Poyando el torso encima, presionó con toda su fuerza. Resonó un ruido de arrastre, el hierro debajo de él cedió y Jonas cayó de bruces al suelo.
Se frotó los codos maldiciendo. Alzó la vista. Había arrancado el techo del buzón.
Sacó sobre tras sobre, postal tras postal, con cuidado para no herirse con los afilados bordes de las zonas rotas. Leyó postales, la mayoría dando recuerdos. Abrió cartas, revisó deprisa el contenido, las tiró. El viento las arrastró al otro lado, a la gasolinera, detrás de cuyos cristales lucía una luz mortecina.
6 de julio, área de descanso de Grossram.
Clavó los ojos en la postal de su mano. Esas palabras las había escrito él sin saber lo que le esperaba. Ese ganchito de la G había sido trazado sin que él tuviera idea de lo que sucedía en Freilassing, Villach, Domzale. Había echado esa postal al buzón veinticinco días antes, confiando en que la recogieran. En ese buzón había repiqueteado la lluvia y quemado el sol, pero ningún cartero había acudido. Lo que había escrito había permanecido más de tres semanas en un oscuro buzón. En la más completa soledad.
Arrojó la palanqueta al interior del maletero. Dejó el motor encendido, pero no se marchó enseguida. Empuñó el volante con ambas manos.
La última vez que estuvo allí, ¿qué había ocurrido?
¿Cuándo había estado allí por última vez?
¿Quién había estado allí por última vez?
Alguna otra persona.
O él mismo.
Delante del edificio de Brigittenauer Lände no reparó en nada desacostumbrado. No obstante, se mostró más cauteloso de lo habitual. Cuando se abrió la puerta del ascensor se mantuvo escondido hasta que oyó el ruido que indicaba que había vuelto a cerrarse. Montó a la segunda. En el séptimo piso salió de la cabina saltando hacia delante, para sorprender a un enemigo. Era consciente de que su comportamiento era absurdo, pero le ayudaba siempre a superar el duro momento de la decisión. La sensación de actuar, de atacar, le infundía seguridad.
El fusil estaba apoyado junto al perchero.
– Buenos días -le dijo.
Lo cargó. El ruido sonaba bien.
Echó un vistazo al excusado y al cuarto de baño. Fue a la cocina y la inspeccionó. Todo igual que siempre. Los vasos sobre la mesa del sofá, el lavavajillas abierto, la cámara al lado del televisor. También el olor era el mismo.
Descubrió en el acto el cambio en el dormitorio.
En la pared había un cuchillo clavado.
En el lugar de la pared que había señalado el durmiente en el vídeo, asomaba un mango que a Jonas le resultó conocido. Lo examinó. Pertenecía al cuchillo de su padre. Tiró de él. Estaba bien clavado. Lo sacudió. El cuchillo no se movió ni un milímetro.
Jonas inspeccionó el lugar con más atención. La hoja estaba hundida hasta la empuñadura en el muro de hormigón.
Rodeó el mango con ambas manos y tiró. Resbalaron. Se las secó, frotándolas contra su camisa, limpió el mango y probó de nuevo. No consiguió moverlo ni un ápice.
¿Cómo podía clavar alguien un cuchillo en un muro de cemento imposibilitando la tarea de sacarlo?
Miró a la cámara.
Puso agua a hervir. Mientras preparaba la mezcla de hierbas, se lavó los dientes en el cuarto de estar. En la pila del cuarto de baño habría tenido que dar la espalda a la puerta.
El cepillo de dientes eléctrico zumbaba junto a sus dientes, mientras miraba por la ventana. Las nubes habían seguido su camino. A lo mejor era un buen día para colocar las cámaras.
Apoyado en el marco de la puerta del dormitorio, contempló el cuchillo en la pared. A lo mejor era un mensaje Para entrar en los edificios, buscar en el interior, ir al fondo de las cosas. Y el durmiente no estaba enfadado, era más bien un pícaro bienintencionado.
Registró los bolsillos de su pantalón. No encontró nada que no llevara la noche anterior.
Sacó del congelador el ganso que había cogido en el supermercado y que pensaba preparar por la tarde y lo colocó en una fuente grande. Después se aseguró de que la olla de barro estuviera limpia.
Llevó la infusión a la mesa del sofá. Sacó papel grueso, tijeras y un lápiz. Cortó dos pliegos de papel hasta que cada banda alcanzó el tamaño de las tarjetas de visita. A renglón seguido, escribió una detrás de otra para olvidar el texto inmediatamente después. Al cabo de un rato las contó. Eran treinta. Se las guardó.
Cuando se detuvo, los trípodes entrechocaron unos con otros. Tras una ojeada para cerciorarse a su cuaderno de notas, se llevó dos cámaras.
Un olor acre flotaba en la vivienda. Contuvo el aliento hasta llegar al balcón. Situó las cámaras según lo previsto. Una enfocaba abajo, hacia las Lände, la otra orientada hacia el puente Heiligenstädter Brücke. Como se había dejado en casa el reloj, sacó el móvil. Era mediodía. Revisó los relojes de las cámaras. La hora coincidía. Calculó el tiempo que necesitaría para veintiséis cámaras. Programó el inicio de la grabación para las 15 horas.
Avanzó más deprisa de lo esperado. A las doce y media culminó los preparativos junto al edificio Rossauer Kaserne; a la una menos cuarto volvió a cruzar el canal del Danubio y poco antes de la una y media estaba delante de su casa. Le quedaba más de una hora. Tenía hambre. Reflexionó. Su ganso no estaría listo hasta última hora de la tarde.
En la cantina de la piscina cubierta Brigittenauer olía a grasa rancia y a humo frío. Buscó en la cocina una ventana a la calle, para ventilar, pero en vano. Introdujo dos envases de conservas en el microondas.
Mientras comía hojeó el Kronen Zeitung del 3 de julio. En él crujían migas de pan y algunas páginas estaban manchadas de salsa. El crucigrama estaba a medio hacer, en el pasatiempo «Descubra los errores» los cinco errores estaban tachados. Por lo demás esa edición no se diferenciaba en nada de las que había tenido entre las manos en otros lugares. En la sección internacional, un informe sobre el Papa. En nacional, especulaciones sobre una inminente reorganización del gobierno. El deporte se dedicaba al campeonato de fútbol. En las páginas de televisión aparecía un presentador muy popular. Había estudiado docenas de veces todos esos artículos sin encontrar la menor alusión a acontecimientos especiales.
Cuando leyó el artículo sobre el Papa le vino a la mente una profecía mencionada desde finales de los años setenta en distintas revistas y emisiones, a veces en serio, otras con ironía: el Papa actual sería el penúltimo. Ese vaticinio le había atemorizado desde pequeño. Había intentado desentrañar su significado. ¿Se acabaría el mundo? ¿Estallaría una guerra nuclear? Más tarde, de adulto, había especulado con que quizá se acometiese una reforma a fondo de la Iglesia católica, que renunciaría a la cabeza elegida… si el oráculo era cierto, tenía que acordarse.
No había sido cierto.
Porque Jonas estaba seguro de que la plaza de San Pedro en Roma tenía el mismo aspecto que la Heldenplatz de Viena o la Bahnhofsplatz de Salzburgo o la Hauptplatz de Domzale.
Apartó el plato vacío y apuró el agua. Contempló la pileta por la ventana que daba a la piscina. Un chapoteo regular llegó, amortiguado, a sus oídos. La última vez que estuvo allí fue con Marie. Justo enfrente. Allí habían nadado juntos.
Tras limpiarse la boca con la servilleta, escribió en la pizarra del menú: Jonas, 31 de julio.
A las 14:55 detuvo el Spider en mitad del cruce de Brigittenauer Lände con Stifterstrasse. Quería entrar en la imagen conduciendo. Para no ser filmado al arrancar había programado la cámara en ese cruce para las 15:02 horas. Dos minutos le bastaban.
Caminó despacio alrededor del coche con las manos en los bolsillos, golpeó las ruedas con la punta de los zapatos, se apoyó en el capó. El viento soplaba con fuerza. Por encima de él una contraventana chocó contra una pared. Alzó la vista hacia el cielo. Habían vuelto a levantarse nubes, pero estaban lo bastante lejanas como para confiar en que le diera tiempo a retirar las cámaras. Con tal de que no las volcase el viento…