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Volvió a poner la cinta a doble velocidad. Daba igual lo que le esperase todavía. Era imposible filmar su sueño sin interrupciones y luego contemplar concienzudamente la grabación durante el día. Eso implicaría dedicarse única y exclusivamente a dormir y a contemplarse durmiendo. No podría hacer otra cosa, estaría atado a las cámaras.

Al final de la segunda cinta, cuando el durmiente aún yacía inmóvil debajo de la manta, Jonas se sintió burlado. Sus movimientos se ralentizaron. Metió ropa en los cajones sin preocuparse de las rayas de los pantalones y cerró de un portazo las puertas de los armarios. Hasta que entre un montón de libros descubrió algunos de sus viejos cómics, en los que no había reparado cuando empaquetó.

Los cómics le encantaban. Había comprado de vez en cuando sin el menor asomo de vergüenza alguna que otra revista de Clever & Smart hasta de adulto. En Brigittenauer Lände incluso había uno en el retrete. Pero estos cómics eran algo especial. Los hojeó como si fueran una rareza. Examinó con atención cada doblez en sus páginas. La última vez que tuvo ese número entre las manos tendría doce años o a lo sumo catorce. Habían transcurrido veinte años desde que se cortó el pan del bocadillo con cuyo relleno había embadurnado esa página. Ese número había pasado desapercibido dos décadas en un estante. Cierto día Jonas lo cerró, lo colocó y no volvió a pensar en él. Y no había tenido ni idea de cuánto tiempo pasaría hasta que volviera a ver ese panel de cómic, ese bocadillo de diálogo. El momento había llegado.

Divertido, había garabateado una mano infantil al borde de una página.

Él lo había escrito. Desconocía por qué. Sólo sabía que lo había escrito. Que habían pasado veinte años y que entonces aún ignoraba muchas cosas. Que ese «divertido» había sido escrito por un niño que no sabía nada de las chicas, que más tarde pretendía estudiar física y convertirse en profesor o en catedrático, que se interesaba por el fútbol y que tenia in mente seguramente un examen de matemáticas. Y el que volvía a ese número veinte años después se preguntaba por qué no lo había encontrado antes. Ese ejemplar. Y el recuerdo.

Miró a la pantalla. El durmiente no se movía.

En una página habían pintado gafas a los personajes con bolígrafo. Jonas no recordaba haberlo hecho.

Comenzó a leer el cómic. En la primera página no le quedó más remedio que esbozar una sonrisa. Leyó con creciente placer. Ya sólo miraba al televisor de manera automática. Se regodeaba en lo absurdo de la acción, en los caracteres, en las ilustraciones. Cuando echó un nuevo vistazo a la televisión, la pantalla estaba azul. Puso la tercera cinta. El durmiente dormía. Jonas apretó el botón de la cámara rápida.

Leyó el cómic hasta el final. En algunos pasajes soltó una carcajada. Después de haber leído la última página, hojeó unos instantes el cómic, de muy buen humor. No acertaba a acordarse de esa serie. Le había parecido que lo leía y veía por primera vez y eso le asombraba. Porque en cuanto leía uno de sus libros infantiles, la acción y los personajes le resultaban familiares.

El durmiente dormía. Tan profunda y tranquilamente que Jonas comprobó si había conectado la cámara rápida.

Ordenó libros en las estanterías. De vez en cuando alguno despertaba su interés y lo hojeaba. Miraba a la pantalla y a su alrededor para cerciorarse de si había llegado el momento de hacer una pausa. Prosiguió la lectura hasta que su curiosidad quedó satisfecha.

Las cajas volaron plegadas, una tras otra, al patio trasero. Presionó el botón de pausa de la cámara para encender la lavadora en el cuarto de baño. Aprovechó la ocasión para colgar toallas en los ganchos, junto al lavabo. En la habitación pulsó la tecla de reproducción y comenzó a ordenar los objetos personales de valor de su padre. Los anillos. Las condecoraciones. El pasaporte. Pequeños recuerdos. Depositó todo ello en el cajón en el que se habían guardado durante décadas. Sólo faltaba el cuchillo: estaba clavado en la pared. También echaba de menos algunas fotos. Seguramente las encontraría en el sótano de Rüdigergasse.

Pensar en el cuchillo que no podía extraer del muro le desazonaba. Por primera vez desde hacía semanas su estado de ánimo era más despejado, no quería echarlo a perder. Cogió otro cómic.

Dejó resbalar los ojos por la habitación. En realidad había terminado. Quizá habría que limpiar más concienzudamente, pero lo haría otro día.

Se tumbó en la cama. Cogió cacahuetes. La cinta pasaba a cámara rápida, el display indicaba las 2:30 horas. Conectó la reproducción normal. Tendido cómodamente boca abajo con la cabeza vuelta hacia la televisión, inició la lectura. Animoso, cascó con los dientes un cacahuete.

Por el rabillo del ojo percibió movimiento en la pantalla.

La cinta corría desde hacía 2 horas y 57 minutos. El durmiente se liberó de la manta y se sentó al borde de la cama. A un metro del lugar en el que yacía Jonas. El durmiente se volvió hacia la cámara. Su mirada era diáfana.

Jonas se incorporó. Aumentó el volumen y escudriñó al durmiente.

Éste enarcó una ceja.

Las comisuras de sus labios se contrajeron.

Sacudió la cabeza.

Se echó a reír.

Su risa era cada vez más estrepitosa. No era una risa artificial. Por lo visto, algo le parecía realmente cómico. Inspiraba y reía. Se esforzaba por serenarse, pero la risa retornaba. Poco antes del final de la cinta se contuvo y clavó la vista en la cámara.

Era la mirada más imperturbable que Jonas hubiera visto jamás en persona alguna. Y menos en sí mismo. Una mirada tan decidida que Jonas se sintió avasallado.

La pantalla se puso azul.

Jonas estiró brazos y piernas. Miró al techo.

Un techo que había contemplado hacía veinte años y hacia tres semanas.

En su infancia había estado allí tumbado, meditando sobre su Yo. Sobre el Yo que equivalía a la existencia en la que estaba encerrado cada individuo. Si nacías con un pie zambo, lo tenías toda la vida. Si se te caía el pelo, podías ponerte una peluca, claro, pero con plena consciencia de tu calvicie y de que no podías sustraerte a ese destino. Si te sacaban todos los dientes, no volverías a masticar con tu propia dentadura hasta la tumba. Si tenías defectos, tenías que asumirlo. Había que asumir todo lo que no se podía cambiar, es decir la mayoría de las cosas. Un corazón débil, un estómago sensible, una columna vertebral torcida, eso era lo individual, eso era el Yo, formaba parte de la vida, y uno estaba encerrado en esa vida y jamás sabría cómo era y qué significaba ser otro. Nada podía transmitirte los sentimientos de otro al despertar o al comer o al amar. No podías saber cómo era la vida sin dolores de espalda, sin eructos después de las comidas. La propia vida era una jaula.

Había estado allí tumbado de pequeño y había deseado ser un personaje de cómic. No quería ser Jonas con la vida que llevaba, con el cuerpo en el que estaba metido, sino un Jonas que era al mismo tiempo Mortadelo o Filemón o ambos a la vez o al menos un amigo en su realidad. Con las reglas y leyes naturales que reinaban en el mundo de ellos. Ellos recibían palos sin cesar, cierto, sufrían accidentes, saltaban desde rascacielos, eran quemados, despedazados, devorados, explotaban y eran lanzados a planetas lejanos, pero incluso allí podían respirar, las explosiones no los mataban, y las manos cortadas se suturaban de nuevo. Sufrían dolores, por supuesto, pero en la siguiente viñeta esos dolores habían cesado. Se divertían mucho. Tenía que ser divertido ser ellos.