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Abrió con cuidado la puerta de la vivienda y registró todas las habitaciones. Luego cerró con llave. Dejó el fusil. Tiró las fotos sobre el sofá. No pensaba que su imaginación le hubiera engañado el día anterior. Había ocurrido algo distinto a lo habitual. A pesar de que las apariencias engañan, y presagiaba que su fantasía se había desbocado.

Mientras se frotaba el pelo con champú, evitaba cerrar los ojos hasta que le escocían por la espuma. Sostuvo la ducha por encima de la cara. Se limpió el rabillo del ojo con movimientos atolondrados. Su corazón latió más deprisa.

Desde hacía algún tiempo cuando cerraba los ojos al ducharse tenía que luchar con un intruso. También esta vez apareció el animal en su imaginación. Un ser velludo que caminaba erguido, de más de dos metros de altura, un híbrido de lobo y oso, del que sabía que debajo del pelaje ocultaba algo diferente, mucho peor. Cada vez que cerraba los ojos le aterrorizaba ese ser que se acercaba contoneándose y le amenazaba. Se movía mucho más deprisa que cualquier persona o animal conocido. Se acercaba al galope, sacudía la cabina de la ducha, ansioso por abalanzarse sobre él. Pero nunca llegaba a eso, porque en ese momento abría los ojos.

Miró a su alrededor. Oyó un crujido en el rincón y salió de la ducha profiriendo un alarido. Con espuma en la piel y champú en el pelo, se plantó desnudo en el pasillo, clavando la vista en el cuarto de baño.

– ¡Eh! ¡Seguro que no! ¡Ja, ja, ja!

Se secó con una toalla del armario del dormitorio. Pero ¿qué hacer con el pelo lleno de jabón? Caminaba de un lado a otro, indeciso, entre el fregadero de la cocina y el mueble zapatero del pasillo, sin traspasar el umbral del cuarto de baño.

Su comportamiento era disparatado. Un crujido. Nada más. La bestia lobuna sólo existía en su imaginación. Podía aclararse en la ducha con los ojos cerrados. Nadie le amenazaba.

La puerta estaba cerrada con llave.

Las ventanas, también.

Nadie se escondía dentro del armario, ni acechaba debajo de la cama.

Nadie estaba pegado al techo.

Se situó bajo la ducha y abrió el grifo, colocando la cabeza bajo el chorro. Cerró los ojos.

– ¡Ey! ¡Jajajaja! ¡Vamos, anda! ¡Por favor! ¡Pero qué cosas! ¡Aleluya!

Oscurecía cuando, enfundado en un albornoz, se sentó en el suelo del cuarto de estar, con la espalda apoyada en el sofá. Olía a ducha. Se sentía fresco.

Colocó las fotografías delante de él, sobre la alfombra.

Ingo Lüscher.

En lo más profundo de su conciencia se había preguntado todo el rato cuál era el nombre completo del chico sobre el que había girado el anillo. También se preguntaba cómo se llamaría el niño desconocido. Ahora al menos había recordado el apellido de uno. Ellos se burlaban de él porque se llamaba igual que un esquiador suizo, lo que a Ingo como patriota deportivo le irritaba, como es lógico. Jonas no había vuelto a verlo desde la época de Primaria. A Leonhard, por el contrario, no lo perdió de vista hasta que en el Instituto les asignaron clases distintas.

Sus pensamientos recuperaron sus experiencias en el sótano con el péndulo. Por principio consideraba ese tipo de cosas una patraña. Sin embargo, tenía que admitir que los resultados eran notables. ¿Influía él inconscientemente en el péndulo? Su madre estaba muerta, su padre también había desaparecido y él lo sabía. Así que no cabía descartar que su subconsciente moviese la cadena.

Abrió el cierre, enhebró el anillo y sostuvo el brazo por encima de la primera foto que encontró: era una foto suya, arrastrando tras de sí por la hierba una raqueta de tenis demasiado grande.

El anillo permanecía inmóvil.

Comenzó a oscilar.

A girar en círculo.

Jonas soltó una maldición y se frotó el brazo. Repitió la prueba. Con idéntico resultado.

Encontró una foto de su madre. El anillo también giró por encima de ella. En cambio tras una prolongada fase de calma comenzó a oscilar por encima de la foto de su padre. Sobre Leonhard giraba en círculo, por encima de Ingo se movía suavemente de un lado a otro, sobre el niño sin nombre se quedaba quieto. Cuando Jonas sostuvo otra vez el anillo sobre una foto suya, el anillo permaneció inmóvil encima de la cartulina de las esquinas dobladas.

Obtenía resultados incoherentes.

Unos resultados que había esperado de semejante bufonada antes de los primeros ensayos en el sótano. Debería alegrarse. Acababa de comprender la escasa relevancia de su experiencia en Rüdigergasse. Pero se sentía más confundido todavía.

Se precipitó al dormitorio y sacó de debajo del armario la caja de zapatos en la que Marie guardaba sus fotos. Eran imágenes modernas, tomadas con una cámara réflex, las más antiguas tenían cuatro años. La mayoría lo mostraban a él. En verano con bañador y aletas de buceo; en la estación fría, con anorak, gorro y botas. Las apartó.

En otras aparecía con Marie. Estaban tomadas desde una distancia demasiado grande. Las puso aparte.

Cayó en sus manos una foto de Marie de gran formato que mostraba su rostro. No la conocía.

Se quedó sin aliento. La veía por primera vez desde que le estampó un beso en la boca la mañana del 3 de julio y corrió a trompicones hacia la puerta porque el taxi ya esperaba. Desde entonces había pensado en ella con frecuencia. Se había imaginado sus rasgos. Pero no la había visto nunca.

Ella le sonreía. Él miró sus ojos azules que lo observaban con una mezcla de burla y amor. Su expresión parecía decir: No te preocupes, todo se arreglará.

Así era ella, así la había experimentado él, y se había enamorado de ella en la fiesta de cumpleaños de un conocido. Esa mirada era ella. Una mujer que rezumaba optimismo. Desafiante, cautivadora, inteligente. Y valiente. No te. Preocupes. Todo está. Bien.

Su pelo.

Recordó cómo le había acariciado la cabeza por última vez. Se imaginó la sensación al tocarla. Al atraerla hacia él. Al apoyar la barbilla en su coronilla y aspirar su aroma. Al sentir su cuerpo.

Al escuchar su voz.

La vio ante él peinándose en el cuarto de baño, una toalla ceñida alrededor del cuerpo, e informándole de las novedades de su trabajo. Junto al fogón, preparando sus calabacines catalanes siempre demasiado condimentados. Despotricando junto al equipo de música de los CDs colocados en las fundas equivocadas. Por la noche bebiendo a sorbos su leche con miel en el sofá mientras comentaba las noticias de la televisión. Y cómo estaba tendida cuando él entraba en el dormitorio caminando a tientas dos horas después que ella. Con el libro a su lado, que se había escurrido de sus manos. El brazo cruzado sobre la cara porque la lamparita de la mesilla de noche la deslumbraba.

Jonas había vivido todo eso durante años como algo natural. Era el curso de las cosas. Marie estaba a su lado. Podía oírla, olería, sentirla. Y cuando estaba fuera, regresaba unos días después y volvía a tenderse a su lado. Era lo más natural del mundo.

Ahora había dejado de experimentar todo eso. Sólo encontraba de vez en cuando una de sus medias. O se le deslizaba entre las manos un frasquito de laca de uñas, o topaba en la cesta de la ropa con una de sus blusas oculta abajo del todo.

Fue a la cocina. Se la imaginó allí, manipulando las cazuelas mientras bebía vino blanco.

No te preocupes.

Todo va bien.

Se sentó en el suelo delante del sofá. Puso la foto frente a él. Retorció el anillo entre sus dedos. Tenía frío. Presentía que estaba a punto de vomitar.

Lanzó la cadena a un lado.

Al cabo de un momento estiró el brazo, como si el adorno se encontrase en su mano. Describió una oscilación, un balanceo. Retiró el brazo.

Abrió la ventana, respiró e inspiró profundamente.