La luz se apagó.
Respiró hondo y contó hasta treinta.
Sosteniendo el fusil con ambas manos, tanteó para dirigirse a la salida. Un penetrante olor a cereales penetró en su nariz. Seguramente en uno de los compartimentos se almacenaba un pequeño cargamento de material con el que a pesar de todo la gente mayor gustaba todavía de aislar sus ventanas en invierno.
Volvió a colocar el auricular sobre la horquilla. Rebobinó las casetes. En una escribió «VACÍA» y en la otra: «Villa Bosch, 23 de julio».
Con una manzana en una mano, buscó la documentación correspondiente en una pila de embalajes de cámara, que aún no había tirado por pura dejadez. No lograba concentrarse. Terminó de comer apresuradamente y con ostensibles movimientos de masticación. Tras arrojar el corazón por la ventana, se limpió los dedos en la pernera del pantalón. Al notarlos pegajosos, los colocó bajo el grifo. Regresó a los embalajes. Al final recordó que había tirado las instrucciones de uso al montón de papel viejo.
Su suposición era acertada. Se podía conectar a las cámaras un temporizador igual que a una cafetera o a un radiador. Suponiendo que se hubiera colocado un acumulador potente, se podían efectuar grabaciones programadas de hasta 72 horas.
Encontró en el congelador un trozo de pescado. Lo calentó, acompañándolo con una ensalada de judías en conserva, que no parecían un buen acompañamiento. Fregó los platos, después contempló la puesta de sol con el móvil en la mano.
You are terrible. * hic * J
Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero.
¿Dónde estaría ella en ese momento? ¿En Inglaterra? ¿También miraría ahora al sol?
¿Al mismo sol?
A lo mejor no era el único que estaba viviendo esa pesadilla. A lo mejor todas las personas se habían quedado de repente solas y caminaban a trompicones por un mundo abandonado, ese espanto que desaparecería cuando dos personas enamoradas apareciesen a la misma hora en el mismo lugar. Eso implicaba que tenía que buscar a Marie. Lo que suscitaba el peligro de perderla, puesto que ella seguro que en su mundo hacía todo lo posible por llegar hasta él. Lo más prudente era esperar allí.
Además su teoría era un completo disparate, al igual que todo lo que había pensado hasta entonces sobre lo que le había acontecido.
Recogió la manta del suelo y la arrojó sobre la cama. Alzó el trípode con la cámara, sacó la casete y la colocó en el cuarto de estar conectada al televisor. Se preparó un baño.
El agua estaba caliente. Delante de él flotaba una montaña de espuma que se asemejaba a un elefante arrodillado. Reconoció claramente la parte trasera, las patas, las orejas, la trompa. Sopló. El elefante se alejó un trecho, navegando. Volvió a soplar. Su aliento agujereó la mejilla del elefante.
Recordó una historia que su madre, con su preferencia por los cuentos con moraleja, le había relatado siendo niño.
Una niña llora en el bosque. Aparece un hada y le pregunta el motivo. La niña contesta que ha roto la colección de discos y teme el castigo. El hada entrega a la niña una bobina de hilo. Si tira de ella, el tiempo transcurrirá más deprisa. Unos centímetros equivalen a varios días, así que la precaución es obligada. Si la niña trata de librarse de los gritos, los palos y el dolor, debe recurrir al hilo.
La niña desconfía. Pero después llega a la conclusión de que no tiene nada que perder, y tira. Al momento siguiente se encuentra de camino al colegio, cuyas vacaciones veraniegas no habrían debido terminar hasta dentro de unas semanas. «Esto es estupendo», dice la niña, «me he ahorrado la paliza».
Se descubre una cicatriz en la rodilla de origen enigmático. Más tarde, en casa ve en el espejo los verdugos que van palideciendo despacio en su espalda.
Desde entonces tira con frecuencia del hilo. Tanto, que antes de darse cuenta se ha convertido en una vieja. Se sienta llorando en el bosque, donde comenzó todo, debajo de un gran sauce llorón que murmura, arrullado por el viento. Aparece el hada. La niña vieja se queja: ha dilapidado su existencia, ha tirado con demasiada frecuencia y en consecuencia no ha vivido nada. Tendría que ser joven, pero ya ha envejecido.
El hada levanta el dedo con gesto admonitorio y anula el hechizo. La niña vuelve a estar sentada de pequeña en el bosque. Pero ya no le asusta el castigo, regresa cantando a casa y deja gustosamente que su padre le pegue.
Para la madre de Jonas la moraleja de esta historia era indiscutible: había que afrontar también las horas oscuras, que eran las que convertían al ser humano en lo que era. A él, por el contrario, no le había parecido ni con mucho tan clara la verdad de la historia. De acuerdo con la argumentación de su madre, todo el mundo debería someterse a una operación sin anestesia. Y el hecho de que la niña apareciera de repente vieja en el bosque, no lo consideraba resultado de una estimación errónea de la niña. Eso planteaba otra pregunta: ¿Qué vida espantosa, rica en palos e infortunios, debió vivir la pequeña para haber tirado tanto de su bobina de hilo?
Su madre, su padre y la maestra del colegio, que también contó la historia en una ocasión, parecían juzgar insensato el comportamiento de la pequeña, que tirase, devanase su vida sólo para escapar de un par de momentos desagradables. Nadie se molestó en preguntar si la pequeña había actuado bien. Jonas lo comprendía todo. Ella había vivido el infierno en la tierra y había tirado de su bobina con pleno derecho. Ahora, en la vejez, hablaba maravillas del pasado, igual que todos. Ella vería esas maravillas si empezaba de nuevo.
Su madre no había comprendido esa asociación de ideas.
El agua estaba tibia. El elefante, deshecho.
Jonas se puso el albornoz sin aclararse. En la nevera encontró tres plátanos con la cáscara de color pardo oscuro. Los peló, los aplastó en una fuente, añadió una pizca de azúcar moreno, y se los comió sentado ante el televisor.
El durmiente pasó delante de la cámara, se acostó y se tapó.
El durmiente roncaba.
Jonas recordó con cuánta frecuencia le había reprochado Marie sus ronquidos. Roncaba toda la noche, impidiéndole conciliar el sueño. Él lo había negado. Todo el mundo negaba que roncase. A pesar de que nadie era consciente de lo que hacía mientras dormía.
El durmiente se dio la vuelta. Sin dejar de roncar.
Jonas oteó el exterior a través de las persianas. La ventana del piso que había visitado semanas antes estaba iluminada. Dio un trago de zumo de naranja, hizo un brindis a la ventana. Se frotó la cara.
El durmiente se incorporó. Sin abrir los ojos, agarró la manta y la lanzó a la cámara. La pantalla se oscureció.
Jonas rebobinó y apretó la tecla de reproducción.
La cinta llevaba pasando una hora y cincuenta y un minutos cuando el durmiente asomó de debajo de la manta. Mantenía los ojos cerrados y la expresión relajada. No obstante, Jonas no podía desembarazarse de la sensación de que el durmiente sabía perfectamente lo que hacía. De que era consciente de sus actos en cada segundo, y que Jonas estaba viendo algo, aunque no lo esencial. Seguía un acontecer que no entendía, pero en el que subyacía una respuesta.
El durmiente se incorporó por tercera, cuarta, quinta vez, agarró la manta, plantó el pie derecho en el suelo y tiró.
Jonas fue a la habitación contigua. Contempló la cama. Se acostó en ella. Se levantó, agarró la manta, la arrojó.
No sintió nada. Tuvo la impresión de que lo hacía por primera vez. No percibió nada extraño. Una manta. La arrojaba. Pero ¿por qué?
Se acercó a la pared y contempló el lugar que había empujado el durmiente. Lo golpeó con los nudillos. Un ruido sordo. No había ningún espacio hueco.