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14:57 horas. Marcó su teléfono fijo.

Saltó el contestador automático.

14:58 horas. Marcó el móvil de Marie.

Nada.

14:59 horas. Marcó un número imaginario de veinte cifras.

No hay conexión.

15:00 horas. Pisó a fondo el acelerador.

Entre Döblinger Steg y el puente Heiligenstädter Brücke alcanzó más de 120 kilómetros por hora. Tuvo que frenar bruscamente para tomar la curva del puente. Con un chirrido de los neumáticos bajó hacia Heiligenstädter Lände. Aceleraba, cambiaba de marcha, aceleraba, cambiaba, aceleraba, cambiaba. A pesar de que tenía que concentrarse en la calle, durante un instante captó la cámara encima del paso elevado peatonal bajo el que pasó lanzado un segundo después.

A la altura del puente Friedensbrücke la aguja del tacómetro marcaba 170, poco antes del edificio Rossauer Kaserne, 200. Los edificios al borde de la calle eran apenas sombras. Aparecían, estaban allí, pero no era consciente de ellos hasta haberlos dejado atrás.

En Schottenring tuvo que aminorar la velocidad para no salirse volando en la curva al canal del Danubio. Viajó a 140 hacia Schwedenplatz, frenó en el último momento y condujo el coche por encima del puente. Su corazón bombeaba la sangre tan salvajemente por el cuerpo, que comenzó a atormentarle un dolor punzante detrás de la frente. Su estómago se contrajo, le temblaban los brazos. Tenía la cara empapada de sudor y jadeaba.

Más curvas, de manera que reduce la velocidad, le aconsejaba la parte sensata de su subconsciente.

Cambió a una marcha más alta y pisó el acelerador.

Estuvo a punto de perder el control del coche en dos ocasiones. Tenía la sensación de que todo transcurría a cámara lenta. Y no sentía nada. Momentos después, cuando recuperó el control del vehículo, pareció que algo se desgarraba dentro de él. Desesperado, pisaba aún más el acelerador. Era plenamente consciente de que había cruzado un límite, pero se sentía impotente. Era un simple espectador, muerto de curiosidad por enterarse de sus próximos pasos.

Se había ocupado con detalle del lugar en el que se separaban Lände y Obere Donaustrasse. Para no arriesgarse a sufrir un accidente debido al tráfico de la plaza Gaussplatz, no podía circular a más de 100 en el cruce anterior. Cuando pasó el semáforo echó un vistazo al tacómetro: 120.

Durante un segundo pisó el acelerador a fondo. Después apoyó el pie con todas sus fuerzas contra el pedal del freno. Según el curso de conducción que había realizado en el ejército, ahora tenía que «bombear», es decir levantar el pie y volver a pisar con fuerza el pedal, y repetir esta maniobra con la mayor frecuencia posible. La fuerza centrífuga y una contracción muscular le impidieron doblar la pierna. Rozó un coche aparcado. El Spider se balanceó. Jonas dio un volantazo, sintió un fuerte golpe y oyó un estruendo. El coche derrapó.

Jonas se limpió la cara.

Miró a izquierda y derecha.

Tosió y tiró del freno de mano. Se soltó el cinturón de seguridad. Apretó el botón del cierre de puertas. Intentó apearse, pero la puerta estaba cerrada.

Inclinándose hacia delante comprobó que estaba encima de las vías del tranvía. El reloj del salpicadero marcaba las tres y doce.

Sus dedos temblaban cuando rascó del pantalón una mancha de salsa seca. Se puso el cinturón de seguridad y se adentró en Klosterneuburger Strasse.

Cuando pasó por la piscina cubierta Brigittenauer, decidió repetir el trayecto. Aceleró, pero no consiguió alcanzar la velocidad con la que había pasado por primera vez por los respectivos lugares. La culpa no fue del coche. Su agresividad había desaparecido, se sentía mareado. Ir lanzado no le complacía, 100 era suficiente, pensó.

Después de haber dado una segunda vuelta a velocidad más moderada por el canal del Danubio entre Heiligenstadt y el centro, comenzó a recoger las cámaras numeradas, para no hacerse después un lío con las cintas. Al bajar en Brigittenauer Lände, donde deseaba recoger las dos cámaras de la vivienda del balcón, tropezó. Sólo un contenedor de basura en el que se apoyó en el último momento impidió una caída.

Rodeó el coche. Tenía rota la luz trasera derecha y la aleta izquierda abollada. Los peores daños los había sufrido delante. Parte del capó estaba arrancada y los faros destrozados.

Se arrastró hasta la puerta del edificio con las piernas temblorosas. Tomó el ascensor. Renunció a inspeccionar las cámaras. Apretó la tecla de stop y desconectó el aparato.

Cuando levantó de la fuente el ganso que goteaba y lo colocó sobre la tabla de cortar, cayó en la cuenta de que en el accidente no había saltado el airbag. No estaba seguro de recordar correctamente todos los detalles, pero el estado del coche era muy ilustrativo. Con toda seguridad había chocado y el choque hubiera debido activar el airbag.

Rellamada, le pasó por la mente. No pudo contener la risa.

Preparó sal, pimienta, estragón y otras especias; picó verdura, puso a remojo la olla de barro, calentó el horno. Cortó el ganso en trozos con la tijera de aves. Aún no se había descongelado del todo y tuvo que emplearse a fondo. Abrió la tripa, después separó las alas. No era muy habilidoso en la cocina y la zona de trabajo pronto quedó devastada.

Miró los muslos. Las alas. El obispillo.

La tripa.

Contempló el ganso depositado ante él.

Corrió al aseo y vomitó.

Después de lavarse los dientes y la cara, sacó del armario del pasillo una bolsa de compra grande. Deslizó los trozos de ganso de la tabla a la bolsa sin prestar atención y arrojó ésta a una vivienda vecina.

Apagó el horno. Su mirada cayó sobre la verdura preparada. Se metió una zanahoria en la boca. Se sentía cansado, como si llevase días sin dormir.

Se dejó caer en el sofá. Le hubiera gustado revisar la puerta. Intentó recordar. Estaba bastante seguro de haberla cerrado con llave.

Qué extenuación. Qué cansancio.

Despertó sobresaltado, invadido por imágenes confusas, feas. Ya eran más de las siete. Se levantó de un salto. Tenía otras cosas que hacer en lugar de dormir.

Mientras recogía, recorría las habitaciones con la torpeza de un sonámbulo. Si necesitaba dos cosas que estaban una al lado de otra, cogía una y dejaba la otra. En cuanto se daba cuenta del olvido, retrocedía, pero entonces recordaba otra cosa y el objeto tenía que seguir esperando.

No obstante al cabo de media hora había terminado. No necesitaba mucho. Camisetas, calzoncillos, zumo, un poco de fruta y verdura, cintas vírgenes, cable de conexión. Fue al piso vecino abandonado al que había devuelto las cámaras después del viaje. Escogió cinco y extrajo las cintas, que rotuló con el número de la cámara.

Durante el trayecto a Hollandstrasse recordó lo que había soñado mientras dormía por la tarde. No tenía argumento. Una y otra vez se le aparecía media cabeza o una boca. Una boca abierta cuya peculiaridad consistía en la carencia de dentadura. En los lugares donde habitualmente asomaban dientes de la encía, había colillas de cigarrillos. Esa boca aparecía sin cesar ante él, muy abierta, con hileras regulares de colillas. No hablaba. El ambiente era frío y vacío.

El camión estaba delante del edificio. Jonas paró unos metros más allá para que el Spider no entorpeciese su labor. Echándose al hombro la bolsa de viaje, agarró dos cámaras.

En la vivienda de sus padres olía a cerrado. Sus pasos resonaron por el viejo suelo de madera al aproximarse a las ventanas. Fue abriéndolas una tras otra.

El aire cálido del atardecer irrumpió en la habitación. Apoyado en el alféizar, miró hacia el exterior. El camión le quitaba la vista de la calle. No le importó. Le invadía una sensación de familiaridad. Allí se ponía de pequeño, una caja bajo los pies, para asomarse a la calle. Conocía el agujero en la chapa de la ventana, la alcantarilla enrejada situada junto al bordillo, el color del asfalto.