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Jonas contempló el panorama. Se había mudado a ese lugar hacía dos años por la vista. Al atardecer se situaba allí para contemplar el sol hundiéndose tras las montañas hasta que acababa enviando sus rayos hasta allí arriba.

Comprobó que la vivienda estaba cerrada. Se sirvió un whisky y regresó a la ventana con el vaso.

No se le ocurrían muchas explicaciones. Una catástrofe tenía la culpa. Pero si las personas habían huido de la amenaza de un ataque con misiles nucleares, por ejemplo, ¿dónde estaban las bombas? ¿Quién iba a molestarse en dilapidar una tecnología tan cara precisamente en una ciudad tan vieja y tan poco importante?

El choque de un asteroide. Jonas había visto películas en las que, tras un acontecimiento similar, tsunamis de kilómetros de altura rodaban tierra adentro. ¿Había huido de eso la gente? ¿A los Alpes, quizá? Pero en ese caso tendrían que haber dejado algún rastro. No se podía evacuar en una noche una ciudad de millones de habitantes olvidándolo sólo a él. Y además sin que se diera cuenta.

Tal vez todo era un sueño. O se había vuelto loco.

Dio un trago de manera mecánica.

Alzó la vista hacia el cielo azul. No creía en extraterrestres capaces de viajar durante años y años únicamente para hacer desaparecer a todos los vieneses, excepto a él. No creía en ese tipo de cosas.

Sacó su agenda de debajo del teléfono. Marcó cada uno de los números que contenía: llamó a Werner y a los parientes de Marie en Inglaterra; marcó los teléfonos de la policía, de los bomberos, de protección civil. Marcó el 911, el 160604, el 1503. No había ninguna advertencia de alarma o emergencia. Ni taxis. Ni previsiones del tiempo.

En su colección de vídeos buscó películas que no hubiese visto o que llevara mucho tiempo sin ver. Tras colocar una pila de comedias delante del televisor, bajó las persianas.

2

Se despertó con dolor de garganta. Se tocó la frente. No tenía fiebre. Miró al techo.

Después de haberse convencido durante el desayuno de que el televisor vibraba y la calle estaba vacía, se sentó ante el teléfono. Marie no contestaba ni al móvil ni en casa de sus parientes. Tampoco encontró a nadie más.

Vació medio cajoncito de medicinas hasta que encontró una aspirina. Mientras ésta se disolvía siseando en un vaso de agua, se dio una ducha. Se puso ropa deportiva y se bebió el vaso de un tirón.

Cuando salió de la sombra de la casa, miró a izquierda y derecha. Caminó unos metros y giró la cabeza a la velocidad del rayo. Se detuvo, a la escucha. Sólo el chapoteo del canal del Danubio llegó amortiguado a sus oídos. Estirando la cabeza buscó algún movimiento tras las ventanas de la hilera de casas.

Nada.

Regresó a su edificio y bajó al sótano. Una vez en su trastero puso patas arriba la caja de herramientas sin hallar nada adecuado. Al cabo de un rato recordó las tenazas para tubos que había depositado junto a una pila de neumáticos.

– ¿Hay alguien ahí?

En la amplia sala de taquillas de la estación de ferrocarril Westbahnhof su voz sonó de una debilidad ridicula.

Subió pesadamente las escaleras con las tenazas al hombro hasta la sala de espera. La oficina de cambio, el kiosco de prensa, los cafés, todo estaba cerrado.

Salió a los andenes. Varios trenes estaban preparados para partir. Retornó a la sala de espera y luego a los andenes.

Regresar.

Salir.

Entró de un salto en el Intercity con destino a Bregenz. Revisó el tren vagón tras vagón, compartimento a compartimento. Empuñando con firmeza las tenazas. Al entrar en los vagones de ambiente enrarecido, llamaba en voz alta. A veces tosía, carraspeaba con tanta fuerza como si pesase treinta kilos más. Aporreaba la pared con las tenazas, para producir el mayor estruendo posible.

A mediodía había revisado hasta el último rincón de la estación. Todos los trenes. Y las oficinas de los Ferrocarriles Federales. Y la sala de espera. Y el restaurante, en el que había comido miserablemente en un par de ocasiones y que aún apestaba a grasa. Y el supermercado. Y el estanco. El News & Books. Con las tenazas había roto lunas y puertas de cristal y hecho trizas las alarmas que ululaban. Había revisado las trastiendas. El pan de hacía dos días atestiguaba cuándo había estado alguien allí por última vez.

El gran panel indicador situado en el centro de la sala de espera no recogía llegadas ni salidas de trenes.

Los relojes funcionaban.

El cajero automático entregaba dinero.

Al llegar al aeropuerto de Schwechat no se molestó en dejar el coche en el aparcamiento y recorrer el largo camino de vuelta, sino que se detuvo directamente delante de la entrada principal, en la zona de estacionamiento prohibido, donde acostumbraban a patrullar policías y personal especializado.

En las afueras la temperatura era un poco más templada que en el centro de la ciudad. Las banderas ondeaban ruido samente al viento. Protegiéndose los ojos con la mano, escudriñó el cielo en busca de aviones. Aguzó los oídos. Todo cuanto oyó fue el crepitar de las banderas.

Con las tenazas al hombro se dirigió por corredores débilmente iluminados hacia la zona de embarque. Delante del café se veían cartas de bebidas colocadas sobre sus soportes encima de las mesas. El café estaba cerrado, igual que el restaurante y el pub. Los ascensores funcionaban. El camino hacia las salas de espera estaba libre. Los paneles no anunciaban ningún vuelo. Las pantallas permanecían oscuras.

Peinó toda la zona. Al pasar por una compuerta de seguridad, saltó la alarma. Unos golpes propinados con las tenazas pusieron fin a los aullidos. Acechó a su alrededor, preso de la inquietud. En la pared colgaba un cuadro eléctrico. Apretó unos cuantos botones. Al fin se restableció el silencio.

En la zona de llegadas comenzó a manipular un terminal de ordenador con la intención de averiguar cuándo había despegado o aterrizado por última vez un avión. Pero o carecía de conocimientos técnicos para solventar el problema o el ordenador estaba estropeado. En la pantalla vibraban tablas inútiles, y ninguna maniobra con el ratón o el teclado logró variar esa circunstancia.

Se confundió unas cuantas veces antes de encontrar la escalera de salida a la pista de rodadura.

La mayoría de los aviones aparcados pertenecían a Austrian Airlines. Había uno de Lauda, uno de Lufthansa, un aparato de Yemen, otro de Bélgica. Más allá, un 727 de El Al. Este avión fue el que más le interesó de todos. ¿Por qué estaba tan lejos? ¿Había estado a punto de despegar?

Cuando llegó al aparato, se puso en cuclillas. Miró resoplando hacia arriba y después hacia atrás, al edificio. Se sintió decepcionado. El aparato no estaba tan lejos, las dimensiones de la pista de rodadura le habían jugado una mala pasada. Tampoco había nada que indicase que el piloto se encaminaba hacia la pista de despegue.

Jonas empezó a gritar. Lanzó las tenazas, esforzándose por alcanzar primero la cabina, después una ventana de la zona de pasajeros. Cuando las tenazas se estrellaron ruidosamente contra el asfalto por octava o novena vez, se partieron en dos.

Registró todas las salas y estancias a las que pudo acceder. En la zona donde se cargaban los equipajes hizo un descubrimiento que lo electrizó: docenas y docenas de maletas y bolsas de viaje.

Abrió la primera maleta, expectante. Ropa interior. Calcetines. Camisas. Ropa de baño.

Ni ésa ni ninguna de las demás maletas contenía el menor indicio de lo que le había sucedido a su propietario. Tampoco se trataba de un número tan grande de bultos que le permitiera suponer que pertenecían a un único vuelo. Lo más probable era que esas bolsas y maletas hubieran sido olvidadas o no recogidas. A saber de quién serían. No le sirvieron de más.

Bajó del coche en Karolinengasse, ante el edificio de la esquina con Mommsengasse. Metió la mano en el interior del vehículo por la ventanilla abierta y tocó el claxon mientras alzaba la vista hacia las ventanas de los alrededores. No se abrió ninguna ni se descorrió una sola cortina, a pesar de que tocaba el claxon sin parar.