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Encogió la cabeza y arqueó la espalda como un gato. Tenía la impresión de que una mano estaba a punto de agarrarle por el hombro. La sensación se disipó cuando disminuyó la niebla. Pronto percibió los árboles al borde de la carretera y también las pensiones adornadas con flores ante las que pasaba.

Pensó en procurarse ropa limpia en una de las casas, quizá incluso un impermeable. También necesitaba una ducha caliente. Y deprisa, si no quería acatarrarse. Pero algo lo obligaba a apretar el acelerador.

En el pueblo de Attersee entró en un sencillo café emplazado en una bocacalle. En lugar de aparcar la motocicleta delante del edificio la arrastró, apoyándola contra un banco acolchado. Si realmente alguien lo seguía, perdería su rastro.

Tras prepararse un té, se situó junto a la ventana con la taza humeante en la mano. Se ocultó tras una cortina para que no pudieran descubrirlo desde el exterior. Soplando en la taza, clavó los ojos en un charco que ocupaba toda la calle y que la lluvia que no mermaba transformaba en unas aguas espumeantes. Apenas notaba la nariz y las orejas. Estaba empapado hasta los calzoncillos. Debajo de él, sobre la alfombra, se iba extendiendo poco a poco una mancha de agua. Tiritaba, pero no se movió del sitio.

Se preparó otra taza. Registró el cuarto trasero, agobiante y estrecho, que parecía haber servido de cocina, en busca de algo comestible. Encontró unas latas de conserva. Calentó dos en una cazuela no demasiado limpia colocada sobre un hornillo portátil. Comió con avidez. Al finalizar volvió a ocupar su lugar junto a la ventana.

Cuando se incorporó, el reloj que había junto a la vitrina de los vasos marcaba el mediodía. Por una puerta señalizada que conducía a los servicios, accedió a una escalera estrecha. La vivienda del piso de arriba estaba abierta. Comenzó a buscar ropa adecuada. Evidentemente la había habitado una mujer sola. Bajó la escalera con las manos vacías.

Después de dejar en la pizarra del menú una nota con la fecha, abrió la puerta del café, encendió la moto y se incorporó a la carretera. La lluvia golpeaba su rostro. Miró a izquierda y derecha. Nada se movía, salvo la lluvia clavándose en los charcos.

En la tienda de deportes cogió un casco para protegerse de los peligros del trayecto y sobre todo de las inclemencias del tiempo. También se puso una protección contra la lluvia de cuerpo entero de plástico transparente. Esto no eliminó los daños ya causados, de modo que estuvo a punto de meterse en otras viviendas para librarse de la ropa mojada. Sin embargo su deseo de largarse de aquellos parajes fue más fuerte.

En el pasado también había vivido días igual de solitarios. Llovía sin parar, la niebla estaba suspendida sobre los campos, sobre las calles, entre las casas, hacía demasiado frío para esa estación del año. Nadie salía por su propia voluntad. Había amado esos días cuando permanecía tumbado en casa bien calentito delante del televisor, y le ponían de mal humor cuando una suerte adversa le obligaba a salir a la calle. Pero en esa región, con las montañas, las severas coniferas, los hoteles abandonados y los parques infantiles vacíos, tenía la sensación de que el paisaje intentaba atraparlo. Y de que si no se apresuraba, sería incapaz de marcharse de allí.

Viajaba a toda velocidad por la carretera federal. Sentía un frío tan intenso que recitó todos los versos infantiles que recordaba con el fin de distraerse. Pronto no le bastó con declamar, y empezó a cantar y a vociferar. A menudo los escalofríos ahogaban la voz en su garganta y profería un graznido. Saltaba rítmicamente sobre el sillín. Se sentía febril.

En ese estado llegó a Attnang-Puchheim y se abalanzó hacia el primer edificio con que se topó. Todas las viviendas estaban cerradas. Probó con un chalé. Tampoco tuvo suerte. Empapado, empujó la puerta cerrada. Era de madera maciza y la cerradura, nueva.

A pesar de que las ventanas estaban muy altas, levantó el cañón del fusil para romper los cristales a tiros. En ese momento descubrió al otro lado de la calle una casa baja sin ventanas. Corrió hacia ella sin preocuparse de los charcos. La puerta de entrada estaba detrás.

Apretó el picaporte. Estaba abierta. Murmuró unas palabras de gratitud.

Sin mirar a izquierda ni a derecha, corrió al cuarto de baño y dejó correr el agua caliente en la bañera. Después se arrancó las ropas, tan empapadas que aterrizaron con un sonoro chasquido sobre los baldosines. Se envolvió en una toalla. Confiaba en encontrar ropa de hombre.

Una casa sombría. Sólo la fachada norte tenía ventanas orientadas a un jardín cubierto de malas hierbas. Pulsó todos los interruptores de la luz con que se topó. Muchos no funcionaban.

Mientras del cuarto de baño salía el rumor del agua, puso patas arriba la cocina buscando bolsas de té. Revolvió los armarios, vació los cajones en el suelo, pero sólo encontró cosas inútiles como canela, vainilla en polvo, cacao, almendra picada. El estante más grande estaba repleto hasta el último rincón de moldes de cocina. Los moradores parecían haberse alimentado exclusivamente de productos de pastelería.

En un estante que al principio le había pasado desapercibido halló un paquete de calditos. Habría preferido té. Puso a calentar agua y cuando borboteó, desmigajó cinco cubitos en la cazuela.

En el cuarto de baño le esperaba una montaña de espuma. Cerró el grifo. Colocó la cazuela de sopa sobre una bayeta mojada al borde de la bañera. Tras despojarse de la toalla, se metió en el agua. Estaba tan caliente que apretó los dientes.

Miró al techo.

La espuma murmuraba a su alrededor.

Doblando las rodillas, deslizó la cabeza debajo del agua. Se frotó el pelo varias veces, volvió a emerger. Inmediatamente abrió los ojos, atisbando en todas direcciones. Liberó las orejas y escuchó con atención. Ni el menor cambio. Se reclinó hacia atrás.

De pequeño le gustaba bañarse. En Hollandstrasse no había bañera, de manera que sólo disfrutaba de ese placer en casa de tía Lena y tío Reinhard. Desde fuera llegaban los sonidos que hacía su tía al recoger la vajilla, y él estaba en una bañera de un blanco radiante oliendo numerosas y aromáticas pompas de jabón. Todo le resultaba familiar, incluso las etiquetas reblandecidas de las botellas de champú las reconocía de vez en cuando y las consideraba amigas. Pero lo que más le gustaba era la espuma, los millones de diminutas pompas de colores relucientes. Era lo más hermoso que había visto en su vida. Aún recordaba que, en lugar de ocuparse de los patos de plástico y los barquitos, había dirigido una mirada soñadora a la espuma, invadido por un deseo enigmático: así, creía él, sería el Niño Jesús.

Allí había vivido un hombre rechoncho.

Jonas se contempló con las ropas de domingo del propietario de la casa en el espejo del armario del que había sacado la camisa y el pantalón. Esta última prenda le estaba ancha de cintura, y terminaba un palmo por encima de sus tobillos. No halló en parte alguna un cinturón. Se sujetó el pantalón a las caderas con cinta adhesiva negra. Raspaba. La camisa no menos. Además, ambas prendas olían a ramas viejas.

En el recibidor débilmente iluminado recorrió la galería de cuadros a la que antes no había prestado la menor atención. Ninguno de los cuadros era mayor que un cuaderno escolar. Los más pequeños tenían el tamaño de una postal. Bajo los marcos de madera excesivamente rebuscados habían garabateado algo a lápiz sobre el papel pintado, al parecer el título. Al igual que los temas, tampoco eran comprensibles a primera vista. Una masa oscura se titulaba Hígado. Un doble tubo de material desconocido, Pulmón. Dos palos cruzados, Otoño. Bajo el rostro de un hombre que creyó conocido, se leía: Carne de suelo.

Entre las obras de arte colgaba un listón con llaves. Una parecía la de un coche. Jonas se dijo que tenía que regresar con la DS si quería ser coherente con el espíritu de la empresa. Se dio golpecitos en la frente con el dedo. La excursión había sido una idea disparatada, y había llegado el momento de reconocerlo.