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Condujo la motocicleta hasta Brigittenauer Lände. Sabía que ningún coche de los alrededores tendría la llave puesta, así que sacó del sótano la bicicleta de Marie. Recorrió el trecho de vuelta al Spider en cinco minutos. No estaba en mala forma. Se dirigió a Hollandstrasse a trabajar, aguijoneado por la sensación de que había perdido el tiempo.

Por la tarde comió en un mesón de Pressgasse famoso por su barra de ciento cincuenta años de antigüedad. Tras borrar las bebidas y precios escritos en la pizarra, anotó con tiza: Jonas, 24 de julio.

Trasladó al sótano el fusil y la linterna. Encendió ésta y a continuación la luz del sótano.

– ¿Hay alguien aquí? -gritó con voz profunda.

El grifo de agua gorgoteaba.

Apuntando con el fusil y apretando la linterna contra el cañón, caminó con torpeza hacia el trastero de su padre. De nuevo llegó a su nariz un intenso olor a gasoil y a material aislante. Podía equivocarse, pero le dio la impresión de que el olor se había intensificado en las veinticuatro horas transcurridas.

¿Por qué estaba abierta la puerta del trastero? ¿Había olvidado cerrarla?

Recordó que la luz se había averiado y que había abandonado el sótano a tientas, sin ocuparse del trastero. Lo de la puerta abierta debía de ser cierto.

Sujetó la linterna a un gancho de la pared situado a la altura de su cabeza, para que iluminase todo el trastero cuando hubieran transcurrido los quince minutos del temporizador. Antes de dejar el fusil en un rincón, echó una ojeada por encima del hombro.

– ¿Hola?

El grifo del agua hizo pling. La luz del sótano oscilaba en la pared. Las motas de polvo y las telarañas de alrededor de la lámpara temblaban, debido a una corriente de aire.

Sacó un montón de fotos de la primera caja. Eran imágenes en blanco y negro, por lo visto de los años cincuenta.

Sus padres en el campo. De excursión. En casa. En fiestas de la empresa. Mamá disfrazada de bruja, papá de jeque. Algunas estaban pegadas entre sí, como si hubieran derramado zumo encima.

Se vio a sí mismo en una foto que extrajo de la segunda caja. Debía de tener cinco o seis años, disfrazado de cowboy. Le habían pintado bigote. A su alrededor otros tres niños sonreían a la cámara. Uno de ellos, sin los incisivos superiores, empuñaba, risueño, una espada. Jonas se acordaba de él. Había ido con Robert al jardín de infancia. En consecuencia esa foto contaba treinta años.

Más fotos de la época del jardín de infancia. En algunas, con su madre, rara vez con su padre. En éstas casi siempre había una cabeza o unas piernas cortadas. A su madre no le gustaba hacer fotos.

Una fotografía de su primer día de colegio, en color, amarilleada por el tiempo: Jonas sostenía entre los brazos una bolsa de golosinas casi del mismo tamaño que él.

La luz del pasillo se apagó.

Jonas se incorporó. Aguzó el oído con la cara medio girada hacia el pasillo. Sacudió la cabeza. Si ahora oía ruidos, los ignoraría. No eran nada, no significaban nada.

Otra foto suya sosteniendo en brazos a un cachorro de tigre con una sonrisa forzada a la cámara: vacaciones junto al mar.

Aún recordaba las vacaciones anuales en las playas del norte de Italia, en el Adriático. Toda la familia tenía que levantarse en plena noche, porque el autocar salía a las tres. Jonas, al mirar el reloj de pared que tenía delante, que marcaba las doce y media, recordaba la sensación de aventura y felicidad con la que había llenado su pequeña mochila de cuadros.

Un amigo de su padre que tenía coche los trasladaba a la estación de autobuses. Las vacaciones junto al mar afectaban a toda la familia y por eso saludaba en el andén a la tía Olga y al tío Richard, a la tía Lena y al tío Reinhard, a quienes reconocía en la oscuridad por la voz. Los cigarrillos brillaban, alguien se sonaba la nariz, crujían los cierres de las latas de cerveza y hombres desconocidos cruzaban apuestas sobre la hora a la que estaría listo el autobús.

El viaje. Las voces de los demás viajeros. Los ronquidos de algunos. Rumor de papel. Poco a poco amanecía, permitiéndole reconocer algunos rostros.

Un descanso en un aparcamiento, en un entorno que no le resultaba familiar, colinas en las que la hierba brillaba por el rocío. Trinos de pájaros. Luz chillona y profundas voces extranjeras en un retrete. El conductor, que se había presentado como el señor Fuchs, bromeaba con él. A Jonas le gustaba el señor Fuchs. Éste los trasladaba a un lugar donde todo olía distinto, el sol brillaba de otro modo, el cielo se mostraba un ápice más denso y el aire era más pegajoso.

Las dos semanas junto al mar eran maravillosas. Jonas amaba las olas, las conchas, la arena, la comida en el hotel y los zumos de frutas. Podía montar en patín acuático y trabar amistad con chicos de otros países. Mientras paseaba por el Corso fue fotografiado con un cachorro de tigre en brazos, igual que el resto de los niños turistas. Le regalaban pistolas de juguete y helicópteros. Viajar con toda la familia era divertido. Nadie estaba de mal humor, ni discutía, y por las noches se hacía tan tarde tomando un Lambrusco que no le obligaban a irse demasiado pronto a la cama. Eran unas vacaciones maravillosas. Y sin embargo su recuerdo preferido eran las escasas horas anteriores a la partida. La llegada era hermosa, las vacaciones también. Pero no tan hermosa como la sensación de que todo estaba a punto de comenzar. De que ahora podía suceder todo.

Pocos meses después de aquellas vacaciones se tropezó al señor Fuchs en el trayecto al colegio. Le saludó. El señor Fuchs no contestó. De su sonrisa amable no quedaba ni rastro. No había reconocido a Jonas.

Cuando introdujo la cinta de vídeo se le contrajo el estómago.

El durmiente pasó por delante de la cámara, se acostó en la cama y se durmió.

¿Desde cuándo se quedaba dormido con tanta facilidad? Antes solía pasarse una hora con los ojos abiertos en medio de la oscuridad. Daba tantas vueltas que sobresaltaba a Marie, tras lo cual también ella tomaba leche caliente, o se lavaba los pies, o contaba ovejas. Y ahora él se acostaba y se quedaba traspuesto como si lo hubieran narcotizado.

El durmiente se cambió de lado. Jonas se sirvió un zumo de pomelo. Contempló absorto la fecha de caducidad. Sirvió pistachos en una fuente que colocó sobre la mesa del tresillo y tomó las instrucciones de uso de la cámara del estante inferior.

No era complicado. Girar un conmutador hasta la posición A, apretar una tecla, después introducir la hora deseada del comienzo de la grabación. Para no tener que volver a consultarlo, resumió al dorso el proceso.

– Vaya, parece que nos espera una noche agitada -dijo en dirección a la pantalla cuando el durmiente se dio la vuelta por tercera vez.

Tomó un sorbo y se reclinó en el asiento. Al colocar las piernas encima de la mesa, volcó la fuente de pistachos. En un primer momento quiso recogerlos, pero después esbozó un gesto de desdén. Se frotó el hombro, dolorido de cargar con el fusil.

El durmiente se incorporó, tapándose la cara con las manos. De espaldas a la cámara, alzó los brazos. Los índices estirados señalaban sus sienes.

Se quedó quieto en esa postura.

Hasta que terminó la cinta.

Jonas tenía que ir al baño, pero creía estar soldado al sofá. Ni siquiera alcanzaba su vaso. Rebobinó con el mando a distancia en la mano como un peso pesado. Se fijó por segunda vez en el cogote del durmiente. Y por tercera.

Le invadió el deseo de arrojar todas las cámaras por la ventana. Sólo se lo impidió el reconocimiento de que eso no cambiaría nada, y encima le privaría de cualquier posibilidad de comprender la situación.