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Volvió a llevar la foto a la habitación de al lado y la arrojó a la caja de zapatos sin dignarse mirarla. Tomó la cinta de la cámara del dormitorio y la introdujo en la que estaba conectada al televisor. Rebobinó.

Miró por la ventana. Muchas de las luces que habían lucido en las primeras semanas se habían apagado. Si todo seguía su curso, en un tiempo no muy lejano estaría allí contemplando la oscuridad. Y si eso no le gustaba, podía visitar durante el día las viviendas elegidas para encender todas las luces. De ese modo lograría retrasar la noche en la que ganaría la oscuridad. Pero tarde o temprano llegaría.

La ventana de la vivienda que había visitado después de una pesadilla continuaba iluminada. En cambio en algunas calles lucían las farolas que habían permanecido oscuras los primeros días, mientras que en otras calles la iluminación brillaba una noche y a la siguiente, no. Algunas calles estaban a oscuras todas las noches. Brigittenauer Lände era una de ellas.

Cerró la ventana. Cuando lanzó un vistazo a la pantalla azul, se le encogió el estómago. Había grabado el vídeo con temporizador. Seguramente escucharía ronquidos del durmiente durante tres horas. Pero a lo mejor veía otra cosa.

Prefería los ronquidos.

Bebió una copa de Oporto en la cocina. Le apetecía tomarse otra, pero apartó la botella. Vació el lavavajillas, a pesar de que no había prácticamente nada que recoger. Reunió los envases aplastados de las videocámaras y los trasladó a la vivienda contigua. Volvió a cerrar la puerta con llave.

Da igual, pensó, mientras, alargaba la mano hacia el mando a distancia.

El durmiente yacía con los ojos fijos en la cámara.

Joñas no podía ver la hora, porque el despertador se había caído. Había olvidado a qué hora lo había puesto. Creía recordar que a la una de la madrugada.

El durmiente yacía al borde de la cama. De lado y con la cabeza apoyada en la mano. Esta vez no llevaba capucha. Miraba fijamente a la cámara. A veces parpadeaba, pero eso acontecía de manera mecánica, y no apartaba la vista. Su rostro permanecía hierático. No movía brazos ni piernas, ni se daba la vuelta. Yacía allí mirando a la cámara.

Al cabo de diez minutos Jonas tuvo la sensación de que ya no soportaba ni un segundo más su mirada penetrante. Le resultaba inconcebible cómo alguien podía permanecer tanto tiempo como una estatua. Sin rascarse, sin sonarse la nariz, sin carraspear, sin mover los miembros.

Al cabo de un cuarto de hora empezó a taparse los ojos como en el cine, cuando presenciaba una escena horripilante. Sólo de vez en cuando atisbaba la pantalla entre los dedos. Siempre veía lo mismo.

El durmiente.

Mirándole fijamente.

Jonas no acertaba a interpretar la expresión de sus ojos. No veía en ellos ternura. Ni una pizca de amabilidad. Nada digno de confianza ni familiar. Pero tampoco reflejaban ira, ni odio, ni siquiera animadversión. Esa mirada traslucía superioridad, calma, frialdad… y un vacío dedicado clarísimamente a él. Un vacío de una intensidad tal que percibió en su interior un aumento de los síntomas de histeria.

Jonas bebió Oporto, mordisqueó patatas fritas y cacahuetes, resolvió un crucigrama. El durmiente le miraba. Jonas se servía otra copa, cogía una manzana, hacía gimnasia. El durmiente le miraba. Jonas corría al baño y vomitaba. Cuando volvía el durmiente le miraba de hito en hito.

La cinta terminó a las tres horas y dos minutos. La pantalla se oscureció unos instantes, después cambió al azul claro típico del canal AV.

Jonas caminaba por la vivienda. Contempló manchas en la nevera. Olió los picaportes. Iluminó con la linterna detrás de armarios, donde no le habría extrañado encontrar cartas. Golpeó la pared en la que había querido introducirse el durmiente.

Puso una nueva cinta en la cámara del dormitorio, mientras contemplaba la cama. En ese lugar había yacido el durmiente. Con mirada absorta. Hacía menos de cuarenta y ocho horas.

Jonas se acostó, adoptando la misma posición que el durmiente. Miró a la cámara. A pesar de que no estaba conectada, un escalofrío recorrió su espalda.

«Buenos días», quiso decir, pero el vértigo se apoderó de él. Tenía la sensación de que los objetos que le rodeaban se volvían más pequeños y comprimidos. Todo transcurría con una lentitud infinita. Abrió la boca para gritar. Oyó un estruendo. Tuvo la sensación de poder tocar la velocidad con la que frunció los labios. Cuando cayó de la cama y sintió el suelo debajo de él, sin escuchar el estruendo, lo invadió un sentimiento de gratitud que dejó paso enseguida al agotamiento.

16

No conocía el cuadro que atraía su mirada. Mostraba a dos hombres pequeños delante de ampulosos molinos de viento llevando de la correa a un perro grande. Un cuadro de vistoso colorido. Jonas no lo había visto nunca. El radiodespertador de la mesilla de noche le resultaba tan desconocido como la mesilla misma y la anticuada lámpara de pantalla, que apagó con gesto mecánico.

No era su televisor, ni su cortina, ni su escritorio, ni su cama. No era su dormitorio, ni su vivienda. Nada de allí le pertenecía, con la excepción de los zapatos colocados delante de la cama. No sabía dónde se encontraba, ni adivinaba cómo había llegado hasta allí.

El cuarto no revelaba la más mínima nota personal. La televisión era pequeña y usada, la ropa de cama estaba tiesa, el ropero, vacío. Sobre el alféizar de la ventana reposaba una Biblia. ¿Una habitación de hotel?

Jonas se calzó los zapatos, se levantó de un salto y miró por la ventana: divisó un trozo de bosque.

Sacudió el picaporte. Estaba cerrado. El llavero chocaba por dentro contra el picaporte. Giró la llave, entreabrió la puerta con sigilo y atisbo por la rendija hacía la izquierda. Un pasillo. Olía a rancio. Vaciló antes de seguir abriendo y mirar por el marco de la puerta a la derecha. Al final del corredor distinguió una escalera.

Su puerta ostentaba el número 9. Había supuesto bien. Camino de la escalera pasó ante otras habitaciones. Presionó los picaportes, pero todas estaban cerradas con llave.

Bajó por la escalera y continuó por un corredor que conducía a una puerta. Detrás, volvió a toparse con otro corredor. Las paredes estaban adornadas con dibujos infantiles. Debajo de un sol con orejas se leía: Nadia Vuksits, 6 años, de Kofidisch. Un trozo de queso cuyos agujeros eran caras alegres era de Günther Lipke de Dresde. Una especie de aspirador era obra de Marcel Neville de Stuttgart, un campesino cimbreando la guadaña, de Albin Egger de Lienz. Y en el último dibujo, pintado por Daniel, de Viena, Jonas identificó con esfuerzo una salchicha con la que se disparaba.

Dobló una esquina. Casi choca contra una caja registradora. Sus cajones inferiores estaban abiertos. Sobre la silla del cajero había una carpeta abierta con sellos de correos. En el suelo brillaban dos postales a la luz verdosa que irradiaban las lámparas halógenas del techo.

La puerta automática se abrió ante él con un chirrido. Tras subirse el pantalón por el cinturón, salió al exterior. La sospecha se convirtió en certeza. Se encontraba en Grossram. Se había despertado en la habitación de un motel del área de descanso de la autopista.

Alguna otra persona era responsable de todo eso. O quizá él mismo. Pero se negaba a creer en esta última posibilidad.

Hacía frío, soplaba el viento. Jonas, que iba en camiseta, se frotó los brazos estremeciéndose. Abrió la hendidura del buzón de correos situado junto a la entrada y miró dentro, pero estaba demasiado oscuro para distinguir algo.

El Spider estaba en el aparcamiento. Jonas cogió las llaves del bolsillo del pantalón. Abrió el maletero. No estaba el fusil, pero tampoco contaba con él. Sacó la palanqueta.

El buzón ofrecía pocos lugares propicios para utilizar la Palanqueta. Primero lo intentó por abajo, por la portezuela que abría el cartero con su llave. La palanqueta resbalaba. Al final se hartó y la introdujo en la ranura de las cartas.