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Jonas sacudió el armario, pero apenas lo movió. Le costaría grandes esfuerzos transportar fuera el mueble. Tendría que darle la vuelta, porque tenía patas y no podría utilizar el carrito en la posición normal.

8-4-1977. Dolor de tripa.

El 8 de abril de hacía casi treinta años había permanecido al lado de ese armario, aquejado de dolor de tripa. No recordaba el día, ni los dolores. Pero esos signos torpes eran suyos. En el preciso momento en que grababa esa D, esa O, esa T, se sentía mal. Él, Jonas, se había sentido así. Y no había tenido ni idea del porvenir. No había sabido nada de los exámenes de los cursos superiores, ni de la primera novia, de la motocicleta, del fin del colegio, de ganar dinero. Ni de Marie. Había cambiado, se había convertido en adulto, en una persona completamente distinta. Pero la escritura seguía allí. Y cuando contemplaba esos signos veía el tiempo congelado.

El 4 de marzo de 1979 había tenido gripe y le habían obligado a tomar té, que por entonces no le gustaba. En Yugoslavia aún vivía Tito, en Estados Unidos era presidente Carter, en la Unión Soviética mandaba Breznev, y él yacía griposo al lado del armario sin conocer las implicaciones de que Carter estuviera en el poder o Tito muriese pronto. A él le preocupaba su nuevo coche de juguete, uno negro con el número I, y Breznev no existía para él.

Cuando había tallado esos signos aún vivía la tripulación del Challenger, a la que esperaba en el futuro un aciago destino, el Papa era nuevo e ignoraba que Ali Agca le dispararía pronto, y aún no había comenzado la guerra de las Malvinas. Cuando él había escrito eso, no sabía nada de lo que se avecinaba. Y los demás, tampoco.

En el edificio resonó el traqueteo de las ruedas del carro sobre el suelo de piedra. Se detuvo, a la escucha. Recordó la sensación de que algo no iba bien, que le había inquietado en Brigittenauer Lände, y de que le espiaban desde el Hotel Haas. Dejando carro y armario, salió corriendo a la calle.

– ¡Hola!

Tocó la bocina del camión como un staccato. Atisbo en todas direcciones y alzó la vista hacia las ventanas.

– ¡Salga! ¡Inmediatamente!

Aguardó unos minutos. Simulando ensimismamiento, caminó despacio de un lado a otro, las manos en los bolsillos de los pantalones, silbando suavemente. De vez en cuando se volvía y se quedaba inmóvil, mirando y escuchando.

Reanudó el trabajo. Empujó fuera el carro, y poco después el armario estuvo en la caja del camión. Ya sólo faltaba la cama. Pero por ese día bastaba.

En el angosto pasillo del sótano le molestaba algo. Se detuvo. Miró a su alrededor, sin reparar en nada raro. Se tomó tiempo para concentrarse. No supo de qué se trataba.

Fue al trastero de su padre. Carraspeó con voz grave. Abrió la puerta tan bruscamente que chocó contra la pared. Rió con rudeza, miró por encima del hombro y sacudió el puño.

Una foto suya con la señora Bender. Riendo, rodeándola con el brazo por detrás, él sentado en su regazo. Ella fumaba un cigarrillo. Sobre la mesa había un vaso de vino junto a un jarrón con flores mustias y la botella.

No recordaba que ella bebiera. Seguramente un niño no se percataba de esas cosas. La fotografía no respondía a la imagen que conservaba de ella. La recordaba como una dama anciana, amable, lógicamente arreglada. La mirada de la mujer de la foto no era amable, sino inexpresiva. Tampoco parecía muy arreglada, y él se imaginaba a una dama muy distinta. La señora Bender parecía una bruja miserable. Pero él la había querido entonces y la quería ahora.

Hola, vieja amiga, pensó. Tan lejana…

Al contemplar la foto polvorienta recordó la afición más arraigada de su vecina: sostener un péndulo encima de fotografías, preferiblemente de la época de la guerra, para ver si alguien vivía aún, mientras relataba a Jonas la historia del personaje en cuestión.

Cerró los ojos, presionó el índice contra la raíz de la nariz. Una oscilación recta significaba vivo, una circular, muerto. ¿O era al revés? No, era así.

Se quitó del dedo el anillo que le había regalado Marie y abrió el cierre de la cadena de plata que llevaba al cuello. Enhebró el anillo e intentó volver a cerrar el mecanismo, tarea difícil para sus dedos temblorosos. Al fin lo consiguió.

Apiló unas cuantas cajas formando un pupitre. Encendió la linterna y la colgó del gancho de la pared. Colocó la foto sobre la caja más alta y estiró el brazo. La cadena con el anillo se bamboleó encima de su rostro en la foto. El brazo se movía demasiado, tuvo que apoyarlo.

El anillo permanecía inmóvil en el aire.

Comenzó una ligera oscilación.

Cobró fuerza.

El anillo oscilaba hacia delante y hacia atrás, formando una línea recta.

Jonas echó un vistazo a su alrededor. Salió al pasillo. El grueso cono de polvo que bailoteaba delante de la lámpara proyectaba una sombra inquietante. Se oía el incesante goteo del grifo. Había un intenso olor a material de aislamiento. El del gasoil, por el contrario, se había disipado.

– Sal ahora -aconsejó con voz suave.

Aguardó un momento, después regresó al trastero. Volvió a sostener la mano sobre la foto, esta vez sobre el rostro de la señora Bender. Apoyó el codo en la caja y se sujetó el antebrazo con la mano libre.

El anillo se quedó inmóvil sobre la foto. Luego comenzó a temblar, a oscilar, cada vez con más fuerza. Describió un círculo, fácilmente reconocible.

Con cuánta frecuencia había hecho lo mismo la señora Bender. Con cuánta frecuencia había contemplado las fotos y descubierto muertos mediante el péndulo. Y ahora él la imitaba encima de una foto suya. Sin embargo, ella no estaba a su lado, pues llevaba más de quince años muerta.

Introduciendo la mano en una de las cajas, sacó un puñado de fotos: él con una cartera de escolar. Con un patinete. Con una raqueta de bádminton en un prado. Con compañeros de juegos.

Contempló la imagen. Cuatro niños, uno de ellos Jonas, jugando en el patio trasero donde ahora estaban los trastos de la familia Kästner. Había palos clavados en la tierra, una pequeña pelota de colores y al fondo un barreño de plástico lleno de agua en la que flotaban objetos.

Colocó la foto encima de su pupitre. Extendió el brazo, sosteniendo la cadena sobre la imagen de su rostro. Comenzó una ligera oscilación. Adelante, atrás. Sostuvo el anillo encima de Leonhard, uno de los chicos.

Clavó sus ojos en la cadena.

La luz del pasillo se apagó. El resplandor de la linterna iluminaba débilmente el pupitre. Cerró los ojos, intentando mantener la calma.

El anillo no osciló.

Retiró la mano. Sacudió el brazo para desentumecerlo. Descolgó la linterna del gancho, agarró el fusil y salió al pasillo con paso decidido.

– ¡Eh, eh! -gritó-. ¡Eh, eh, eh!

Encendió la luz del pasillo. Giró en círculo y se detuvo unos segundos antes de regresar al trastero.

Repitió la prueba encima de sí mismo: oscilaba. Encima de Leonhard… nada.

Mantuvo la cadena encima del tercer niño. Mientras esperaba, cavilaba intentando recordar su nombre.

El anillo permanecía inmóvil.

Todo esto es un disparate, pensó.

Manipuló con los dedos el cierre de la cadena para sacar el anillo. Obedeciendo a un impulso, estiró el brazo de nuevo. Sostuvo la cadena sobre la imagen del cuarto niño, Ingo.

El anillo tembló y comenzó a oscilar.

A girar en círculo.

Jonas volvió a realizar las cuatro pruebas. Encima de su imagen, el anillo oscilaba de delante atrás, encima de Ingo giraba, encima de Leonhard y del niño sin nombre permanecía inmóvil.

Jonas apartó la foto y cogió el montón que había depositado al borde de su pupitre de cajas.

Él en bañador en el patio trasero. Con una copa que seguro que no había ganado. Con dos palos de esquí. Delante de una gigantesca valla publicitaria de Coca-Cola. Con mamá delante de la entrada de su colegio.