Colocó la foto sobre el pupitre. Estiró el brazo, manteniendo la cadena sobre su propia imagen.
El anillo describió un breve círculo, seguramente porque Jonas no había mantenido el brazo lo bastante quieto, pero después pasó a la acostumbrada oscilación adelante y atrás.
Colocó el brazo sobre el rostro de su madre.
Inmovilidad, después giros.
Fotos suyas con mamá, otras con balón de fútbol, con tomahawk y plumas de indio. De mamá sola, de mamá con ropa de excursionista. De su abuela, fallecida en 1982. De dos hombres que no recordaba.
Sostuvo el péndulo sobre las figuras. El anillo giró en ambas ocasiones. También sobre la imagen de su abuela.
Fotos de Kanzelstein. Él con su madre en el jardín buscando acederas. Con arco y flechas por los campos. Al volante del Volkswagen escarabajo del tío Reinhard. Jugando al pimpón en una mesa que le llegaba al pecho.
Por fin una foto con un hombre cuya cabeza estaba cortada en el borde superior. La depositó sobre el pupitre.
El anillo osciló adelante y atrás sobre la reproducción de su propio rostro.
Se quedó inmóvil encima de la imagen del hombre que estaba a su lado.
A lo mejor eso se debía a que no estaba reproducida la cabeza. Jonas rebuscó aprisa en el montón hasta encontrar una foto que también mostraba la cara de su padre. Repitió el intento.
El anillo se quedó quieto.
Jonas se hundió en el colchón, agotado y hambriento. Extendió sobre sus pies la manta andrajosa que había cogido del camión. No había prestado atención a la hora y ya había oscurecido. Desde su excursión al lago Mondsee evitaba permanecer al aire libre por la noche. Y teniendo en cuenta la angustia que había percibido en Brigittenauer Lände, no albergaba el menor deseo de regresar a casa a esa hora.
Carraspeó. El eco resonó en la vivienda vacía.
– Sí, sí -dijo en voz alta, poniéndose de lado.
En el suelo, cubierto de recortes de papel y de tiras de cinta adhesiva arrugadas, recogió uno de los montones de fotos de la caja que había subido del sótano. Las fotografías estaban sin ordenar. Fotos de décadas diferentes estaban juntas, diez fotos en cinco escenarios diferentes. Tres fotos en color seguían a dos en blanco y negro; las siguientes volvían a ser de finales de los años cincuenta. En una tiraba de los barrotes de su corralito; en la siguiente recibía la confirmación.
Contempló una que, según rezaba la inscripción, había sido tomada una semana después de su nacimiento. Estaba tendido en la cama de sus padres. La misma que ocupaba ahora, tapado con una manta. Sólo se le veían la cabeza y las manos.
Ese calvorota había sido él.
Ésa era su nariz.
Ésas eran sus orejas.
Ese rostro contraído era el suyo.
Examinó las manos diminutas. Sostuvo la mano derecha delante de su rostro, vio la de la foto.
Era la misma.
La mano que veía en la foto aprendería a escribir con lápiz, después con estilográfica. La mano que estaba delante de su cara había aprendido a escribir hacía apenas treinta años con lápiz, después con estilográfica. La mano de la foto acariciaría en Kanzelstein a los gatos vagabundos de la vecina, recibiría el bastón de paseo del viejo tallista, sostendría naipes. La mano de delante de su cara había acariciado antaño a los gatos en Kanzelstein, recibido el bastón de paseo, sostenido naipes. La pequeña mano de la foto proyectaría un día mobiliario doméstico con compás y regla sobre hojas de papel, teclearía en un ordenador, daría fuego a alguien. La mano de delante de su cara había firmado contratos, movido piezas de ajedrez, cortado cebollas con un cuchillo.
La mano de la foto crecería, crecería, crecería.
La mano de delante de su cara había crecido.
Pataleó apartando la manta de los pies y se aproximó a la ventana. La iluminación de la calle no funcionaba. Tuvo que apretar la frente y la nariz contra el cristal para distinguir contornos en el exterior.
En la calle, delante del camión, estaba aparcado un Spider con la puerta del maletero abierta. No amenazaba lluvia.
Regresó de puntillas a la cama. Bajo sus pies desnudos la alfombra era áspera.
15
Se despertó sobresaltado, miró a su alrededor y se percató, aliviado, de que no era todo rojo.
Apartando con los pies la manta raída, se dejó caer en el colchón. Clavó los ojos en la pared de enfrente. Un rectángulo blanco señalaba el lugar del que había retirado una acuarela. Parpadeó, se frotó los ojos y paseó de nuevo la vista. Todos los colores eran normales.
No lograba recordar los detalles del sueño. Sólo que caminaba por un amplio edificio en el que todo, las paredes, el suelo y los objetos despedían un pesado brillo rojizo. Las diferentes tonalidades de rojo sólo se diferenciaban en matices. De ese modo parecía como si los objetos se licuasen, se transformasen unos en otros. Estuvo andando por ese edificio en el que no resonaba el menor ruido sin toparse con nada salvo el color rojo, que se imponía incluso a la forma.
Tiró los colchones por la ventana. Venciendo una considerable resistencia arrancó el primer somier de lamas del armazón de la cama. El segundo le costó menos. Transportó ambos a la calle con el carrito y los apiló en la caja, al lado de los colchones. Cogió la sierra que había conseguido en el almacén de materiales de construcción y la emprendió con el armazón de la cama. Necesitó casi una hora, pero lo consiguió. Colocó sobre el carrito las partes de la cama, rodó hacia fuera y lo cargó todo en el camión.
Inspeccionó la casa por última vez. Los armarios de cocina eran ajenos, no habían pertenecido a la casa de sus padres, se quedaron donde estaban. Igual que el fogón, la nevera, el banco. Había sacado las antiguas propiedades. Para terminar recogió la caja de fotografías y la metió en el maletero del Spider.
Se sentó en la caja de la camioneta. Alzó la vista al cielo. Experimentó un déjà-vu. Creyó que acababan de abrir las escasas ventanas momentos antes. Las figuras de piedra que sobresalían de los muros parecían observarle. Una de ellas, sobre todo, con cota de malla, blandiendo una espada y protegiéndose con un escudo que tenía un pez como animal heráldico, le miraba con sorna. Y todo eso ya lo había experimentado una vez.
Al poco todo volvió a la normalidad. Las ventanas llevaban mucho rato abiertas. Las estatuas eran estatuas. El hombre de la espada miraba con indiferencia.
Jonas se volvió como una flecha.
Se situó sobre el techo de la camioneta. Dejó resbalar los ojos por la calle. En cuatro semanas no había cambiado nada. Ni el menor detalle. El trozo de plástico sobre el sillín de la bici seguía ondeando con la brisa. La botella aún asomaba del cubo de basura. Las motocicletas continuaban en su lugar.
Se volvió de nuevo.
En la cabina del camión recogió papel, cinta adhesiva y un rotulador del que no sabía cómo había llegado allí. Pegó una nota en la puerta para que cualquiera que regresase la viese en el acto. Escribió:
Ven a casa. Jonas.
Tras una breve reflexión, pegó otra hoja con el mismo recado por dentro de la puerta.
Devolvió el camión a Hollandstrasse. Fue en bicicleta a Rüdigergasse bajo un sol de justicia, de allí con el Spider hasta Brigittenauer Lände. Le dolía la cabeza. Culpó al polvo de madera que había tenido que inhalar al partir la cama. A lo mejor también se debía al calor.
Al sacar las fotos del Spider cayó en la cuenta de que había olvidado vaciar el sótano. Se enfadó. Pensaba no volver a pisar la casa de Rüdigergasse. Ahora tenía que regresar al día siguiente.
Abrió la puerta del portal, escuchó. La cerró tras él y echó la llave. Escuchó sin moverse. Dejó vagar la vista. Estaba igual que el día anterior, cuando la había abandonado. Si abría o cerraba la puerta, folletos publicitarios se alzaban del suelo revoloteando. En el rincón yacía una pelota de tenis hecha trizas con la que jugaba el pastor alemán de una vecina. El ascensor estaba en la planta baja. En el aire flotaba un olor viciado a mampostería.