Encendió la luz. Las bombillas, que colgaban desnudas del techo, deslumbraban. Apagó de nuevo. Entretanto el sol de la mañana sumergía la estancia en una penumbra irreal, aunque suficiente para orientarse.
El local estaba ordenado. Sobre los manteles de cuadros se veían ceniceros de bronce. Todas las mesas estaban adornadas con siemprevivas. Sobre los bancos había cojines de adorno con bordados. Un reloj de pared indicaba una hora errónea. El periódico superior del montón situado junto a la cafetera era del 3 de julio.
Conocía ese lugar. O al menos uno parecido.
Abandonó su plan de copiar exactamente el viaje de entonces y no detenerse hasta Steyr. Puso en marcha la cafetera exprés. En la nevera encontró huevos y tocino. Calentó una sartén.
Acompañó la comida con zumo de fruta y café y conectó la vieja radio colocada encima de la barra: ruidos. La apagó. Con un trapo borró la pizarra del menú y tomando un trozo de tiza escribió: Jonas, 25 de julio.
Subió con paso ruidoso por la escalera de madera, que como era de esperar lo condujo a una vivienda particular. Vio chaquetas en un perchero, zapatos, botellas de vino vacías.
– ¡Eeeeeh! -gritó con voz ronca-. ¡Eeeeeh!
Una cocina angosta. El tictac de un reloj de pared. Olía a rancio. El suelo estaba pegajoso bajo sus pies, con lo que cada paso producía un sonido similar al de los chasquidos de la lengua al comer.
Fue al cuarto contiguo. Un dormitorio. Con una sola cama. Revuelta. En el suelo, un calzoncillo tirado.
Otra habitación, al parecer se usaba como trastero. Contenía, en un enloquecido revoltijo, escaleras, cajas de cervezas, botes de pintura de paredes, pinceles, sacos de cemento, un aspirador, periódicos viejos, papel higiénico, guantes de trabajo manchados de aceite, un jergón agujereado… Al cabo de un rato se dio cuenta de que el suelo no estaba embaldosado, sino encementado.
En la ventana reposaba una taza de café medio llena. Olió: agua, quizá también aguardiente cuyo alcohol se hubiera evaporado.
El cuarto de estar, también sin ordenar. El aire estaba húmedo. La temperatura era varios grados más baja que la de los demás cuartos. Miró a su alrededor en busca de una explicación. Los cuadros de la pared mostraban bodegones y paisajes. Había una cornamenta de ciervo colgada encima de la televisión. En ese momento se dio cuenta de que todos los muebles eran rojos: un sofá rojo, un armario forrado de terciopelo rojo, una alfombra de color carmín. Hasta la vieja mesa de madera tenía tapete rojo, amén de patas rojas.
Jonas ascendió por la escalera que conducía al desván. Crujía. Llegó a una puerta de metal ligero abollada. No estaba cerrada.
Un aire frío y claro lo envolvió. Primero pensó que las ventanas estaban abiertas, pero después vio los cristales rotos.
En el centro de la estancia, una silla de madera con el respaldo roto. Por encima, colgada de una viga, se bamboleaba una soga con un lazo.
Tras haber conseguido en el pueblo de Attersee una pequeña tienda de campaña y una colchoneta, llegó al lago Mondsee. Dos rodeos lo llevaron por caminos vecinales, pero al final descubrió el lugar en el que había acampado por entonces. Distaba treinta metros de la orilla del lago Mondsee, antaño rodeado de matorral, ahora por una pradera que conformaba la zona de baño pública. Jonas dejó el equipaje en el suelo e investigó la zona con la motocicleta.
Había hecho su entrada la modernidad. La zona de baño se componía de una pradera orlada de árboles del tamaño de un campo de fútbol. Además de casetas para cambiarse y retretes, el lugar disponía de duchas al aire libre, un parque de juegos infantiles, un alquiler de botes y un kiosco. Al otro lado del aparcamiento se veía la terraza de un mesón.
Montó la tienda. Las instrucciones de manejo eran incomprensibles. Muy cansado, trastabilló por el prado con lonas y barras. Al final la obra concluyó bien, y arrojó la colchoneta dentro de la tienda. Colocó el resto del equipaje junto a la entrada y se dejó caer en la hierba.
No llevaba reloj. El sol estaba alto, debía ser después de mediodía. Se quitó la camiseta, los zapatos y los calcetines y contempló el lago.
El paraje era hermoso: los árboles, cuyo follaje rumoreaba suavemente al viento, la pradera de un verde intenso, los arbustos de la orilla, el lago, en cuya superficie refulgían rayos de sol, las montañas que se alzaban en lontananza hacia un cielo azul oscuro… A pesar de todo tuvo que convencerse de que estaba disfrutando de una panorámica encantadora. Seguramente padecía falta de sueño.
Se acordó de una idea a la que antes daba vueltas a menudo, con la que jugaba y a la que se entregaba en las formas más diversas, sobre todo en lugares idílicos como éste. Pensaba que cualquier personaje histórico, Goethe por ejemplo, ya no era testigo del día que Jonas estaba viviendo. Porque había desaparecido.
También antes habían existido días como ése. Goethe paseaba por los prados, veía el sol, contemplaba las montañas y se bañaba en el lago, y no existía un Jonas, pero para Goethe todo aquello era el presente. Tal vez pensase en los que vendrían tras él. Seguramente se imaginaba qué es lo que cambiaría. Goethe había vivido un día como éste sin que existiese un Jonas. A pesar de todo ese día había existido, con Jonas o sin él. Y ahora transcurría el día con Jonas, pero sin Goethe. Goethe estaba ausente. O mejor dicho: no estaba allí. Al igual que Jonas no había estado en el día de Goethe, ahora Jonas veía lo que Goethe había visto, el paisaje y el sol, y para el lago y el aire carecía de importancia que Goethe estuviera allí o no. El paisaje era el mismo. El día era el mismo. Y seguiría siéndolo dentro de cien años. Pero ya sin Jonas.
Daba vueltas en su mente a la idea de que habría días sin él, de que transcurrirían días sin él. Paisaje y sol y olas en el agua, sin él. Alguna otra persona lo vería y pensaría que otros seres humanos habían estado anteriormente allí. Ese alguien a lo mejor pensaría incluso en Jonas. En sus vivencias, igual que Jonas había pensado en Goethe. Y entonces Jonas se imaginaba ese día de dentro de cien años, que transcurría sin sus vivencias.
Bueno ¿y qué?
¿Vería alguien el día de dentro de cien años? ¿Habría allí alguien que paseara por el paisaje mientras pensaba en Goethe y Jonas? ¿O sería un día sin observación, entregado a la mera existencia? En ese caso… ¿seguiría siendo un día? ¿Había algo más absurdo que un día así? ¿Qué era Mona Lisa en un día así?
Todo esto ya había existido hacía millones de años. Tal vez con otro aspecto. La montaña podía haber sido una colina o incluso un agujero, y el lago, la cima de una montaña. Daba igual. Había existido, pero nadie lo había visto.
Sacó de la mochila un tubo de crema solar. Se la dio y se tumbó en una toalla extendida en el suelo, delante de la tienda. Cerró los ojos. Sus párpados se contraían, nerviosos.
En la duermevela se mezclaban el rumor de las hojas y el zumbido del viento al acariciar la lona de la tienda. El chapoteo del lago llegaba amortiguado a sus oídos. A veces se despertaba sobresaltado creyendo haber oído el piar de un pájaro. A cuatro patas miraba parpadeando en derredor. Sus ojos no se acostumbraban a la luz, de manera que volvía a tumbarse boca abajo.
Más tarde creyó escuchar voces humanas. Excursionistas que alababan la vista y gritaban algo a sus hijos. Sabía que eran figuraciones suyas. Veía ante él sus mochilas y sus camisas de cuadros, los pantalones de cuero de los niños, las botas de montaña de largos cordones, los calcetines grises…
Se metió en la tienda para protegerse del sol.
Sólo a última hora de la tarde se sintió descansado. Tomó un bocado en el mesón. Durante el camino de vuelta pasó junto a un Opel con matrícula húngara. En el asiento trasero se veían toallas de baño y colchonetas hinchables. En la tienda renovó su protección solar, después dio un paseo hasta el alquiler de botes.