Volvió a incorporarse. Tenía prisa.
En el vestíbulo del edificio, colocó tablas encima de la corta escalera que conducía a las viviendas de la planta baja. Sobre esa rampa transportó en el carrito las dos partes de la cama. Las apoyó contra la pared.
Ya no podría montar la cama sin ayuda. Podía intentar volver a encolar los trozos, desde luego, pero seguro que no aguantarían cuando se acostase, así que sacó del camión unos bloques de madera que había cogido expresamente de una obra. En la calle, alzó la vista hacia el cielo, preocupado. Pronto oscurecería.
Colocó los bloques. No eran de la misma altura. Volvió a salir y regresó con una caja de libros. Los tres primeros volúmenes que sacó eran valiosos. Recordaba incluso el lugar exacto de la estantería marrón que habían ocupado. Los seis siguientes eran mamotretos sobre la Segunda Guerra Mundial que su padre había reunido después de la muerte de su madre. Eran prescindibles.
Apiló dos sobre el menor de los bloques. Repartió los restantes y comprobó la altura. Cambió de sitio dos libros. Tras una nueva comprobación, buscó un libro inútil y delgado y lo colocó sobre una pila. Revisó la nueva altura. Ahora, sí.
Acercó la primera parte de la cama con el carrito. Era el antiguo lado de su madre. Con cuidado volcó el macizo armazón, dejándolo caer de manera que el canto reposase en el centro exacto de los bloques de libros. Ejecutó la misma labor con el segundo lado, que requirió mayor esfuerzo, y colocó encima los colchones.
Se apoyó en la cama, primero con cierta vacilación, después con más fuerza. Al comprobar que, en contra de lo esperado, no se desplomaba, se quitó los zapatos y se tendió encima de los colchones.
Conseguido. Podía caer la noche. Ya no se vería ante la disyuntiva de encomendarse a la oscuridad y volver hasta su casa en Brigittenauer Lände o dormir en el duro suelo.
Pese a que se sentía débil y hambriento y la luz diurna se tornaba más mortecina de minuto en minuto, continuó trabajando. Trajo un mueble tras otro con el carro y los colocó en su sitio. En esta actividad ya no se mostró tan cuidadoso como al cargarlos. Sonaban tintineos y empujones, aquí se desprendió parte del enlucido de la pared, allí unas franjas negras deslucieron el papel pintado. Le importaba un rábano. Prestó atención para que al menos no se rompiera nada. También los profesionales de las mudanzas ocasionaban arañazos.
Dos cuadros, tres cámaras y el televisor fueron la última carga de la tarde. Conectó el televisor. Se dio cuenta de que le apetecía algo, sin saber qué. Desenredó cable, unió una cámara al televisor. Tuvo que presionar algunos botones en el mando a distancia hasta que la pantalla se puso azul y quedó lista.
Llegó la noche. Contrariamente a sus esperanzas no se habían conectado las farolas. Con las manos apoyadas en las caderas, contempló el camión por la ventana. Sólo se oía el débil zumbido de la cámara conectada en stand-by a su espalda.
Chocolate.
Tenía un hambre espantosa, pero sobre todo le atormentaba el ansia de chocolate. Chocolate con leche, con avella nas, relleno, la variedad era lo de menos, incluso a la taza le parecía bien. Lo principal es que fuera chocolate.
El pasillo del edificio estaba oscuro. Con el fusil en la mano caminó a tientas hasta el interruptor de la luz. Cuando se iluminó en el techo la mortecina bombilla, carraspeó y soltó una risa ronca. Sacudió la puerta de la vivienda de enfrente. Cerrada. Lo intentó con la siguiente. Al apretar el picaporte, se percató de que era la antigua casa de la señora Bender.
– ¿Hola?
Encendió la luz. Sentía una opresión en la garganta. Tragó saliva. Se deslizó pegado a las paredes como una sombra. No reconocía nada. Allí parecía haber vivido gente joven. De la pared colgaban fotos de estrellas de cine. La colección de vídeos ocupaba dos armarios. Se veían revistas de televisión desperdigadas. En la esquina había un terrario vacío.
Lo que veía le resultaba desconocido. Sólo recordaba el magnífico suelo de madera y los estucados del techo.
Comprobó, asombrado, que la vivienda de la señora Bender era casi tres veces más grande que la de su familia.
En lugar de chocolate, encontró un tipo de galletas que no le gustaba. Recordó la tienda de ultramarinos emplazada dos calles más allá. De niño había comprado con frecuencia al señor Weber. Vendía incluso fiado. Más tarde el anciano de cejas pobladas dejó el negocio. Si Jonas no recordaba mal, lo tomó en traspaso un egipcio que ofrecía especialidades orientales. A lo mejor tenía chocolate a pesar de todo.
En la calle el ambiente era templado. No corría aire, estaba tranquilo. En la penumbra Jonas miró a izquierda y derecha. Cuando echó a andar, se le erizó el pelo de la nuca. Pensó en volverse, pero haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad continuó su camino.
La tienda no estaba cerrada. Había chocolate. Además de conservas y sopas preparadas, el comercio ofrecía también leche, pan y salchichas, aunque nada de eso era ya comestible. El propietario comerciaba con casi todos los artículos de consumo diario. Jonas buscó alcohol, pero en vano.
Metió unas cuantas tabletas de chocolate en la oxidada cesta de la compra. Añadió latas de judías y una botella de agua mineral. Cogió de los estantes dulces y aperitivos al azar.
Durante el regreso la cesta de la compra le molestaba. No podía transportarla y al mismo tiempo llevar el fusil listo para disparar. Caminaba despacio. De vez en cuando una ventana con luz alumbraba unos metros de la calle.
No conseguía ahuyentar la idea de que detrás de los coches aparcados esperaba alguien. Se detuvo. Sólo oía su propio aliento tembloroso.
En su imaginación, detrás del Van aparcado en aquella esquina estaba una mujer. Con una especie de toca, como las que se ponen las monjas, llevaba un amplio vestido incoloro y carecía de rostro. Le esperaba agazapada. Era como si no se hubiera movido nunca. Como si siempre hubiera estado allí. Y no esperaba a cualquiera. Le esperaba a él.
Quiso reír, gritar, pero no profirió sonido alguno. Ansiaba correr, pero no le obedecían sus piernas. Se aproximó al edificio a paso regular. No respiraba.
En el portal encendió la luz. Por la rampa accedió al pasillo de la vivienda. Sin volverse, entró, depositó la cesta en el suelo y cerró la puerta con el trasero. Sólo entonces se dio la vuelta y cerró con llave.
– ¡Ja, ja, ja! ¡Ahora nos daremos un banquete! ¡Ahora zamparemos! ¡Ja, ja, ja!
Escudriñó la cocina. El mobiliario y toda la vajilla pertenecían a la familia Kästner. Dispuso una cazuela grande y vertió dentro el contenido de dos latas. Al captar el olor a judías, su tensión fue disipándose poco a poco.
Después de comer se dirigió con la cesta de la compra a la habitación de enfrente, donde le recibió el zumbido de la cámara. Tampoco esta vez se desplomó la cama cuando evaluó su estabilidad con el pie. Trajo una manta y una almohada. Se tumbó, abrió el envoltorio de una tableta de chocolate con leche y se metió una onza en la boca.
Dejó resbalar la vista. Faltaba mucho todavía para que todos los muebles estuvieran allí, pero los que había metido estaban en su antiguo emplazamiento. La estantería marrón, la amarilla. La viejísima lámpara de pie. El sillón algo sobado. La mecedora con el brazo desgastado en la que de niño a veces se sentía mal. Y frente a la cama, en la pared, Johanna. El cuadro de la mujer desconocida que siempre había estado allí colgado. Una hermosa mujer de largos cabellos oscuros que, apoyada en un estilizado tronco de árbol, miraba a los ojos al observador. Sus padres la llamaban en broma Johanna, a pesar de que nadie sabía quién había pintado el cuadro, ni a quién representaba, ni siquiera de dónde procedía.
La sábana sobre el colchón era suave. Todavía emanaba un olor familiar.