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Giró sobre el costado y tanteó con la mano en busca de otro trozo de chocolate. Cansado y relajado al mismo tiempo, miró a la ventana que daba a la calle. Era una doble ventana que no cerraba bien, de manera que en invierno colocaban mantas viejas en la zona situada entre la ventana exterior y la interior para evitar la corriente de aire.

Antes de navidad colocaba allí la carta al Niño Jesús.

A principios de diciembre su madre le recordaba que tenía que escribir la carta al Niño Jesús. Nunca olvidaba mencionar que el Niño Jesús era tan pobre que sólo podía permitirse un delgado vestido, por lo que debía ser comedido. Se sentaba, pues, a la mesa, con los pies bamboleándose por encima del suelo y mordisqueando el lápiz mientras devanaba sus sueños. ¿Era un camión teledirigido demasiado caro para el Niño Jesús? ¿Tendría suficiente dinero para un Scalextric? ¿O para una barca eléctrica? Se le ocurrían las cosas más maravillosas, pero su madre le aseguraba que sus deseos le iban a producir cargo de conciencia al Niño Jesús, porque no sabría de dónde sacar todas esas cosas.

Total, que al final en la carta sólo figuraban menudencias. Una estilográfica nueva. Un paquete de calcomanías. Una pelota de goma. La carta iba a parar a la manta andrajosa colocada entre las ventanas, donde en una de las noches venideras la recogería un ángel para llevársela al Niño Jesús.

¿Cómo conseguía el ángel abrir la ventana?

Ésa era la pregunta que asediaba a Jonas antes de quedarse dormido. No quería cerrar los ojos sino permanecer despierto. ¿Acudiría el ángel esa noche? ¿Lo oiría llegar?

Su primer pensamiento por la mañana era: se había quedado dormido. Pero ¿cuándo, cuándo?

Corría hacia la ventana. Si el sobre había desaparecido, lo que raramente sucedía el primer día, casi siempre el segundo, o incluso el tercero, puesto que los ángeles tenían mucho que hacer, Jonas sentía una sensación de felicidad que superaba todo lo que viviría semanas después en Nochebuena. Los regalos le alegraban, por supuesto, y le conmocionaba la idea de haber estado personalmente tan cerca del Niño Jesús, cuando éste había colocado los regalos debajo del árbol mientras él permanecía en la cocina. Sus padres invitaban al tío Reinhard y a la tía Lena, al tío Richard y a la tía Olga. En el árbol de navidad brillaban las velas. Jonas se tumbaba en el suelo, escuchaba de pasada la conversación de los mayores que de camino hacia él se transformaba en un murmullo uniforme que lo envolvía mientras hojeaba un libro o examinaba la locomotora de juguete. Todo eso era hermoso y enigmático. Pero no podía compararse con el milagro acaecido unas semanas antes: un ángel había acudido por la noche a recoger su carta.

Jonas se volvió del otro lado suspirando. Del chocolate sólo quedaba una onza. Se la metió en la boca y arrugó el papel.

Se dio cuenta de que no podía permanecer despierto mucho más tiempo. Venciendo su abulia, se levantó.

Colocó delante de la cama tres cámaras, una junto a otra. Miró por el objetivo, corrigió el ángulo, introdujo cintas. Cuando todo estuvo preparado, se volvió hacia el televisor y la cámara conectada a él. Llevaba en el bolsillo del pantalón la cinta de la noche pasada. La colocó dentro y pulsó la tecla de start.

La cámara no filmaba la cama ni estaba en el dormitorio. La imagen mostraba la cabina de la ducha en el cuarto de baño. En el cuarto de baño de esa vivienda. En Hollandstrasse.

Alguien parecía estar duchándose desde hacía bastante tiempo, y además con agua caliente. El cristal de las paredes de la cabina estaba empañado y por arriba salía vapor. Sin embargo no se oía el rumor del agua. Parecía haberse grabado sin sonido.

Al cabo de diez minutos Jonas comenzó a preguntarse cuánto duraría aún ese derroche de agua.

Veinte minutos. Estaba tan cansado que puso la cinta a doble velocidad. Treinta minutos, cuarenta. Una hora. La puerta del cuarto de baño estaba cerrada y la habitación seguía llenándose de vapor. Apenas se distinguía ya la puerta de la cabina de ducha.

Al cabo de dos horas en la pantalla sólo se veía una densa masa gris.

Un cuarto de hora después la vista comenzó a mejorar a pasos agigantados. La puerta del cuarto de baño apareció en la imagen, ahora abierta. Igual que la de la cabina de ducha.

La cabina estaba vacía.

La cinta terminaba sin haber visto a nadie.

Jonas desconectó. Con cuidado, como si lo visto en el cuarto de baño guardase relación directa con lo que sucedía en ese momento, atisbo hacia el baño. El plato de la ducha, el dispensador de jabón, que sobresalía de los azulejos: todo parecía igual que siempre.

Pero en realidad eso era imposible. Tenía que haber alguna diferencia, por nimia que fuera.

Allí había sucedido lo que él había visto en el vídeo. Así que eso pertenecía a ese lugar. Pero lo había abandonado, ya no quedaba nada del pasado. Sólo una cabina de ducha. Ni cristal empañado. Ni vapor. Solamente recuerdo. Vacío.

Eran poco más de las once. Programó una cámara a las 2:05 horas, la segunda a las 5:05. Después conectó la tercera, se desvistió y se tumbó en la cama.

17

Cuando leyó la hora en el teléfono móvil apenas daba crédito a sus ojos. Eran más de las diez. Había dormido once horas. Sin embargo no se sentía precisamente descansado.

En la cocina se dio cuenta de que la noche anterior había olvidado coger pan para el desayuno en la tienda del egipcio. Se calentó otra lata de conservas. Había café, pero la variedad no le gustaba. Bebió agua mineral.

Después de comer, ordenó. Abrió todas las ventanas para crear una corriente y que entrara aire fresco en las sofocantes habitaciones. Mulló la cama. Rebobinó las casetes y su triple zumbido invadió la estancia. Metió los platos sucios en el lavavajillas. Durante todos esos quehaceres no dejó de buscar cambios con la vista. Indicios. De algo que se le hubiera pasado el día anterior.

Se duchó con agua fría sin cerrar los ojos mientras cantaba a voz en grito una canción pirata que hablaba de pasar por la quilla y caminar por el tablón. Mientras se secaba en la habitación, vio la tableta abierta de chocolate. Vaciló un momento antes de cogerla.

Le costó una hora vaciar el camión entero. Todo estaba en la vivienda: las sillas, las estanterías, los armarios, las cajas… Desordenado, claro, pero ya no tendría que volver a salir de casa. Y mientras trabajaba podía visionar las cintas de la noche pasada.

Le costó menos de tres horas limpiar todos los muebles, examinarlos en busca de daños y colocarlos en su sitio. Mientras a su lado el durmiente dormía en el televisor, Jonas lustró la pantalla de la lámpara, reparó un agujero en el sillón y lijó arañazos del armario. Cada dos por tres echaba un vistazo al televisor.

El durmiente parecía haber pasado una noche tranquila. De vez en cuando se daba la vuelta. La mayor parte del tiempo yacía apaciblemente. Jonas creía incluso oír ronquidos. Se preguntaba por qué estaba tan cansado.

Entre la cinta 1 y la 2 hizo una pausa. En un cajón de la cocina encontró un plato preparado y lo calentó en un pequeño wok: era incomible. Añadió salsa de soja y especias. En vano. Clavó el abrelatas en otro bote de judías con expresión hierática.

La segunda cinta comenzaba igual que había terminado la primera. La pasó a cámara rápida. Mientras tanto recogió. También tenía trabajo en la cocina. Desde allí no podía ver el televisor, por lo que durante esos minutos cambió a reproducción normal y puso el volumen al máximo. Además, cada dos minutos iba rápidamente a la habitación para cerciorarse de que el durmiente seguía enterrado bajo la manta. A la derecha estaba la cama, que a la izquierda se reflejaba a tamaño reducido en la televisión. En ese espejo yacía él mismo, durmiendo.

Toda la vajilla de la familia Kästner fue a parar al vertedero del patio trasero. Sólo conservó unas sartenes y cazuelas, pues se había dado cuenta de que el equipamiento de su padre dejaba mucho que desear. Echaba de menos la taza con el oso que había utilizado de pequeño. De los antiguos vasos sólo quedaban tres. Y su padre parecía haberse desprendido de cualquier utensilio de cocina cuyo uso exigiera pericia y reflexión, como por ejemplo una olla a presión o un hervidor.