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En el agua permanecían inmóviles distintos modelos. Apoyó con fuerza un pie en un patín acuático, que chocó contra el vecino con un ruido sordo. En sus quillas se oyó un gorgoteo. Tenían el fondo cubierto con un palmo de agua de lluvia sobre la que flotaban hojas y cajetillas de cigarrillos vacías.

Al principio sólo vio los patines acuáticos. Cuando subió al primero, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse por la borda. Con un pie en el asiento del conductor y otro en el del acompañante echó un vistazo en busca de alternativas. Así descubrió la lancha. La llave colgaba de un gancho en el cobertizo del arrendatario.

El manejo era sencillo. Colocó el interruptor en la posición I, giró el volante en la dirección deseada y la embarcación se adentró zumbando en el lago.

El edificio del alquiler de botes y el kiosco vecino fueron empequeñeciéndose. Su tienda de campaña en el prado apenas era ya un punto claro. Las montañas de la otra orilla del lago se acercaban cada vez más. El bote dejaba un rastro silencioso de espuma en el agua.

Se detuvo más o menos en el centro del lago. Ojalá volviera a ponerse en marcha el motor. La orilla estaba muy lejos para alcanzarla a nado. No quería arriesgarse a hacer la prueba.

Se preguntó qué profundidad alcanzaría el lago en ese sitio. Se imaginó que el agua desaparecía por arte de magia al chasquear los dedos. En ese momento, antes de que el bote se fuese a pique, seguro que podría contemplar desde arriba un paisaje nuevo, maravilloso, interesante, que hasta entonces nadie había visto jamás.

En un compartimento junto al asiento del conductor encontró, entre vendas de gasa y esparadrapo, unas polvorientas gafas de sol de mujer. Las limpió y se las puso. El sol brillaba sobre el agua encrespada. El bote cabeceó unos instantes antes de quedarse inmóvil. Muy lejos, en la orilla opuesta a su playa, había coches aparcados bajo una peña escarpada. Una nube cruzó por delante del sol.

Lo despertó el frío.

Se incorporó frotándose hombros y brazos. Jadeaba y le castañeteaban los dientes.

Amanecía. Jonas se encontraba en la pradera ataviado con un simple calzoncillo, a diez metros de la tienda en la que se había tumbado a dormir por la noche. La hierba estaba húmeda por el rocío de la mañana. La niebla pendía entre los árboles. El cielo estaba de un gris tristón.

La tienda estaba abierta.

La rodeó a prudencial distancia. Las paredes ondeaban al viento. La parte de atrás estaba abollada. Aunque no parecía haber nadie en su interior, vacilaba.

Tenía tanto frío que tiritaba. Se había desvestido porque en el saco de dormir estaba caliente. El saco continuaba en la tienda. Al menos eso suponía. Sus ropas yacían al lado, igual que el fusil. Por la noche lo había trasladado a la tienda, eso lo sabía con absoluta certeza.

Se puso una camiseta y un pantalón, calcetines, botas y jersey, apresurándose a sacar la cabeza por el cuello.

Se dirigió hacia la motocicleta. Reparó en el acto en que la llave de la gasolina estaba abierta. En el mejor de los casos eso significaba que su máquina no se pondría en marcha antes de pisar diez o quince veces el pedal de arranque. Ya de niño olvidaba a veces cerrar la llave.

Inspeccionó los alrededores en busca de huellas. No las halló. Y tampoco marcas de zapatos extraños o ruedas en la pradera, ni tallos de hierba aplastados, ni el menor cambio a su alrededor. Alzó la vista al cielo. El tiempo había cambiado de improviso. El aire llevaba la humedad de finales de otoño. La niebla que yacía sobre la pradera parecía espesarse cada vez más.

– ¿Hola?

Gritó en dirección al aparcamiento, luego hacia la pradera. Corrió hasta la orilla y gritó a pleno pulmón por encima del lago.

– ¡Eeeeeh!

No había eco. La niebla se tragaba cualquier sonido.

Jonas no lograba distinguir la otra orilla. Lanzó al agua una piedra, que se hundió con un denso chapoteo. Indeciso, caminó pesadamente bajo los árboles de la orilla. Miró hacia su tienda. Al alquiler de botes, sobre cuyo tejado ondeaba un gallardete. Hacia el lago. Empezó a chispear. Al principio le pareció un calabobos, pero después notó que las gotas se espesaban. Miró hacia el alquiler de botes. Ya apenas se vislumbraba el embarcadero. La niebla iba envolviendo poco a poco el paisaje.

Comenzó a empaquetar la mochila sin perder de vista ni un segundo la tienda de campaña. La parte inferior estaba mojada. Introdujo la mano mascullando una maldición. Para su desgracia, el segundo jersey estaba abajo del todo. Se había filtrado humedad. Se preguntó de dónde venía. No podía deberse exclusivamente al rocío y la lluvia. Y él no había derramado nada.

Lo olfateó. No desprendía olor alguno.

Cuando montó en la motocicleta, la niebla se había tragado los árboles de la orilla. Tampoco se divisaba ya el mesón. La mancha clara en el aparcamiento, suponía Jonas, era el Opel del que había sacado la colchoneta hinchable.

Pisó el pedal de arranque hasta que un sudor frío cubrió su frente. El motor se había ahogado en gasolina. Jonas saltó como loco encima del pedal, resbaló y volcó con la motocicleta. La levantó para intentarlo de nuevo. La lluvia arreciaba. Las ruedas resbalaban sobre la hierba empapada. Jonas estaba envuelto en la niebla. A pocos metros de él la lluvia crepitaba sobre la tienda. Ya no veía lo que había detrás. Se limpió la cara con la mano.

Mientras pisaba con obstinación el pedal de arranque y su corazón latía cada vez más fuerte, pensaba en una salida. Sólo le venía a la mente el Opel, pero no había visto la llave. Barajó la idea de empujar la motocicleta hasta una pendiente para bajar rodando y después embragar la marcha, lo que ofrecía ciertas posibilidades de arrancar el motor. Pero no descubrió ningún lugar adecuado cerca. Desde su posición la pradera descendía en dirección a la orilla, pero la pendiente era demasiado débil.

Finalmente el motor comenzó a rugir. Una sensación de felicidad y gratitud invadió a Jonas. Rápidamente aceleró al ralentí. Sonó fuerte y seguro. Pero no apartó la mano del manillar para que el motor no volviera a apagarse. Tenía que realizar un número acrobático para atarse la mochila. Mientras tanto se echó el fusil al hombro. Sintió un estremecimiento de dolor cuando la correa descargó todo el peso sobre su hombro.

Parpadeó mirando a todas partes en medio de la lluvia para comprobar si se había dejado algo. Solamente quedaba la tienda con el saco de dormir dentro, aunque la vista terminaba en los palos de la tienda.

Viró, avanzó veinte metros hacia las casetas y torció de nuevo. Ya no se distinguía la tienda. Tenía que seguir la huella de sus ruedas.

Aceleró con precaución. La rueda trasera arrancó y se adhirió al suelo. Jonas aumentó la velocidad. Al divisar la tienda, se dirigió hacia ella.

El ruido del choque sonó muy apagado. Las estacas de la tienda arrancadas del suelo volaron alrededor de sus orejas. Una esquina del toldo se enredó en el apoyapiés de la moto y fue arrastrado unos metros. Le costó evitar caerse en la hierba resbaladiza. Cuando dominó la motocicleta, frenó.

Miró hacia atrás. La niebla era tan espesa que no se veía la tienda. Hasta las huellas de las ruedas se disolvían en la lluvia, tan deprisa que podía ver cómo se desvanecían poco a poco hasta convertirse apenas en un vislumbre. Se limpió el rostro con la manga de la chaqueta. Olió brevemente el aroma que emanaba del cuero mojado.

Regresó junto a la tienda. No estaba allí. Cruzó de un lado a otro, sin encontrar nada. Ahora ya no sabía bien en qué lugar de la pradera se encontraba. Según su recuerdo, el alquiler de botes debía de estar a su espalda, el aparcamiento a su derecha, su tienda desaparecida enfrente a la izquierda. Condujo en dirección al aparcamiento. Para su asombro las casetas para cambiarse surgieron de entre la niebla. Al menos ahora sabía dónde estaba. Encontró el aparcamiento sin dificultad. No vio el Opel. Siguió las flechas pintadas en el asfalto que señalaban el camino hacia la carretera nacional.