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Se apoyó en la pared. Con las manos hundidas en las mangas de tejido de rizo del albornoz, los brazos cruzados delante del pecho, reflexionó.

El comportamiento del durmiente era raro. ¿Había algo más oculto detrás? ¿No había padecido frecuentes episodios de sonambulismo en la infancia? ¿No era comprensible que en esa situación extraordinaria volviera a empezar con eso? A lo mejor anteriormente había emprendido excursiones extrañas mientras dormía, sin que Marie se diera cuenta.

Alguien gritó en el cuarto de estar.

Lo que le estremeció no fue el pánico, sino la incredulidad, el asombro. Una sensación de impotencia ante una ley física de nuevo cuño que no comprendía y ante la que se sentía indefenso.

Resonó otro grito.

Se dirigió hacia allí.

Al principio no comprendía de dónde procedían los gritos.

Brotaban del televisor. La pantalla estaba oscura.

Los gritos eran agudos, revelaban miedo y dolor, como si torturasen a alguien con agujas, sometiendo su cuerpo a un breve tormento y después lo tratasen bien de nuevo durante unos segundos.

El siguiente grito, alto y estridente, no traslucía broma sino espanto.

Avanzó. Gritos. Siguió pasando la cinta. Más gritos. Avanzó hasta el final. Estertores, gemidos, de vez en cuando un grito.

Rebobinó la cinta hasta el lugar en que el durmiente se levantaba y arrojaba la manta a la cámara. Escudriñó su rostro, intentando descubrir en él algún indicio de lo que se avecinaba. No captó nada. El durmiente lanzó la manta, la cámara se cayó y la pantalla se oscureció.

Se oscureció, no se ennegreció, según se percató en ese instante. La cinta había seguido funcionando, pero cegada. Jonas había visto cómo se oscurecía la pantalla y automáticamente había descartado la posibilidad de que la cinta siguiera grabando.

Los primeros gritos resonaban diez minutos después de la caída de la cámara. Antes no se oía el menor ruido: ni pasos, ni golpes, ni voces extrañas.

A los diez minutos, el primero. Como si un hierro aguzado se hundiese en la carne de la víctima. Era un grito repentino que revelaba que estaba motivado por el espanto más que por el dolor.

Corrió al dormitorio y se despojó del albornoz. Giró ante el espejo de pared, hizo contorsiones, levantó los pies para revisar las plantas. Sus articulaciones crujían. No percibió heridas, ni cortes, ni suturas, ni quemaduras. Ni siquiera un simple cardenal.

Se acercó mucho al espejo y sacó la lengua. No estaba sucia ni se descubría lesión alguna. Se bajó los párpados inferiores: tenía los ojos enrojecidos.

Se permitió unos minutos en el sofá con los bailes mudos de la Love Parade de Berlín. Comió helado. Se sirvió whisky. No mucho. Debía permanecer sobrio. Y lúcido.

Preparó la cámara para la noche. Con la excitación había olvidado la forma de activar el temporizador. Estaba demasiado cansado para releer las instrucciones esa noche. Se conformó con la grabación normal de tres horas.

Apretó el picaporte de la puerta de la vivienda. Cerrada.

11

La cámara estaba en su sitio.

Miró a su alrededor. Nada parecía haber cambiado.

Echó la manta hacia atrás. Estaba incólume.

Corrió al espejo. También su rostro parecía intacto.

Ya conocía bien el mercado de materiales de construcción de la calle Adalbert Stifter. Condujo el Spider dentro de la nave hasta que el pasillo se tornó demasiado estrecho. Emprendió la búsqueda a pie. No tardó en encontrar linterna y guantes. El carro portamuebles requirió más tiempo. Recorrió con paso enérgico la nave silenciosa. Media hora después se le ocurrió la idea de intentarlo en el almacén trasero y no en la zona de venta. Había docenas de carritos. Cargó uno en el maletero.

Recorrió de cabo a rabo el distrito 20, guió el coche por las calles estrechas del barrio de Karmeliten en el distrito 2. Luego pasó al 3, dio media vuelta en la carretera y registró de nuevo el distrito 2. Intuía que era allí donde antes hallaría lo que buscaba.

Casi nunca tenía que apearse para comprobar que el vehículo aparcado al borde de la calle no le servía. No le valía para nada una Vespa, tampoco una motocicleta de pequeña cilindrada, ni siquiera una Honda Goldwing. Jonas quería una Puch DS de los años sesenta, de 50 centímetros cúbicos y 40 km/h de velocidad máxima.

Descubrió una en la calle Nestroygasse, pero sin la llave puesta. Vio otra en Franz-Hochedlinger-Gasse. También sin llave. En Lilienbrunngasse había otro aficionado a las motocicletas antiguas. Sin llave.

Pasó por delante de la casa de Hollandstrasse. Inspeccionó el piso: todo igual. Examinó el patio trasero por la ventana del dormitorio. Parecía un vertedero.

Recordó el sueño de la noche anterior.

Se componía de una sola imagen. Un esqueleto atado yacía de espaldas en el suelo, los dos pies metidos en una vieja bota de cuero de tamaño descomunal. El esqueleto era arrastrado despacio por un prado de un lazo sujeto a la silla de un caballo cuya cabeza no se distinguía. Del jinete únicamente se veían las piernas.

Vio con nitidez el esqueleto, en cuyo torso se enrollaba una gruesa cuerda de la que tiraba el caballo. Los pies metidos en la bota. El esqueleto se movía despacio por la hierba.

Condujo por Obere Augartengasse, donde volvió a ver una. Justo lo que buscaba. Una DS 50, con la llave puesta. De color azul claro, como la que había conducido antaño. Calculó su año de fabricación: 1968 o 1969.

Giró la llave de la gasolina, se subió al sillín y pisó el pedal de arranque. Primero dio poco gas, luego mucho. Al tercer intento el motor petardeó, con mucho más estruendo del esperado. Recorrió vacilante los primeros metros, pero cuando pasó por la puerta de entrada del parque Augarten ya controlaba la motocicleta.

Era una sensación extraña viajar encima de una DS por los senderos polvorientos del parque. A los dieciséis años llevaba un casco integral y nunca sentía el viento en la cara, al menos tanto. Y nunca el petardeo del motor había roto un silencio semejante.

Recorrió a toda velocidad la larga recta que a la sombra de árboles corpulentos pasaba junto al café del parque. La aguja del tacómetro marcaba 40 kilómetros por hora. La motocicleta iba como mínimo a 65. Su dueño había sido más hábil que Jonas en su día en la tarea de aumentar las prestaciones de la máquina. A él por entonces sólo se le ocurrió quitar las arandelas del tubo de escape, lo que incrementó muy poco la velocidad de la motocicleta y mucho el ruido.

Tras dar una vuelta a la torre de la batería antiaérea, se apartó de los senderos y condujo por las praderas haciendo eses. Evitaba las zonas de setos altos. No le gustaban los setos. Sobre todo cuando estaban cuidados con mimo. Y eso todavía se les notaba. Árbol, arbusto, seto, todos correctamente recortados y podados.

Estoy justo encima de ti, apenas a un par de kilómetros.

Entró en el café. Después de echar un vistazo al pequeño local, se preparó un café y se sentó en la terraza con la taza en la mano.

A pesar de que el parque Augarten no le entusiasmaba, lo había visitado en alguna ocasión con Marie, a la que tenía que acompañar al «Cine bajo las estrellas». Una serie de funciones al aire libre en las que durante las noches de verano proyectaban en una pantalla grande películas en las que él bostezaba a escondidas y se escurría en su silla. Asistía por amor a Marie. Tomaba cerveza, o té, cenaba en el bufé multicultural, sometiéndose a la tortura de los mosquitos. No le habían picado nunca, pero su zumbido lo había sacado de quicio más de una vez.

Allí, en el café, a cien metros de distancia del cine y del bufé, que sólo se montaba durante las semanas de proyecciones, había esperado a Marie. Había contemplado a los gorriones que se posaban con descaro en las mesas para picotear todo lo comestible. Había espantado avispas y dirigido miradas hostiles a los perros ladradores de señoras ancianas. Pero en realidad no había sentido auténtico enfado, porque sabía que Marie apoyaría enseguida su bicicleta en uno de los castaños que crecían delante de la terraza y se sentaría sonriente a su lado para hablarle de los días transcurridos en la playa de Antalya.