Выбрать главу

Recorrió los coches aparcados en la calle guarecido bajo un paraguas que olía a bosque. Después de haber probado tres veces la llave sin éxito, pensó en el modo de acortar la búsqueda. ¿Qué coche conduciría el propietario de esa casa? ¿Un Volkswagen o un Fiat? Seguro que no. Los hombres que vivían como ese gordo enano conducían o bien coches pequeños y compactos o vehículos cómodos.

Atisbo en todas direcciones. Reparó en un Mercedes, pero se trataba de un modelo demasiado nuevo. Un 220 diesel de los años setenta habría encajado en el caso.

Un todoterreno oscuro, discreto. No demasiado grande, con tracción a las cuatro ruedas.

Jonas cruzó la calle. Introdujo la llave. El motor se encendió en el acto. Puso la calefacción al máximo, regulándola para que saliese por los pies. Tendría que conducir descalzo. Las zapatillas que se había puesto eran cuatro números más pequeñas y tenía empapados sus zapatos.

Retrocedió para recoger sus pertenencias sin apagar el motor. Como le interesaba la identidad de su anfitrión, buscó un letrero en la puerta. Al no encontrarlo, revolvió en el papel usado en busca de facturas, recibos, cartas. No halló nada. No encontró en toda la casa el menor dato sobre la identidad del propietario.

13

Su primera mirada fue para la cámara. Seguía en el mismo sitio.

Parpadeó, se frotó los ojos e intentó ordenar sus pensamientos. Tras el largo viaje se había tumbado en la cama sin introducir una casete. No se sentía desdichado por ello.

Tenía la garganta irritada. Le dolía al tragar.

Cerró los ojos y se cambió de lado.

Bajó corriendo al supermercado. Metió en una bolsa zumo de fruta, leche uperizada y un bizcocho envasado al vacío en plástico, que según la fecha impresa caducaba a finales de octubre. Al leerla, se le contrajo el estómago. Finales de octubre. ¿Seguiría vagabundeando entonces por esa ciudad abandonada? ¿Qué sucedería entretanto? ¿Y después?

En diciembre.

En enero.

Subió al Spider. En el centro de la ciudad sacudió las puertas de distintos cafés. Estaban cerrados. No encontró uno abierto hasta la calle Himmelpfortgasse.

Mientras la cafetera exprés rugía a su espalda, cortó rebanadas de bizcocho y se sirvió zumo de naranja.

Finales de octubre.

Enero. Febrero.

Marzo. Abril. Mayo. Septiembre.

Fijó la vista en el bizcocho que no había tocado y supo que no probaría bocado.

Se acercó a por otra taza de café. Al pasar, cogió un periódico del portaperiódicos y por enésima vez echó una ojeada a las noticias del 3 de julio mientras sorbía su espresso. En una ocasión creyó oír un ruido procedente del sótano, donde se ubicaban los servicios. Se aproximó al arranque de la escalera, aguzando los oídos. Pero no oyó nada más.

En la farmacia próxima al café buscó pastillas de vitaminas y aspirina. De una botella de Echinacin se sirvió el doble de gotas de la dosis prescrita. Regresó despacio al coche chupando un caramelo para la garganta y condujo despacio hasta la plaza Stephansplatz. Allí se sentó encima del techo del Spider.

Nubes aisladas recorrían el cielo, soplaba el viento. ¿Se presagiaba ya el otoño? No, era imposible. Al menos en julio. Sería un empeoramiento transitorio. El otoño entraba en octubre. A finales de ese mes.

Y después venía noviembre. Y diciembre. Y enero. Treinta días. Treinta y uno. Y otros treinta y uno. Noventa y dos días desde principio de noviembre hasta finales de enero, en los que tendría que vivir veinticuatro horas. Y también horas y días antes y después. Forzado a vivir en absoluta soledad.

Se frotó los antebrazos desnudos. Contempló la Casa Haas. Nunca había estado dentro. Con Marie tenía intención de visitar Do &Co, pero nunca llegaron a hacerlo.

Contempló la plaza vacía, fijándose en las estatuas que por todas partes sobresalían de los muros. Figuras fantásticas, músicos. Enanos. Máscaras. Y en la catedral Stephansdom, santos. Ninguno se fijaba en él. Todos permanecían mudos.

Tuvo la impresión de que su número crecía. Como si el día que grabó allí el vídeo hubiera habido menos estatuas. Parecía que poco a poco iban saliendo más estatuas de los muros de las casas por toda la ciudad.

En las tiendas de electrónica del centro, que no eran tan numerosas como creía, consiguió cuatro cámaras de su modelo preferido. También cargó en el coche cinco trípodes. Se dirigió a Mariahilfer Strasse por el Burgring, deteniéndose delante de cada tienda de electrónica. Después buscó en Neubaugürtel.

Se sentía exhausto. Más de una vez dudó del sentido de la empresa, sopesó si aplazar al menos la razzia a un día más adecuado. Le moqueaba la nariz, le dolía la garganta y notaba la cabeza abotargada. Pero no se sentía tan enfermo como para tumbarse en la cama. Además, intuía que era mejor no desperdiciar el tiempo, aunque pareciera contradictorio. Disponía de todo el tiempo del mundo. A decir verdad, no tenía nada que hacer. Y sin embargo se sentía inquieto. Desde su partida del lago Mondsee aún más que antes.

Por la tarde el coche estaba tan cargado que por el retrovisor únicamente veía cajas. Eran veinte cámaras y veintiséis trípodes. Con los de casa, sumaban treinta aparatos de grabación listos para funcionar. Suficientes.

Comprobó por encima que todo estaba en orden en la vivienda. No se puso los guantes de trabajo. Bajó al sótano empuñando la linterna y el fusil. Tampoco allí notó el menor cambio.

Metió la mano en una caja cualquiera. Esperaba fotos, pero sus dedos tocaron algo lanoso. Asustado, retrocedió dando un respingo. Iluminó el interior de la caja con la linterna. Era un animal de peluche que nunca había visto. Un oso de color verde oscuro sin el ojo izquierdo y con la oreja derecha mordisqueada. Estaba sucio. Por la parte trasera asomaba una cuerda. Jonas tiró de ella y comenzó a sonar una melodía.

Se estremeció. La melodía lo conmovió hasta la médula. Escuchó los acordes, petrificado. Ding-dang-dong, una campanita argentina ejecutaba un tema sentimental. Después concluyó, y automáticamente sus dedos volvieron a tirar de la cuerda.

De la nada le llegó el reconocimiento de que había sido su reloj musical. Cuando era un bebé esa melodía lo había acompañado hasta dormirse. En ese momento recordó de qué canción se trataba. Siendo bebé la había escuchado noche tras noche. No sabía nada de ella, pero una parte de él conocía esa melodía como pocas.

Lía, lea, lúa, está mirando el hombre de la luna.

De repente llegó la fiebre.

Se presentó en cuestión de segundos. Se sintió mareado. Al llevarse la mano a la frente, notó en el acto cómo oleadas de calor arrasaban su cuerpo. En cualquier momento le fallarían las piernas. La cosa era seria. Ya no lograría llegar a casa. El mero hecho de abandonar el sótano sería un éxito.

Con un gesto casi interminable se metió el reloj musical debajo de la camiseta, consciente del peligro que entrañaba ese movimiento. Se concentró en no ceder, en continuar moviéndose, en no prestar atención al bramido que crecía en su interior.

Se remetió la camiseta por el pantalón y se giró. Apoyándose en el fusil y dejando que la linterna se bambolease colgada de su muñeca, caminó con paso torpe hacia la salida. Las oleadas calientes en su interior cobraron fuerza. Respiraba por la boca. A los dos metros se detuvo a tomar aliento.

Logró llegar al arranque de la escalera. En el segundo peldaño se le doblaron las piernas. Se apoyó con las manos, pero se cayó. Sin preocuparse de la suciedad ni de las telarañas, presionó la cabeza contra la pared. Notó un agradable frescor.