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En el salón halló una especie de estatua del Antiguo Egipto. Poco ducho en historia del arte, no acertó a interpretar el hallazgo. Parecía una figura femenina. El rostro, inexpresivo, inspiraba poca confianza. Seguramente la escultura de tamaño natural representaría a Nefertiti. Su cráneo poderoso y el peinado ancho, en forma de velo, le recordaron más a un rapero negro de la MTV. Se preguntó quién colocaría algo así en el salón. Nunca había tenido clientes con un gusto parecido.

Recorrió todas las habitaciones mientras hablaba por teléfono. Informó de la decoración del dormitorio, de las alfombras del pasillo, de la jaula de pájaros vacía, del acuario, en cuya agua, que chapoteaba suavemente, no nadaba ningún pez. Describió el contenido de los armarios roperos. Contó los archivadores del despacho. Palpó un pesado cenicero fabricado de un material desconocido. Rebuscó en los cajones. Bajó tanteando al sótano y al garaje, donde flotaba un olor mareante a gasolina.

Justo cuando salía de la habitación de una chica joven, en la que no jugaban un papel destacado ni el orden ni la limpieza, la voz dijo por teléfono:

– ¿Has visto eso?

Jonas se detuvo. Miró hacia atrás por encima del hombro.

– ¿Te has dado cuenta? Ahí había algo. Lo has visto muy fugazmente.

Él no había visto nada.

– Ha estado ahí durante un momento.

Una voz interior le previno de no volver a esa habitación. La voz en el auricular le espoleaba. Se tambaleó. Cerrando los ojos, colocó la mano en el picaporte y lo apretó despacio. La presión de su mano cedió un poco, tan poco que sólo él lo sabía, aunque no lo notaba. Continuó apretando al tiempo que lo hacía más despacio.

Sintió que el tiempo se congelaba bajo su mano. El metal del picaporte, blando al tacto, parecía fundirse con el entorno. Sin embargo, no estaba ni frío ni caliente, carecía de temperatura. Sin oír nada, tenía la sensación de captar un estruendo retumbante, un estruendo material que no procedía de ninguna dirección concreta. Al mismo tiempo era consciente de que sólo se componía del movimiento que su mano ejecutaba en ese momento.

Soltó y, respirando hondo, clavó los ojos en la puerta.

– Pero no te lo lleves a casa -advirtió la voz por el auricular.

Dedicó el resto del día a llenar cajas de mudanza como si fuera un robot. Trabajó sin parar hasta la caída de la tarde, salvo la pausa en la que se asó unas salchichitas en el hostal como el día anterior.

La experiencia vivida en el pasillo de la villa no le trastornaba. Le preocupaba más bien lo sucedido con la cámara caída. ¿Guardaba relación con el extraño comportamiento del durmiente? ¿Valía la pena investigar lo que había dentro de ese muro? ¿Debía romper la pared a la fuerza?

Tras precintar con cinta adhesiva la última caja, contempló los armarios y estantes vacíos. No eran tantos como antes. ¿Adónde habían ido a parar los enseres con los que habían vivido en Hollandstrasse? ¿Lo habían tirado todo? ¿Dónde estaba el cuadro del pasillo en el que se ensimismaba a diario desde su infancia?

Ahora que pensaba en ello, le vinieron a la mente más objetos que echaba en falta: el álbum de fotos rojo, el barco dentro de la botella, el grabado en linóleo, el tablero de ajedrez…

Transportó las cajas a la calle cargándolas o arrastrándolas por el suelo, según su peso. Una vez colocadas todas, se sentó con los miembros pesados en la caja de la camioneta. Con los brazos apoyados hacia atrás, alzó la vista. Aquí y allá se veían ventanas abiertas. Las estatuas que se elevaban desde los muros, miraban, hieráticas, por encima de él. El cielo era de un azul puro e implacable.

La bajada al sótano era angosta. Había telarañas por todos los rincones. Hilos de polvo colgaban del techo. Las paredes estaban sucias, el enlucido se desmoronaba. Jonas se estremeció. A pesar de que bajaba los peldaños agachado, se golpeó la cabeza dos veces. Se limpió aterrado la cara y la frente por si se le había adherido algo asqueroso.

En la puerta del sótano habían fijado un viejo letrero alabeado que con un dibujo admonitorio advertía de la presencia de cebos para ratas. La parte superior de la puerta incluía cuatro ventanitas para dejar pasar la luz. Una estaba rota. El corredor de detrás estaba a oscuras. Un olor a moho y a madera se abatió sobre él.

Apuntó con el fusil y abrió la puerta de un patadón. Cantando en voz alta, encendió la luz con un rápido gesto.

Era un viejo sótano comunal. Las paredes de los trasteros consistían en vallas de madera que dejaban un palmo libre por arriba y por abajo. El suelo, en lugar de solado, era de tierra apisonada mezclada con piedras del tamaño de un puño.

Jonas nunca había estado allí abajo. No obstante encontró enseguida el trastero de su padre. Reconoció un bastón tallado a mano que pugnaba por acceder al pasillo por entre los listones de madera y con el que su padre había recorrido antaño los bosques de Kanzelstein. Las tallas no eran obra suya sino de un viejo labrador desdentado experto en ese menester, a cuya granja acudía Jonas todas las mañanas para recoger leche fresca de vaca. Él temía al viejo. Un buen día éste le gritó que se acercara y le regaló un pequeño bastón tallado. Después de tantos años Jonas aún recordaba el aspecto de ese bastón. Había paseado con él henchido de orgullo, y desde entonces adoraba al silencioso anciano.

Se cercioró de que estaba solo y de que no se avecinaban sorpresas desde los pasillos con luz mortecina. De uno de ellos salía un olor a gasoil tan intenso que Jonas se colocó la manga de la camisa delante de la nariz. Era uno de los tanques en los que los moradores almacenaban el gasoil para sus calefacciones. Desde luego no había peligro mientras no jugase con fuego.

Se sacó del bolsillo el manojo de llaves de su padre. Acertó a la segunda. Antes de entrar en el trastero, Jonas aguzó los oídos. De vez en cuando escuchaba el goteo amortiguado de un grifo. La bombilla de la pared, cubierta de polvo, temblaba. Hacía frío.

Dándose ánimos, se volvió hacia el trastero, pero retrocedió aterrorizado.

La mayor parte del trastero del sótano de su padre estaba ocupado por las cajas que él acababa de cargar en el camión.

Giró en círculo mientras apuntaba con el fusil. Al hacerlo, el cañón tiró de un estante unas cazuelas y fuentes que se estrellaron con estrépito contra el suelo. Se puso a cubierto. Protegido por los listones de madera atisbo hacia el pasillo. Aguzó el oído. Sólo se oía el grifo de agua roto.

Se volvió de nuevo hacia las cajas. Miró el membrete con los ojos como platos.

Hasta que fue consciente de que se trataba de otras distintas. Parecidas, pero no las mismas. Cuánto más miraba, más claramente percibía que los modelos sólo guardaban un lejano parecido en forma y color.

Abrió con brusquedad la primera caja: paquetes de fotos. Y en la segunda, igual. Y en la tercera, documentos y fotos. La cuarta contenía libros. Igual que las tres siguientes, que pudo alcanzar sin tener que apilar ni cambiar de sitio muchas.

Por todas partes se topaba con objetos conocidos. El mapamundi por el que con tanta frecuencia había viajado su mente se apoyaba, enrollado, en un rincón. En la parte superior de una pila de cajas estaba el globo terráqueo que le había servido de lámpara de escritorio durante su infancia. Los prismáticos de su padre se encontraban en un estante astillado, junto a sus botas de excursionismo. De niño, Jonas se había asombrado del tamaño gigantesco de esas botas.

Tenía que haber estado ciego. Había recogido, empaquetado y ordenado, sin haber reparado en la ausencia de la mitad del ajuar doméstico.

Pero también era asombroso que su padre guardase esos objetos en el sótano. En el caso del bastón podía comprenderlo, y tampoco el globo terráqueo tenía por qué estar en el cuarto de estar. Sin embargo, le resultaba inconcebible que su padre dejase enmohecer en el sótano las fotografías y los libros.