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En el sofá, esparrancó brazos y piernas. Respiraba, jadeando, por la boca. Cuando recuperó las fuerzas, se aplicó en la nariz gel mentolado del tubo. Escocía, pero poco después consiguió respirar libremente.

Desempaquetó. Tuvo que quitar el plástico de burbujas a veinte cámaras y veintiséis trípodes, introducir veinte pilas en el cargador y conectarlo a la red eléctrica. Concienzudo volvió a cargar también los acumuladores más antiguos que había cogido en el centro comercial, incluyendo los que estaban dentro de las cámaras colocadas delante de la cama y junto al televisor.

¿Debería ver el vídeo de la noche anterior a su marcha al lago Mondsee? Seguía sin tener ni idea de por qué aquella mañana había despertado en el cuarto de estar. A lo mejor se enteraba viendo la cinta. Por otro lado no estaba seguro de si debía alegrarse de ello. Apartó la casete que había extraído de la cámara del dormitorio.

Untó una rebanada de pan integral con foie gras. No le supo bien, pero se daba cuenta de que su cuerpo necesitaba aporte de energía. Se preparó otra y luego se tomó una manzana. Vertió gotas de Echinacin en un vaso de agua y acto seguido se bebió un zumo vitaminado.

Contempló el reloj musical que había depositado junto al teléfono. No lograba recordar esa media cara, ese oso con un ojo y una oreja. Pero sí la música.

Tiró de la cuerda. La melodía sonó. Fue como si rozase algo que ya no estaba allí. Como si contemplara un astro apagado hacía mucho tiempo, pero cuya luz llegaba ahora hasta él.

Pasó horas con un juego de ordenador que interrumpió para tender la ropa. Por la noche se sentía menos agotado que por la mañana, pero tenía sueño. Se sonó la nariz, hizo gárgaras con una infusión de manzanilla y tomó una aspirina.

Los acumuladores estaban cargados. Los reunió. Conectó los aparatos encima del sofá. Introdujo el acumulador en la montura, deslizó una casete en la cubierta, después atornilló la cámara a un trípode. Cuando tuvo dos listas, las trasladó a la vivienda vecina vacía. Abrió los trípodes y los colocó uno junto a otro.

Al finalizar, contempló las cámaras dispuestas en semicírculo en el espacioso cuarto de estar. La mayoría de los objetivos estaban dirigidos a él. Eran muchísimos. Tuvo la impresión de que se apiñaban a su alrededor como enanos extraterrestres necesitados de alimento.

El durmiente cambiaba de lado, como de costumbre. A veces se oían ronquidos.

Jonas se preguntaba cómo mantenerse despierto. Era casi medianoche. Se puso el termómetro en la axila.

¿Con qué iba a pasar el día siguiente? Aún estaba demasiado débil para cargar muebles en el camión. Buscaría viviendas adecuadas para colocar las cámaras, limitándose a edificios con ascensor.

El durmiente apartó la manta.

Jonas se inclinó hacia delante. Sin apartar la vista de la pantalla, tanteó en busca de la taza de té. El termómetro pitó. No le prestó atención. No comprendía lo que estaba viendo.

El durmiente llevaba capucha.

Antes Jonas no se había fijado bien. Ahora se dio cuenta de que una capucha negra en la que habían recortado diminutos agujeros para ojos, nariz y boca cubría la cabeza del durmiente.

El durmiente se sentó, erguido, al borde de la cama, quedándose inmóvil, con los brazos a los lados, apoyados en la cama. Parecía mirar a la cámara. La luz no era lo bastante intensa como para reconocer los ojos en medio de la tela negra.

Estaba sentado. Inmóvil.

Su postura entrañaba burla, un desafío mudo, atroz. Estaba allí sentado, desafiante.

Con su cabeza negra.

Jonas no podía mirar durante mucho tiempo esa máscara. Creía mirar un agujero, sus ojos no soportaban el vacío, se daba la vuelta.

Y volvía a mirar. Inmovilidad. Una cabeza negra. Cara de agujero.

Fue al cuarto de baño, se lavó los dientes. Caminó de un lado a otro, tarareando. Regresó a la televisión.

Cabeza negra. Cuerpo inmóvil.

Estaba allí como un muerto.

Despacio, como a cámara lenta, el durmiente alzó el brazo derecho. Estiró el dedo índice en dirección a la cámara.

Así se quedó.

14

¿De verdad no existía ninguna posibilidad de llegar a Inglaterra?

Fue lo primero que le pasó por la cabeza nada más despertar. ¿Era posible alcanzar la isla británica desde el continente?

Unas imágenes tomaron forma en su mente. Lanchas motoras. Veleros. Yates. Helicópteros. Con él dentro.

Se incorporó en la cama y miró apresuradamente a su alrededor. La cámara estaba en su sitio. Evidentemente había grabado. En la estancia no se apreciaba cambio alguno. Se acercó al espejo, se levantó la camiseta y se giró a derecha e izquierda. Estuvo a punto de dislocarse los hombros para contemplarse la espalda. También inspeccionó las plantas de sus pies. Adelantó el mentón y sacó la lengua.

Antes de preparar el desayuno, examinó toda la casa en busca de sorpresas. No halló nada sospechoso.

Se sentía más fresco que el día anterior. Ya no tenía la nariz atascada, ni la garganta irritada, y la tos casi había desaparecido. Le asombraba tan rápido restablecimiento. Su sistema inmunológico parecía funcionar bien.

Durante el desayuno comenzó a recordar poco a poco el sueño de la noche anterior. Tomó lápiz y cuaderno de notas para describirlo al menos a grandes rasgos.

Había llegado a una cueva inundada de una luz roja oscura en la que no se veía más allá de unos metros. Había otras personas a su alrededor, pero no lo veían y él no podía comunicarse con ellos. La cueva bordeaba una roca. Consistía en un cubo de treinta metros de altura y de la misma anchura en todos los lados. El pasadizo que rodeaba el cubo tenía dos metros de anchura.

Subió por una escala de cuerda. Arriba lo esperaba una meseta. El techo de la cueva estaba a unos siete metros por encima. Los focos colocados en él irradiaban una luz roja mortecina.

Divisó tres cuerpos sobre la meseta. Una parejita joven a un lado, un hombre joven al otro. Reconoció a los tres. Había ido con ellos al colegio. Debían llevar años muertos, pues tenían un aspecto espantoso. A pesar de ser esqueletos, tenían rostro. Un rostro desencajado y miembros contraídos. Tenían la boca abierta, los ojos salidos de sus órbitas y las piernas retorcidas. Pero eran esqueletos.

El hombre solo era Marc, que durante cuatro años se había sentado a su lado en el colegio. Pero la cara no era la suya. Jonas la conocía, pero ignoraba a quién pertenecía.

Ninguno de los policías y enfermeros que deambulaban por allí hablaba con él y él tampoco era capaz de dirigirles la palabra. De un modo enigmático, mudo, se enteró de que los tres habían sido envenenados o se habían envenenado a sí mismos con raticida. La estricnina provocaba horribles convulsiones y un final atroz.

Hacía calor en ese cubo de roca encerrado en la cueva. Calor y silencio. Sólo de vez en cuando se oía un ruido. Como si el viento agitase un toldo de plástico.

Y los cadáveres estaban allí.

Los rostros de los muertos aparecieron de repente justo delante de él. Al instante siguiente dejó de verlos.

Comprendió que eso tenía algo que ver con él. Allí había algo oculto. Raticida, cueva, anotó. Laura, Robert, Marc muertos. Rostro de Marc desconocido. Convulsiones, descomposición. Silencio. Luz roja. Una torre. Presentimiento: en pared rocosa bestia lobuna emparedada. Detrás lo peor de lo peor.

Al final de la manzana en el quinto piso halló una vivienda abierta que le pareció adecuada. La vista desde el balcón era ideal, allí podía colocar incluso dos cámaras. Anotó la dirección y marcó el lugar en el plano de la ciudad.