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Al puente Heiligenstädter le asignó otras dos cámaras. Una debía filmar Brigittenauer Lände; la segunda, al otro lado, recogería el puente mismo y la salida hacia Heiligenstädter Lände. Si instalaba otra en Döblinger Steg que filmase el puente, no sólo completaría las tomas sino que obtendría también imágenes interesantes, y en esa zona sólo tenía que utilizar una única vivienda ajena.

Spittelauer Lände, Rossauer Lände, Franz-Josef-Kai, Schwedenplatz. Con el coche parado en las vías del tranvía, anotó allí la decimotercera cámara en su plano. Eso significaba que era hora de dedicarse a la otra orilla del canal.

Se volvió a la velocidad del rayo.

Soplaba el viento. El follaje de los árboles susurraba junto a los puestos de salchichas.

La plaza estaba inmóvil. El escaparate de la farmacia, oscuro. La heladería. La bajada a la estación de metro. La calle Rotenturm.

Giró en redondo. Inmovilidad por doquier. Habría jurado que había oído un ruido indefinido. Producido por alguien.

Simuló que escribía en su cuaderno de notas. Mientras giraba los ojos a derecha e izquierda hasta que le dolieron, vigiló con la cabeza gacha, esperando por si se repetía el ruido. Se volvió de repente una vez más.

Nada.

Cruzó el canal del Danubio. Reservaba la cámara 14 para el cruce del puente Schwedenbrücke con Obere Donaustrasse. En la esquina con Untere Augartenstrasse inspeccionó un edificio con el fin de aprovechar una vez más una posición más elevada para la cámara. Encontró dos pisos abiertos. Optó por el de arriba. Apenas contenía muebles y sus pasos por el viejo parqué resonaban por las habitaciones.

El trayecto llevaba desde Obere Donaustrasse hasta la plaza Gaussplatz y desde allí hasta la calle Klosterneuburger, que desembocaba en Brigittenauer Lände. La penúltima cámara debía filmar desde el norte el cruce de la calle Klosterneuburger con Adalbert Stifter. La última era al mismo tiempo la cámara 1: la instalaría en Brigittenauer Lände, a cincuenta metros de la puerta de su edificio, dirigida al puente Heiligenstädter.

Cerró el cuaderno de notas. Tenía hambre. Dio unos pasos hacia la puerta del edificio y se volvió de nuevo.

Algo le inquietaba.

Subió al coche y bloqueó las puertas.

Al pasar con el automóvil observó que la puerta de un edificio estaba abierta. Dio marcha atrás. Era la entrada del Hotel Haas de Margaretenstrasse.

– ¡Salga de ahí!

Esperó un minuto, mientras intentaba memorizar los detalles de la calle.

Entró en el hotel, escudriñando las estancias. Al mismo tiempo recordó que había estado allí una vez, con Marie. Años antes. La comida no fue nada del otro mundo y el comedor estaba abarrotado. En la mesa vecina los molestó una ronda de borrachos aficionados a las carreras de caballos con mucho oro en cuello y muñecas que discutían a voz en grito las posibilidades de diferentes caballos, a la vez que uno intentaba impresionar a los demás alardeando de sus conocidos de postín.

Un amigo interesado por la cinología había explicado a Jonas una vez por qué algún perro pequeño se abalanzaba contra congéneres mucho más fuertes a despecho del riesgo. Eso estaba motivado por la degeneración. La raza del perro había sido antaño de mucha más corpulencia. En la conciencia del animal aún no había arraigado que ya no medía noventa centímetros de alzada. El pequeño perro creía en cierto modo que era tan grande como el otro, y lo atacaba sin miedo a la derrota.

Jonas no había averiguado si esta teoría se basaba en conocimientos científicos o si su amigo desbarraba. Pero una intuición fugaz pasó por su mente: a los austríacos les sucedía exactamente lo mismo que a esos perros.

Mientras vagaba por la vivienda medio vacía, le entraron ganas de seguir trabajando. Se sentía bien, no tenía molestias, nada lo desaconsejaba.

Sacó el carro del camión. Comenzó por las piezas más ligeras. Un baúl de ropa, una lámpara de pie, la última estantería que quedaba. Avanzaba con rapidez. Sudaba, pero su aliento apenas se aceleraba más de lo habitual. Secadora, televisión, mesita baja, mesillas de noche, todo desapareció poco a poco en el camión. Al final ya sólo quedaban la cama y el armario ropero.

Contempló el armario, apoyado en la pared con los brazos cruzados. Tenía muchos recuerdos vinculados a ese mueble. Conocía el crujido que se oía al abrir la hoja izquierda de la puerta, y que recorría toda una escala de arriba abajo. Sabía cómo olía su interior. A cuero, a ropa limpia. A sus progenitores. A su padre. Durante años, cuando estaba enfermo, permanecía toda la jornada en el sofá al lado de ese armario, porque su madre no quería ir al dormitorio a llevarle tisanas y tostadas. Seguro que aún se podían descubrir huellas de aquella época.

La lámpara del techo tenía una bombilla de bajo consumo. La luz era demasiado sombría como para distinguir algo. Sacó la linterna e iluminó la pared lateral del armario. Se distinguieron claramente las incisiones en la madera clara. Cifras y letras angulosas, grabadas con una navaja.

8-4-1977. Dolor de tripa. Sombrero mamá. Amarillo. 22-11-1978. 23-11-1978. Gripe. Tisana. Regalo coche Fittipaldi. 12-6-1979. 13-6-1979. 15-6-1979. 21-2-1980. Saltos de esquí.

Figuraban una docena de fechas más, algunas provistas de comentarios, otras sin explicación alguna. Se asombró de que su padre no hubiera eliminado esas inscripciones. A lo mejor no las había visto, o quizá temiese los gastos de la restauración. Nunca le había gustado gastar dinero.

Jonas intentó ponerse en la piel del niño que era entonces.

Yacía allí. Aburrido. No le permitían leer, porque era fatigoso. Ni ver la televisión, porque el televisor emitía radiaciones a las que no debía exponerse un niño necesitado de cuidados. Yacía allí con sus Lego y las canicas y la navaja y otras cosas sensacionales que había que ocultar a los ojos de mamá. Tenía que entretenerse, así que muchas veces jugaba a la balsa. Un juego que era también su salvación durante las tardes lluviosas cuando estaba sano. La balsa era una mesa puesta del revés. Si estaba con fiebre junto al armario, era la cama.

Flotaba en el mar. Hacía sol y calor. Se dirigía a lugares prometedores, en los que le esperaban aventuras que correr y amistades que trabar con grandes héroes. Pero necesitaba provisiones para el viaje, de modo que recorría la casa con mil pretextos y birlaba del cajón de las golosinas chicle, caramelos y galletas, conseguía con ruegos rebanadas de pan, hurtaba en las narices de mamá una botella de limonada y regresaba a la balsa con su botín.

Volvía a hacerse a la mar. El tiempo seguía siendo soleado y cálido. Las olas sacudían la balsa de un lado a otro, y él tenía que acercar sus pertenencias para que el agua salada no las empapara.

Hacía otra escala, porque América estaba muy lejos y las provisiones escaseaban. Necesitaba libros. Cómics. Papel y lápiz para escribir y dibujar. Y ponerse más ropa. Necesitaba distintos objetos útiles que se guardaban en los cajones de papá. Un compás. Prismáticos. Una baraja con la que arrebataría el dinero a los malos. Una navaja que impresionaría al mismo Sandokán. Además tenía que tener preparado un regalo para sellar su amistad con su anfitrión, el Tigre de Malasia. El collar de perlas de mamá podía cambiarlo con los nativos.

Necesitaba un montón de cosas, y no quedó satisfecho con su equipo hasta que en la cama apenas había sitio, repleta de mantas, cucharones y pinzas de ropa. La idea de haber reunido todo lo necesario para sobrevivir le provocaba una sensación muy grata. No necesitaba ninguna ayuda externa. Lo tenía todo.

Entonces aparecía mamá a echar un vistazo y se asombraba de que hubiese logrado acumular tantos objetos prohibidos en tan poco tiempo. Le permitía conservar algunos tras una prolongada súplica, y así la balsa volvía a hacerse a la mar, aligerada de algunos tesoros por el Corsario Negro.