Se apagó la luz de la escalera. Un ventanuco del entresuelo proyectaba unos débiles rayos de sol sobre la escalera. Transcurrió un rato hasta que logró encender la linterna colgada de su muñeca. Una intensa mancha de luz tembló sobre el suelo de piedra.
Se sintió un poco mejor. Se obligó a levantarse. Todo le daba vueltas. El corazón parecía salírsele del pecho.
Fue subiendo peldaño a peldaño agarrado a la barandilla, mientras intentaba aplacar la voz aterrada de su interior.
No iba a morir. Sería absurdo. Desplomarse de un infarto en la escalera, eso no sucedería.
Mientras subía cojeando a la vivienda, se esforzaba por ignorar la breve intermitencia, siempre periódica, de los latidos de su corazón. No pensaba en nada. Ponía un pie delante del otro, inspiraba, expiraba. Descansaba. Continuaba.
Agua, pensó después de haber atrancado la puerta tras él. Necesitaba beber.
Encontró una aspirina en el bolsillo del pantalón. El envase estaba sucio y arrugado. No era de la farmacia de la calle Himmelpfortgasse, debía llevarla consigo desde hacía más tiempo. Los demás medicamentos estaban en el coche. Le habría dado igual que estuvieran en otro continente.
Disolvió la aspirina en agua y se la tomó.
Encontró dos botellas de limonada vacías. Tras lavarlas, las llenó de agua y emprendió con ellas el largo camino hasta el dormitorio. Dejó el fusil en la entrada. Pesaba demasiado.
No lo recibió el tictac del reloj de pared, ya estaba empaquetado. En los lugares que habían ocupado las estanterías, el papel pintado clareaba. La cama estaba sin ropa. Las mantas protegían la vajilla en las cajas que estaban fuera, en el camión. Tenía que arreglárselas sin cubrecama, al fin y al cabo era verano.
Se tumbó sobre el colchón. Casi en ese mismo instante llegaron los escalofríos. Comprendió que había cometido un error. En lugar de atormentarse para llegar a la vivienda, habría debido meterse en el coche y encender la calefacción.
Tiritando, cayó en un sopor que no supo si duró diez minutos o tres horas. Cuando salió de él, le castañeteaban los dientes. Su brazo, contrayéndose en un tic incontrolado, golpeó contra la pared. Jonas agarró el segundo colchón del armazón de la cama y se lo colocó encima.
Otra vez descendiendo. Su mente tenía que plasmar dibujos y trazar líneas. Ante él surgían figuras geométricas. Cuadrados. Hexágonos. Dodecágonos. Le atormentaba el deber de dibujar dentro líneas rectas, aunque no con un lápiz, sino con una mirada que dejaba vestigios en el acto. Además, tenía que descubrir el punto decisivo de un campo de tensión que por una parte mantenía unida la figura geométrica y por otra era intangible por influencia del magnetismo. El magnetismo parecía ser la fuerza más poderosa de la Tierra. Continuamente se le presentaban nuevas figuras, llegaban volando sin tregua y él tenía que trazar líneas y encontrar puntos por doquier. Para colmo de males ambas actividades se fundían cada vez más en una, sin que él acertara a comprender cómo.
La lamparita de la mesilla de noche estaba encendida. Fuera estaba oscuro. Bebió un sorbo de agua. Le dolía y tuvo que esforzarse. Yació media botella. Se dejó caer hacia atrás.
Los escalofríos habían cedido. Se llevó la mano a la frente. La fiebre era muy alta. Se puso boca abajo. El colchón estaba impregnado del olor de su padre.
Ya no tenía que vérselas con hexágonos ni dodecágonos, sino con formas que excedían su capacidad de comprensión. Sabía que soñaba, pero no encontraba la salida. Continuaba obligado a trazar líneas y encontrar el punto magnético central. Llegaba hasta él forma tras forma. Trazaba recta tras recta, reconocía punto tras punto. Se despertaba lo justo para darse la vuelta. Veía a las formas abalanzándose sobre él, pero no podía rechazarlas. Estaban allí. Por todas partes. Ya llegaba la próxima, mientras la siguiente acechaba.
A eso de medianoche acabó la botella. Estaba seguro de haber oído muy poco antes rumores procedentes del cuarto de estar. Rodar de bolas de hierro. Una puerta cerrándose. Una mesa movida por alguien. Le vino a la mente la señora Bender. Recordó que ella nunca había estado en esa vivienda. Le habría gustado levantarse para echar un vistazo.
Tenía frío. Olía a rayos y notaba un frío espantoso. Oyó una voz. Abrió un ojo. Reinaba una oscuridad casi absoluta. Por un ventanuco penetraba un resplandor cuya intensidad revelaba que fuera alboreaba. El ojo volvió a cerrarse.
Conocía ese olor.
Se frotó los brazos. Le dolía todo. Tenía la impresión de yacer sobre piedras. Oyó de nuevo una voz e incluso pasos, muy cerca. Abrió los ojos, que se acostumbraron despacio a la oscuridad. Vio una valla de madera. Entre las estacas asomaba un bastón adornado con tallas.
Yacía realmente encima de piedra. Sobre tierra apisonada y piedra.
A pocos metros de distancia oyó voces y tintineo de vasos. Se cerró una puerta y los sonidos enmudecieron. Poco después otro crujido de la puerta. Una voz de mujer dijo algo. La puerta se cerró, los sonidos se desvanecieron.
Se levantó y fue hacia allí.
Llegó en el momento adecuado. En el centro del oscuro pasillo volvió a oír, justo a su lado, el crujido de la puerta. Un hombre dijo algo, sonó como una felicitación. Tras él se elevaron alegres carcajadas. Debían ser docenas de personas. Una estridente voz femenina se sumó a la del hombre. Conversaron en tono animado, hasta que el tintineo de los vasos resonó de nuevo.
Él estaba al lado, pero no veía nada: ni la puerta, ni la mujer, ni el hombre.
La puerta se cerró y se situó en el lugar preciso. En el umbral de la puerta. Nada.
La puerta se abrió con un crujido. Sintió en la cara la suave corriente de aire. Un barullo de voces. Alguien golpeó un vaso y carraspeó. Se hizo el silencio. La puerta se cerró.
– ¡Hola!
Cuando se despertó a eso del mediodía, no podía respirar por la nariz, le escocía la garganta y notaba una sed insaciable, pero la fiebre, se percató al instante, había desaparecido.
Apartó de sí el colchón. Se incorporó. Vació la segunda botella de agua de un trago. Encontró pan tostado en la cocina. No tenía dolores, pero no deseaba someter a su organismo a ningún esfuerzo. Se sonó la nariz.
Al salir a la calle el aire fresco le mareó. Apoyándose contra el muro de la casa, se llevó la mano a la frente. El sol brillaba, soplaba una suave brisa. La borrasca había continuado su camino.
Se desplomó en el asiento del copiloto y bajó el parasol. Se contempló en el espejo. Estaba pálido. Tenía manchas rojas en las mejillas. Sacó la lengua: estaba sucia.
Se puso en la mano todas las pastillas que podían ayudarlo y se las tragó. Se echó las gotas de Echinacin directamente en la boca con la cabeza echada hacia atrás. Luego la apoyó en el reposacabezas y contempló el cuadro de mandos. Notó la debilidad de sus piernas. La fiebre, sin embargo, había desaparecido.
Deliberó en su fuero interno sobre la forma de pasar el día. No le apetecía estar tumbado inactivo. Ni ver películas, porque le perturbaban. Ni leer, porque la lectura se le antojaba una actividad banal y superflua. Si optaba por pasar un día de convalecencia en la cama, no le quedaría más remedio que mirar al techo.
De regreso a la vivienda, se volvió de repente hacia la bajada de la escalera sin darse cuenta. Sus pasos lo condujeron a la puerta del sótano. Levantó el fusil.
– ¿Hay alguien ahí?
Abrió la puerta empujándola con el cañón. Encendió la luz. Se detuvo.
El grifo goteaba.
Entró. Una corriente de aire fresco rozó su cabeza, arrastrando un olor penetrante al material de aislamiento. Se tapó la nariz con la manga de la camisa.
Se detuvo en el centro del pasillo.
– ¿Hola?
“-¿Hay alguien ahí?
Abatió el fusil. Recordó el reloj musical.
Tomó cinco cajas de cámaras a la vez y caminó despacio, igual que un anciano. No obstante en el trayecto del coche al ascensor comenzó a sudar. Presionó el botón de llamada con el dedo meñique libre. La puerta se abrió y colocó las cajas en la cabina, junto con las demás. Era demasiado estrecha para transportarlas todas a la vez. Tuvo que hacer dos viajes.