ascendía a dos mil euros y más. Él podía cambiar eso.

Podía incluso promulgar una ley para que todo el mundo saliese a pasear una hora al día mientras escuchaba música folclórica en un discman. Podía ascender al rango de ley cualquier tipo de sandez, votar otra modalidad de Estado e incluso inventar una nueva. A pesar de que el sistema en el que vivía era de hecho ácrata, democrático y dictatorial al mismo tiempo.

– Hola, Jonas.

Estuvo en un tris de rozar con el coche un contenedor de basura situado junto a la acera.

– Me alegro de hablar contigo. ¿Cómo estás?

– Gracias. Vamos tirando.

– ¿Has dormido bien? ¿Estás tenso?

Estaba oyendo las frases que él mismo había pronunciado una hora antes. Y ahora sucedían, volvían a suceder. En ese momento se convertían en acontecimiento. Un acontecimiento que desencadenaba efectos concretos sobre el presente.

– Descansado y relajado -murmuró.

Reparó en la diferencia entre la voz que brotaba del auricular y la que oía en su fuero interno. La del auricular era más aguda y menos simpática.

– Son las 12:32 horas. ¿Qué hora tienes?

– Las 13:35 -contestó, después de echar un vistazo al cuadro de mandos.

Recordó cómo se había arrodillado en su cocina americana delante del magnetofón para pronunciar esas frases. Se vio jugueteando con el anillo de su dedo, contemplando el dibujo de su taza de café, dando la vuelta a la pernera de su pantalón. Recordó lo que había pensado mientras pronunciaba esas frases. Aquello ya había transcurrido, esto era el presente. Y sin embargo un acontecimiento guardaba relación con el otro.

– En el próximo cruce, tuerce a la izquierda. Luego otra vez a la derecha. Y dos calles más allá, de nuevo a la izquierda. Para delante de la casa emplazada en el lado derecho de la calle.

Las indicaciones le condujeron a una callejuela de Oberdöbling. Su comandante había subestimado su velocidad y así Jonas tamborileó durante un minuto en el volante y se deslizó de un lado a otro en el asiento.

– Baja del coche, coge el fusil y cierra con llave. Dirígete al edificio. Es una casa de varios pisos. Tu objetivo es la vivienda del bajo. No necesitarás la palanqueta, entra por una ventana. Si tienes que trepar, trepa. ¡Sé deportista!

Estaba delante de un chalé. Un letrero en la verja advertía de la presencia de un pastor alemán. Estaba cerrado con llave. Tras salvar el obstáculo trepando, se dirigió al edificio. En la entrada del garaje había un Audi aparcado. Las ventanas de la casa estaban adornadas con tiestos de flores. Se notaba que el césped situado a derecha e izquierda del sendero de gravilla había sido cuidado hasta hacía poco.

En el letrero de la puerta leyó:

– Consejero Bosch.

– ¡Ten cuidado con los cristales rotos! Ahora dirígete a la cocina.

»¡Despacio!

Atisbo por la ventana. No vio ninguna instalación de alarma. Rompió el cristal con la culata del fusil. Una lluvia de esquirlas cayó sobre una alfombra del interior. En verdad no sonó ninguna alarma. Tras limpiar, presuroso, el marco de la ventana, se introdujo en la casa.

– Abre la nevera. Si encuentras una botella de agua mineral sin abrir, bebe.

– ¡No me azuzes!

La primera puerta daba al cuarto de baño, la segunda al trastero, la tercera al sótano. La cuarta era la correcta. Sin aliento, abrió la nevera empotrada en un mueble de madera de haya. Efectivamente encontró una botella de agua mineral sin abrir y bebió.

Mientras esperaba nuevas indicaciones, dejó resbalar la vista. Los muebles eran de madera maciza. De la pared colgaba un póster de Dalí que mostraba relojes derretidos, estropeado por el calor y los humos de la cocina.

La combinación le desconcertó. La calidad y el valor del mobiliario indicaban propietarios entrados en años, ese tipo de carteles por el contrario se encontraban en los pisos de estudiantes. Seguramente tenían descendencia que había impuesto esa ruptura estilística.

Al lado del cartel colgaba un calendario de taco. La hoja superior pertenecía al 3 de julio. Debajo del número leyó el aforismo del día:

El valor de lo verdadero se conoce espontáneamente. (Herbert Rosendorfer)

Arrancó la hoja y se la guardó.

– Ahora busca un bolígrafo y un trozo de papel.

– ¿Puede ser un lápiz?

Encontró un bolígrafo en uno de los cajones y un bloc de notas sobre la mesa de la cocina. La primera hoja estaba dedicada a una lista de la compra. Lo abrió por el final. Tarareó una melodía con los ojos cerrados, esforzándose por dejar la mente en blanco.

– Escribe la primera palabra que te venga a la mente.

Fruta, escribió.

Genial, se dijo. Ahora estoy sentado en una cocina desconocida y escribo fruta.

– Guárdate la nota. Ahora echa un vistazo por la casa. Mantén los ojos abiertos. Mirar dos veces es mejor que pasar algo por alto.

Se asombró de la banalidad de los dichos que pronunciaba su jefe. Jonas se había esforzado todo el rato por permanecer en su lado de la historia. En no pensar en lo que había dicho en la cinta para no anticipar nada. Ahora se atrevió a movilizarse para salir de esa perspectiva. Reflexionó. No pudo recordar haber pronunciado esa última frase. Regresó a su lado. Ahuyentó lo mejor que pudo todos los pensamientos.